lunes, 23 de diciembre de 2013

Navidad bailona


Sí señor, el calendario nos ha traido un año más a la vorágine de “estas fechas entrañables”, como suele decirse. Y por tanto, hay tregua: no tendrán que soportar ustedes ningún tocho de los que yo perpetro hasta después de Reyes, si sobrevivimos. No señor, hoy toca baile. Y para bailar, uno de los más clásicos sonidos que hubo en los años 70 fue la música disco. Este “subgénero”, como dicen en tono despreciativo los enterados, significó un movimiento de contestación, por decirlo así, contra los estilos imperantes en la época, demasiado serios como para rebajarse al ámbito de las discotecas. Y si en la Isla surgió el glam, en los States lo hizo esa curiosa evolución, mezcla “degradada” de Motown, soul y funk, que pronto hizo rebosar las salas de baile con piezas tan memorables como las que hoy les traigo (y muchas otras, claro). 

La época dorada de la música disco fue relativamente fugaz, ya que su momento cumbre está entre 1973 y 75; pero su sombra es muy amplia y sobrepasa los años 80. Hay que tener en cuenta que tanto antes como después hubo algunos nombres memorables: por no ir más atrás y recordar a James Brown, con quien todo comenzó, podemos citar a Isaac Hayes (hay quien dice que el sonido disco se bautiza con la legendaria “Shaft”, del 71) o la gran Gloria Gaynor, cuya carrera comienza justo cuando ese género está declinando y lo relanza. La mayor parte de los artistas que surgieron en esa época pasaron de moda muy pronto, ya que salvo algunas excepciones se trataba de "one hit wonders" sin fondo suficiente como para reciclarse; pero siempre nos quedan las canciones. De las que, como es norma del local, oirán ustedes 12+1. Bueno… las oirán y las bailarán, ¿no? Pues venga: no consintamos que los negros, latinos y gays se queden con toda la pista para ellos solos. 

Aunque resulta evidente que la Motown es una de las madres del invento ya a finales de los 60, con sus vocecitas atipladas y sus arreglos de corte funky, no solo en Detroit hay precursores: en Filadelfia se encuentran los Sigma Sound Studios, cuyo equipo de grabación es uno de los más avanzados del país (por ahí pasaron Wilson Pickett, Billy Joel y David Bowie, entre muchos otros). Y los músicos de ese estudio crean algunas agrupaciones que desarrollan una especie de funky orquestal muy particular que llega a hacerse famoso: el sonido Filadelfia, que comienza a ser popular a principios de la década e influye en muchas piezas para discoteca que se oirán desde entonces. Bien, pues en 1972 se presentan en sociedad MFSB (iniciales de Mothers, Fathers, Sisters, Brothers), que conseguirán a principios del año siguiente su mayor éxito en compañía de las Three Degrees y titulado… “El sonido de Filadelfia”. No se rompieron mucho la cabeza para buscar ese título, pero el cañonazo fue mundial. 


Y claro, las Three Degrees se vieron beneficiadas por ese auge que tomó su ciudad. Era un trío de negritas que llevaba en el negocio desde principio de los años 60, aunque con poco brillo y muchos cambios de personal: siempre eran tres, pero distintas. Hasta que en 1973 son fichadas por Philadelphia International Records, el sello que distribuye a los MFSB: tras acompañarlos en el cañonazo de antes, ese mismo año publican su primer disco en su nueva casa. Y en él viene incluida otra de las piezas clásicas del género: “Dirty ol’ man”. Las Degrees, con la formación que corresponda en la actualidad, siguen aún en el negocio. 

Nos despedimos de Filadelfia con Patti Holte-Edwards, más conocida simplemente por su apellido artístico: Labelle. La buena de Patti ya llevaba más de diez años al frente de las Bluebelles, con un éxito bastante discreto. Pero con la irrupción del glam vio la luz: las lentejuelas y las actitudes lascivas eran el futuro. Y, en manos del experimentado dúo de compositores formado por Kenny Nolan y Bob Crewe, nos presenta en 1974 “Lady Marmalade”, la historia de una muchacha criolla de Nueva Orleans un poco ligera de cascos (o, directamente, de profesión dudosa) que enloquece a un chico con sus temibles artes pecaminosas. Los censores hispanos tal vez supiesen inglés, pero en francés flojeaban: la estrofa “Voulez-vous coucher avec moi ce soir?” no fue detectada por ellos, y el disco resultó ser un éxito también aquí. Aún recuerdo a algunos jovenzuelos y jovenzuelas poniéndose a cantar esa estrofa por la calle cada vez que se aproximaba algún humano objeto de su deseo: un horror, pueden creeerme. 

Parece que, al igual que el glam, la música disco es una buena oportunidad para relanzar carreras un tanto apagadas: eso pasó también con Shirley Goodman, una señora que había comenzado veinte años antes haciendo gospel y baladas. Y en 1974, cuando ya tenía casi cuarenta y estaba pensando en retirarse, le surgió la oportunidad de grabar “Shame, shame, shame”, otra histórica del género (acompañada por Jesús Álvarez haciendo la voz masculina). Shirley se retiró poco después, pero el tremendo éxito de esta canción llevó a la aparición posterior de una cover cantada por Linda & The Funky Boys, un grupo de breve carrera. Su versión es tan parecida que mucha gente las confundía, pero no se preocupen: esta es la buena.

Florida fue otro foco creativo muy importante en la historia de esta música, hasta tal punto que uno de los puntales del género es de allí. Se trata de George McCrae, que tras unos años de afición al duduá se fue a la mili y volvió pensando en dedicarse a estudiar… pero las malas compañías lo liaron: dos colegas suyos, integrantes de una banda, le ofrecen cantar una pieza que ellos no saben muy bien cómo atacar. La pieza se llama “Rock your baby”, que resultó ser un éxito tremebundo. George nunca volvió a tener tanta suerte, pero entre el circuito de la nostalgia y algunas grabaciones esporádicas su carrera llega hasta este siglo. 

Y… ¿quiénes fueron esos indeseables que liaron al pobre George? Pues los integrantes de K.C & The Sunshine Band, una agrupación trompetera dirigida por Harry Wayne Casey, pluriempleado en tiendas de discos y en el sello TK, que en 1973 crea el grupo y consigue unos cuantos cañonazos para las pistas de baile que lo convierten en uno de los escasos titulares de discos de platino gracias a este género. De su obra elijo mi preferida, evidentemente: “(Shake, shake, shake) Shake your booty”… o sea, que a mover el culito. 


No hubo muchas piezas instrumentales en la música disco, ya que buena parte de su gancho estaba en las voces. Pero aun así tenemos alguna notable excepción, aparte de la de los MFSB que hemos oido antes; por ejemplo, “The hustle”: se trata de una composición de 1975 creada por Van McCoy, que de niño prodigio en los años 50 pasó a ser uno de los compositores y productores más prolíficos en el mundo del soul y el duduá, y que a mediados de los 70 lanza un LP instrumental en el que venían joyas como esta, una verdadera llenapistas que le dio la fama suficiente para seguir en el negocio hasta su muerte en 1979. 

Vamos con otra monstruosidad: “Doctor’s orders”, cantada por la pizpireta Carol Douglas. Esta muchacha había prestado su voz para algunos anuncios comerciales, pero no se le había ocurrido meterse en el mundo de la canción hasta principios de los 70. Y en 1974 su productor, el italiano Doménico Monardo (que luego haría famosa a Donna Summer), oye “Doctor’s orders” una pieza británica que en la voz de Sunny Leslie había alcanzado una fama relativa en la Isla: cree que, lentificando un poco el ritmo y sin tocar mucho los arreglos, puede resultar interesante para las discotecas de los States. Se la ofrece a Carol y acierta: un éxito total. Gracias a él, Carol aún sigue hoy en el negocio. 

Y ya que hablamos de la Isla, aprovecho para dar el salto y ver si en Europa teníamos algún material de este tipo. No es que hubiese mucho, pero rebuscando… nos topamos con Tina Charles, una muchacha londinense que tras unos años como cantante de sesión en coros impresiona a Biddu, un productor angloindio que pone en sus manos “I love to love”, canción que pronto llega al top 5 tanto allí como en los States y media Europa. Tina no volvió a conseguir un éxito semejante, pero últimamente el circuito de la nostalgia la tiene en nómina. 

Como es lógico, hubo otros países europeos que quisieron apuntarse a la moda discotequera. Y, qué cosas… al final resultó que la circunspecta Alemania fue el país con más éxito en ese empeño, aunque añadiendo el toque electrónico que tanto les gusta: ese toque marca una evolución en la música disco que la hará perdurar hasta los años 80 y más allá. Hay especialmente dos productores notables: Frank Farian y el italiano Giorgio Moroder. Farian, un cantante frustrado, no pasará a la historia por su mediocre carrera como tal sino por haber dado el salto al otro lado de las mesas de mezclas para crear y lanzar fenómenos como los incombustibles Boney M, que por supuesto no podían faltar aquí (y bueno, también creó años después a los horrendos Milli Vanilli, pero eso se lo perdonaremos). ¿Hay alguien que no conozca, por ejemplo, “Daddy cool”? 

Y ahora toca Giorgio Moroder, claro. Un productor que comenzó cantando pop-chicle con melotrones en los años 60 y que luego dio nombre a toda una escuela: el sonido Munich. Como Phil Spector pero en electrónico, viene siendo este señor. Y uno de sus aciertos fue descubrir a la gran Donna Summer, que por entonces no era tan grande pero ya tenía un pedigrí: tras unos primeros años de canto en la iglesia había saltado a los Crow, una banda de rock psicodélico medianamente famosa; a finales de los 60 aterrizó en Alemania como integrante del cuadro de cantantes de la ópera rock “Hair”; de ahí pasó a “Godspell” y otras cuantas más, que la anclaron definitivamente en ese país, y en 1974 el señor Moroder se fija en su voz: en poco tiempo se ganará el título de “Reina de la música disco”. De su extensa producción he elegido “I feel love”, de 1977, que representa como ninguna el estilo imperante en la segunda época de este género. Ah, por cierto: los años dorados de esta señora lo fueron en la discográfica llamada Casablanca Records.


Y justo en 1977 Casablanca Records se honra en presentar al grupo que con el paso del tiempo ha quedado como un icono de la música disco, del desenfado gay, de la horterada friki y sabe dios cuántas cosas más: esa pandilla de locuelos llamada Village People. Son, como Boney M y otros cuantos, un producto de laboratorio; pero al igual que ellos, supieron desempeñar muy bien su papel. Y aunque parezca una tontería, estos herederos del glam contribuyeron a desdramatizar la idea, el estereotipo que la gente corriente tenía sobre los homosexuales: depravados, oscuros, siniestros… Gracias a ellos, la palabra “gay” reverdece en su otra acepción: alegre. Y no vean a qué extremos de alegría y despendole llegaban algunos conspicuos ciudadanos (machos de una pieza, sin duda), ligeramente pasados de copas, cuando en la discoteca sonaba “Y.M.C.A”, su canción bandera. Y eso que, además de la letra un tanto equívoca sobre lo bien que se pasa en la sede de la Asociación Cristiana de Jóvenes, la pinta de estos elementos era un compendio de la iconografía gay: el motero, el policía, el vaquero… en fin, que estamos ante una clásica con todas las plumas del mundo.

Y, por una vez, la pieza 12+1 está plenamente conectada con las anteriores aunque su origen difiere un poco de ellas: también en 1977, al rebufo del éxito alcanzado por la música disco, se presenta la película “Fiebre del sábado noche”, un verdadero trabajo sociológico. En esencia, Tony Manero, el protagonista, representa perfectamente a esa clase baja de currantes o jóvenes de barrio cuyo único disfrute es gastarse su dinero en ropas lustrosas y el baile de los sábados; una actitud vital que ya tenían los mods y que se recrea perfectamente en esta película, una especie de “Quadrophenia” en plan barriada americana. La banda musical se le encargó a los Bee Gees, un trío que llevaba unos años de capa caída y que en manos del productor Robert Stigwood comenzó a reverdecer orientándose precisamente hacia la música disco. Reconozco que estos señores por lo general se me hacen estomagantes, y sus voces en falsete más aún. Pero tengo que admitir que esa banda sonora fue un éxito tremebundo, e incluso algunas de sus piezas han llegado a gustarme. Este es el caso de “Jive talking”, tal vez mi preferida. 

Y aquí termina la fiesta. Espero que haya sido de ayuda para encarar con mejor talante la sucesión de comidas, cenas y turrones que se nos viene encima, las llamadas de compromiso a familiares que no vemos nunca, el discurso del Rey, el Fin de Año justo cuando ese día no tenemos ganas de mucha juerga, y así sucesivamente. De todos modos, feliz año 2014; o al menos, que no sea peor aún que este. No es pedir mucho, ¿verdad? Ah, y como siempre aquí les dejo mi regalo, con las canciones que han protagonizado esta fiesta.  


lunes, 16 de diciembre de 2013

1971 (VII)


Aquí estamos, metidos en el mundo Chrysalis. Una nueva disquera que, como dije el otro día, se ha edificado sobre la experiencia que Chris Wright y Terry Ellis adquieren fogueándose en el mundo de la producción y dirección de dos grandes bandas como TYA y Jethro Tull (entre otras). Su filosofía es muy parecida a la que atesora la bendita Island Records, es decir, un sello independiente dirigido hacia un público con un medio/alto grado de afición, exigente pero por eso mismo fiel… si se le trata bien. Vamos, que esa es la idea, la fidelización de clientes. En sus primeros años Chrysalis será otro de esos sellos que, solo con ver su logo en un disco, incita a oirlo (a diferencia de los grandes, que por su vocación generalista nunca se sabe por dónde van a salir). Y por esa transición entre management y sello autónomo que se está produciendo este año, los fans tenemos el corazón partío, ya que algunos de sus integrantes figuran aún distribuidos por Island aunque en las fundas la etiqueta ya está ocupada por la mariposa. 

Este es el caso de Jethro Tull, que irrumpe en la primavera de 1971 con “Aqualung”, su cuarto disco. Es también la cuarta de las bandas grandes que procede de la escuela blusera y que, como las otras tres, ahora tiene su estilo personal. Ya hemos visto que, partiendo de una primera época folk-blues (“This was” y “Stand up”, su consolidación), el año pasado cambiaron de tercio con “Benefit”. Ahora son una banda difícil de clasificar, aunque su esencia está entre el rock progresivo y el folk con pinceladas bufonescas muy representativas del cárácter de Ian Anderson, su líder. “Aqualung” demuestra que, al igual que King Crimson, el sonido de los Tull se desarrolla en “parejas temáticas”: es evidente que este nuevo disco parte del anterior para desarrollar un sonido parecido pero con más brillo. Por otra parte la “literatura” adquiere un mayor protagonismo, y a los clientes españoles nos entra miedito: cuidado Ian, que aquí tenemos Censura… pero Ian no nos hace caso. Al ver la hoja que trae las letras comprobamos que hay un título propio para cada cara: “Aqualung” es la A, donde se nos muestra un variado abanico social; y la B, “My God”, hace frecuentes referencias a la divinidad y sus representantes en un tono poco conciliador. Lo mismo pasa con la portada, que en su exterior nos muestra al tal Aqualung (de sospechoso parecido con Anderson) y en su interior al grupo en recinto sagrado y en plan sacrílego. No hay una conexión clara entre las letras, pero tal vez por esas denominaciones genéricas (que son además el título y tema de la pieza que abre cada cara), la crítica consideró que estábamos ante un disco conceptual. Una etiqueta que, como la de “progresivo”, al señor Anderson le sienta como un tiro y acrecienta su animadversión hacia la crítica, así que… no, “Aqualung” no es conceptual. Si algo bueno tiene este hombre es su agrado por la sencillez de los términos: es un disco de rock, y ya está. 

“Aqualung” y “My God”, las piezas que abren cada cara, son dos clásicas sobradamente conocidas. La primera, esa historia del pordiosero (cuyo extraño nombre se debe a su dificultosa respiración reumática) sentado en un banco del parque mirando a las niñas con malas intenciones, es un desarrollo circular que comienza con un riff rockero, entra en una fase acústica apoyada por el piano de John Evan (miembro ya oficial del grupo), alcanza su éxtasis con el duelo guitarra-piano y termina como empezó. “My God” es una construcción también circular y un cierto aire barroco que se inicia con estilo de cántico, su centro presidido por una exhibición flautística de Anderson casi en escalas de jazz y vuelta al principio. Son dos canciones que simbolizan muy bien el estado actual del grupo, diferente a todos los demás, en ese filo de la navaja que ya dije otras veces: los amas o los odias. Yo los amo, es mi banda. Y amo también a Mary la Bizca, y a Mamá Oca, y al Himno 43, y a la Respiración de locomotora… en fin, lo dicho: este disco fue y es aún hoy el más popular de los Tull, así que cada uno ya tendrá su opinión. Solo queda por matizar el asunto de las letras: si se leen detenidamente parece obvio que la queja de Anderson está dirigida contra la Iglesia como institución antes que contra la propia divinidad. Y esto entronca con la infancia de Ian, mediatizada por sus religiosos y rectísimos padres: Glenn Cornick, despedido de forma ignominiosa al terminar la última gira americana de 1970 (tuvo que decírselo Terry Ellis en pleno aeropuerto JFK de Nueva York mientras los demás, callados como putas, salían por otra puerta para coger el vuelo de vuelta a la Isla), piensa que las razones de su despido por “conducta desordenada” reflejan muy bien el puritanismo del jefe en aquella época. Y, básicamente, el “pecado” de Glenn es que le gustaban demasiado la fiesta, las cervezas y las chicas: Glenn es poco profesional. Pero en fin, aquí viene Jeffrey Hammond a sustituirlo… Qué curioso: Jeffrey es ese muchacho que tiene una canción en cada uno de los tres primeros discos de los Tull, es un antiguo colega de Ian en Blackpool; ellos dos, junto a John Evan y otro más formaron la base de la John Evan Band, donde todo comenzó… no me extrañaría que ese “otro más” acabe apareciendo de nuevo, porque da la impresión de que Ian quiere volver a sus compañías de adolescencia. Parece que su espíritu es muy de “Living in the past”... 

Ah, que me olvidaba de España: sí, el disco fue prohibido. No se publicará hasta 1976, aunque todo aficionado medianamente serio se agenció una copia procedente del país que fuese (la mía era alemana, no recuerdo por qué): estamos ante una obra "ilegal" con más circulación que muchas otras publicadas sin trabas. Pero cuando llegue ese momento, de nuevo daremos ejemplo al mundo con nuestra inventiva: aunque Franco ya está enterrado, la censura sigue melindrosa y detiene a “Locomotive breath”. Ariola, su distribuidora en España, decide sustituirla por “Glory row”, una sobrante de las sesiones de “War child” (publicado a finales del 74), con lo cual se mantiene la unidad temática de las letras pero no la musical: esa pieza no pega ni con cola en este disco. Claro que lo más alucinógeno del asunto es que “Locomotive breath” ya estaba incluida en “Living in the past”, un doble recopilatorio del 73 que fue publicado en España a su hora y sin problemas. Asi que hemos de exclamar un “¡hurra!” por los señores censores, que una vez más brindan una nueva joya a los coleccionistas compulsivos (“Glory row” no había sido publicada hasta entonces en ningún país del mundo). 

Y tras los Tull hay una saga: Anderson, a pesar de su carácter despótico pero tal vez por ese poso de rectitud y un cierto sentido de honestidad que le queda como herencia paterna, quiere proteger a sus antiguos compañeros (para él, familiares; descarriados, pero familares). De hecho, se han visto algunas reuniones de la formación original para tocar en directo, algo que en otras bandas sería impensable. Tanto él como Terry Ellis facilitarán cualquier intento de Mick Abrahams (el primer guitarrista de los Tull) y Glenn Cornick por seguir adelante en el negocio, y por tanto ambos pertenecen a la escudería Chrysalis: 

Abrahams, otro tipo muy complicado de tratar, creó en 1968 Blodwyn Pig, su primer grupo a medio camino entre blues rock y puro rock and roll con sección de viento, cuyos dos discos alcanzaron una mediana popularidad sobre todo en los States. Y según la leyenda, tan complicado es este señor que sus músicos decidieron abandonarlo. Así que acaba de formar otro bajo el nombre de Mick Abrahams Band, que se presenta a mediados de este año con “A musical evening with Mick Abrahams” y que como “Aqualung” es distribuido por Island pero ya luce la mariposa. Es un disco considerablemente mejor que los de su época con los Pig: la sustitución de los instrumentos de viento por los teclados de Bob Sargeant da una profundidad a su sonido que lo acerca al r’n’b con tonos progresivos, acompañado de piezas acústicas con intervención de guitarras slide y steel que dan como resultado una obra realmente encantadora aunque minoritaria: “Greyhound Bus”, “Winds of change”, “Big Queen” y sobre todo la acuosa y atmosférica “Seasons” son buenos ejemplos. Sin embargo sus ventas son reducidas, y aunque sabe que no tendrá problemas con la mariposa volverá al estilo de su primera época con “At last”, el próximo disco, que tampoco irá muy allá. Los próximos años de Mick serán grises, con varios trabajos de subsistencia, hasta que el circuito de la nostalgia le permita hacerse un hueco a base de reuniones y giras tanto bajo el nombre de unos reformados Blodwyn Pig como de otra Mick Abrahams Band... y en ratos libres acudirá a la llamada de Anderson para que los cuatro primeros Tull se den un homenaje en alguna actuación suelta, de esas que aceleran el ritmo cardíaco de los fans hasta extremos insanos. Ian, por la razón que fuere, necesita hacerlo aunque sea muy de vez en cuando. 

A sugerencia de Terry Ellis, que consuela y anima a Glenn Cornick tras su despedida de los Tull, este no tarda mucho en reunir gente para su propia banda, Wild Turkey, cuyo primer disco será la afortunada segunda referencia del catálogo Chrysalis tras los TYA. Se titula “Battle Hymn” y es de calidad, aunque con poco gancho comercial… salvo para los fans de la familia Tull, claro. Trabajan el rock con tintes progresivos y hacen algunas incursiones en las baladas, que acompañan con piano o con acústicas limpias; su técnica es muy buena, sobre todo por la talla de Cornick al bajo y la original guitarra de Alan “Tweke” Lewis (acompañado por el discreto Jon Blackmore). La canción que abre el disco, “Butterfly”, o la que le da título, ambas compuestas por él, son una buena pareja para hacerse una idea del mundo Turkey. Como nueva demostración de que entre Anderson y sus antiguos colegas no suele haber rencores, Glenn y sus muchachos fueron teloneros de los Tull en los States (y de Black Sabbath, tanto allí como en Europa). Sin embargo, pronto se vio que la cosa no tenía mucho futuro: el continuo trasiego de músicos y la falta de creatividad dieron como resultado un decepcionante segundo disco en 1972 y la desaparición de la banda a mediados del 74. Cornick abandonó la Isla y estuvo en Alemania durante un año como bajista de Karthago para luego crear algunas bandas de poca vida como Paris, junto a Bob Welch (el de Fleetwood Mac). Luego dejó el negocio durante varios años. Y más tarde, ocasionalmente, aparece en algún grupo pequeño o en esas reuniones fantasmagóricas con los viejos colegas, tanto de los Tull como de los Turkey. Es un hombre apacible, todo se lo toma con calma. 

La mariposa inaugura 1972 con su tercera referencia, que será el “Thick as a brick” de los Tull. Poco después presentará a Procol Harum, que ya eran dirigidos por Chrysalis y que acaban de abandonar a Polydor: su disco con la sinfónica de Edmonton, la cuarta referencia, tendrá un notable éxito especialmente en los States. Y tras la quinta (el “At last” de Abrahams) llega un trío de ofertas folkies: los irlandeses Tír Na Nóg, un dúo exquisito que también fue telonero de los Tull durante una buena época (sus tres primeros discos son altamente recomendables); la cantautora Laurie Styvers, una americana que aterriza en Londres en 1968 y tras algunas grabaciones con el trío Justine entra en Chrysalis para dejar dos únicos discos intimistas que pasaron sin pena ni gloria, a pesar de su calidad y de su dulce voz. La pobre Laurie se volvió a su país natal y abandonó el negocio. Y por último los grandiosos Steeleye Span, que dan el salto definitivo con “Below the salt” y que serán uno de los nombres más rentables del sello. De ahí en adelante, muchas cosas: desde el folk británico o americano hasta la new wave e incluso el punk, Chrysalis fue durante muchos años un sello de lo más fiable. Luego fue perdiendo su carácter, como casi todos. 

Y ya está bien de tanta mariposa, que me pongo tonto y ese no es mi papel. Me bajo al bar a tomar un whisky doble. O triple, o lo que sea... Venga, Sam: tócala otra vez. 


lunes, 9 de diciembre de 2013

1971 (VI)


Llegamos hoy al sector de bandas que proceden de la oleada blues rock del 67/68. Es una escuela que, como la psicodélica, cerró sus puertas hace ya un tiempo: los nombres de mayor entidad que comenzaron en ella tienen su propio carácter, basado en el rock más o menos afilado. Ese rango se enriquece con tintes progresivos y en ocasiones con cruces entre blues y folk. Tres buenos ejemplos de dicho rango son Ten Years After, Free y Led Zeppelin. 

Ten Years After, que han finalizado su contrato con Decca, son la primera banda en el catálogo de la recién nacida Chrysalis Records, hasta ese momento una agencia de management creada en 1968 por Terry Ellis (productor y manager de Jethro Tull) junto a Chris Wright (haciendo lo mismo con los TYA): si ustedes suman “Chris” más “Ellis” y cambian algunas letras, ahí tienen el nombre de la crisálida en cuestión. Y claro, pronto veremos ahí a los Tull, entre otros (pero aún le deben un disco a la bendita Island Records). Chrysalis será a partir de ahora otra de las grandes referencias isleñas entre los sellos con buen gusto; aunque, como todas, también meterán la pata de vez en cuando: Wright fue el que, pensando que David Bowie no pasaría de un éxito o dos más, se negó a ficharlo cuando echó a andar el sello (justo cuando Bowie andaba cabreado por la mala distribución en la Isla de “The man who sold the world”, medio año más tarde que en los States), echándolo en brazos de la RCA. Tremendo despiste, sí. 

Pero a lo que íbamos: después de unos meses encerrados en los, cómo no, Olympic Studios (¡qué ambientazo debía de haber por esa época en esos estudios!), TYA entregan a Chrysalis lo que será la primera referencia del nuevo sello: “A space in time”. Un título muy apropiado, ya que estamos ante una obra que mantiene el espíritu del grupo pero lo enriquece con un sonido general mucho más elaborado, más complejo, y que no volverá a repetirse en la corta carrera que les queda por delante. Por otra parte una de las consecuencias de este espacio en el tiempo es que crea también división entre sus fans: los más cañeros tal vez se desilusionen un poco, mientras que a otros nos parece su obra cumbre. Así están las cosas. Porque aquí no hay trallazos como “I’m going home”, pero en cambio resulta que su mayor éxito en single viene incluido en este disco: “I’d love to change the world”, una pieza celestial que es otro de los himnos de la generación por su letra y por su música, que comienza en tono folk rock para empaparse de un sonido “atmosférico-psicodélico”, ir cogiendo carrerilla y convertirse en una alternativa a la mismísima escalera al cielo de los zepelines, una grandiosidad que posiblemente nunca habríamos esperado de Alvin y sus colegas (ah, y esa guitarra no tiene nada que envidiar a Page, por cierto). Pero no es solo eso: ya la apertura con “One of these days” nos había llevado a otro mundo creando un artificio sónico sobre lo que en teoría es un blues revestido de ecos y desarrollos inesperados, creando un ambiente que se mantiene hasta llegar a la última pìeza de la cara A: alguien, aburrido ante tanta revolución sonora, mueve el dial de la radio y surge “Baby won’t you let me rock and roll with you”, que es justo lo que su título sugiere, un rock and roll de la vieja escuela. Y la cara B vuelve a recuperar el sonido atmosférico con otra colección de joyas como la alegre “Once there was a time” o la soberbia, monumental “I’ve been there too”, con esa guitarra acústica surgiendo entre el oleaje de la playa… vale, ya me callo.

El caso de Free es radicalmente distinto. Los habíamos dejado a finales de 1970 en una situación de calma aparente con la publicación de “Highway”, pero la cosa no duró mucho: pronto surgen de nuevo las broncas entre Paul Rodgers y Andy Fraser, el clásico “problem child” desde la escuela. Si a esto sumamos el cuelgue de Paul Kossoff con la heroína, que lo hace imprevisible, resulta casi lógico que por fin, en la primavera del 71, la banda anuncie su disolución; no será la definitiva, puesto que volverán a reunirse en 1972, pero nos hace sospechar un futuro corto y borrascoso. Poco después del anuncio, Island publica un disco en directo hecho con material procedente de dos actuaciones del año pasado: “Free live!”. Una buena muestra de lo potentes que podían llegar a ser si tuviesen más cabeza, ya que su medio natural es ese: Free es una banda eminentemente rockera, de las que no pierden mucho tiempo en el estudio. Gracias a ese espíritu, tampoco el directo se ve contaminado por ningún tipo de arreglo y suena fresco, claro, simple, como nos sonaría si hubiésemos estado presentes en esas actuaciones. Se han elegido las piezas más reconocibles y es de agradecer que “All right now” sea la primera, para ir entrando en materia; como es lógico, también “Mr. Big” o “Fire and water” están ahí, acompañadas por “The hunter”, “I’m a mover”, “Ride my pony” y una concesión a su lado más dulce con “Be my friend”. En resumen, un paseo por lo más florido del catálogo Free en sus momentos de cordura. Y el disco se cierra con una sorpresa: “Get where I belong”, la última pieza que el grupo grabó en estudio, un mes antes de su separación. Es una balada encantadora, con ese ritmo de medio tiempo que tan bien se les daba. Pero "Free live!" ya muestra signos de testamento, aunque vuelvan el año próximo. Porque tal vez el carácter agrio y las drogas sean consecuencia directa de un hecho muy relevante: tras cinco discos magníficos, Rodgers y Kirke tienen veintiún años en este momento; Kossoff, veinte; Fraser, diecinueve. Y sin embargo, han llegado hasta aquí. 

Los zepelines van a toda marcha. Este año se publica su cuarto LP, que al menos para los que no somos muy fans es el mejor de su carrera. Y subrayo lo de los fans porque es frecuente que, en el caso de grandes bandas con extensas discografías, la opinión general no coincida con la de los forofos, que suelen dudar: “Dark side of the moon” (Pink Floyd), “Aqualung” (Jethro Tull) o “In the court of…” (King Crimson) son buenos ejemplos. De todos modos también es verdad que tanto unos como otros alaban mucho este disco, así que no habrá grandes controversias. Page y compañía, un tanto mosqueados por algunas críticas periodísticas, deciden que no figurará el nombre de la banda en el diseño exterior ni interior de la portada; pero la funda del disco trae unos signos a modo de runas que se hacen legendarios, ya que al parecer representan simbólicamente el carácter de cada uno de sus miembros. Bueno. ¿Y la música? Pues estamos ante un clásico inmediato, porque si no fuera suficiente con “Black dog”, la pieza que lo abre, luego viene “Rock and roll”, una verdadera explosión que nos muestra al grupo en su momento más contundente, seguida por el espléndido contrapunto folky de “The battle of evermore”, donde oimos a Plant haciendo dúo con Sandy Denny. Y si la cara A termina con “Stairway to heaven”, ya me contarán: ocho minutos en estado de gracia, elaborando no solamente la pieza más popular de su carrera sino también una de las más tremebundas en la historia del rock; una canción que ha llegado a dar náuseas por tener que oirla miles de veces en todas las radios y pubs del Sistema Solar, pero eso no es culpa suya. La cara B, aunque no va tan sobrada, mantiene el tipo: “Misty mountain hop” o “Four sticks” me recuerdan su primera época; “Going to California” es una decente ejecución acústica, y el cierre con “When the levee breaks”, oida ahora, parece anunciar lo que vendrá luego. Me sigue resultando cansina, un poco larga de más… pero seguro que es culpa mía por no comprender la grandeza de estos señores. En todo caso, insisto: es un disco soberbio, de lo mejor que se hizo en aquella época. 

Y ya que hemos comenzado dando la bienvenida a Chrysalis, ese nuevo sello discográfico, el próximo día trataremos de echar un ojo en la sala de máquinas, a ver qué se está cociendo allí. Qué nervios… 




lunes, 2 de diciembre de 2013

1971 (V)


De la escuela psicodélica isleña, es decir, la promoción del 67, quedan en activo tres grandes bandas. Por orden de aparición la primera en visitarnos fue Pink Floyd; y ahora vienen las otras dos, integrantes destacadas de mi santoral particular: Traffic y Family. Pero no se preocupen, no soy mitómano y mi pasión es contenida… más o menos. Cuando el género pasó de moda, cada una siguió su propio camino: los Floyd se abonaron hace tiempo al estilo lánguido rarito, mientras que Traffic es ahora una banda muy cercana al jazz rock suave y Family se encuentran en un frondoso cruce entre rock progresivo y hard con algunos ramalazos de jazz y folk. 

Traffic, metidos ya de lleno en su segunda reencarnación y con Steve Winwood dirigiendo la travesía, han roto completamente con el esquema psicodélico hippy de su primera época dejando fijadas las bases de su nuevo sonido en “John Barleycorn”, la maravilla del año pasado: salvo alguna balada de por medio, oiremos piezas de estructura jazzy revestidas por melodías de tono negroide en las que la voz aniñada de Stevie se luce como ninguna otra en la Isla. Y para desarrollar con propiedad ese sonido hay que aumentar el personal, ya que el trío Winwood – Capaldi – Wood es suficiente en las grabaciones pero no en directo: Chris Wood podrá dedicarse exclusivamente a su especialidad, que es atacar flautas y saxos, gracias a que Winwood ha traído a Ric Grech. Sí, el fantástico bajista (y violinista) que figura en los dos primeros discos de Family, a quienes abandonó sin aviso previo para integrarse en aquella supuesta Arcadia que iba a ser Blind Faith: Stevie, que también cayó en ese espejismo y luego lo acompañó en la Air Force de Ginger Baker, lo ha rescatado para Traffic. Bueno, olvidaremos la traición a Family (pero te tenemos marcado, Ric. No vuelvas a pasarte de listo). Hay también un considerable refuerzo en la percusión: por si la batería de Jim Capaldi no fuese suficiente tendremos dos con el fichaje de Jim Gordon, que de su aparición como músico de estudio con Beach Boys o Byrds saltó a la banda de Delaney y Bonnie, luego a los Dominoes de Clapton, la banda de Cocker… en fin, un monstruo en lo suyo. Y el tono exótico lo pondrán los cueros de “Rebop” Kwaku Baah, natural de Ghana, que procede de la banda del legendario pianista Randy Weston. La cosa promete. 

Pero esa formación podría haber sido aún más memorable si no hubiese fallado (por tercera vez) el encaje de Dave Mason en la banda. A principios del verano, él y Winwood tratan de “aparcar sus diferencias” e intentarlo de nuevo, pero tal intento solo dura unas semanas: tras media docena de actuaciones Dave decide volver a los States, donde se desarrolla prácticamente toda su carrera. Justo por esa época la bendita Island Records pasará a ser distribuida en aquel país por Capitol, con lo cual termina su relación con United Artists: el sello yanki advierte a Traffic de que falta un disco por entregarles (su contrato específico era de cinco) y Winwood, para solventar la papeleta, decide que ese disco será un directo. Un directo confeccionado a toda prisa, ya que reune piezas de dos actuaciones en las que participó Mason poco antes, ninguna de ellas correspondiente a la nueva época del grupo. Lo que resulta es una mezcla con tres clásicas de los primeros Traffic (“Medicated goo”, “Forty thousand headmen” y “Dear Mr. Fantasy”), dos muestras del nuevo repertorio de Mason y una versión muy extendida de… “Gimme some lovin”. Sí, aquella canción con la que Stevie elevó a los cielos el nombre de la banda de Spencer Davis. El sonido es manifiestamente mejorable -casi podría parecer un pirata- y en la portada del disco no vemos el nombre de la banda, sino el de cada uno de los músicos que participan (pero los fans de Traffic ya sabíamos que lo primero ante la llegada de un nuevo disco de nuestros ídolos era buscar su logo, que andaría por alguna parte. Y andaba, claro que sí). De todos modos, esa vuelta al pasado es emocionante. Y el título, evocador: “Welcome to the canteen”. 

El nuevo disco en estudio ya estaba preparado antes de la publicación del directo, lo cual confirma que este había sido un mero compromiso: en Noviembre, justo un mes más tarde, llega a las tiendas “The low spark of high heeled boys”. Aquí es cuando muchos fans de la primera época se desencantan, ya que el camino iniciado en “John Barleycorn” no tiene vuelta atrás y de aquellos efluvios hippies sesenteros hemos pasado a un sonido dulce, ligero, etéreo a veces… tal vez un cruce entre smooth jazz (aunque a Winwood no le guste ese término) y las baladas con sonido atmosférico, acuoso, que a mí por lo menos me encantan. De estas últimas son buenos ejemplos “Hidden treasure” y “Rainmaker”, las dos delicias que abren y cierran el disco, respectivamente; “Rainmaker” sobre todo, con esa delicada línea de flauta que luce Wood, es una de mis preferidas. Y del tono jazzy su mejor representación es la que da título al disco, una pieza de doce minutos que se ha convertido en definitoria de los nuevos Traffic. Pero también hay alguna concesión al rock americano de medio tiempo, como en “Rock’n’ roll stew”, escrita por los recién llegados Grech y Gordon; o “Light up or leave me alone”, la clásica composición al estilo Capaldi, que además la canta. Y que va ganando protagonismo en el grupo, ya que la mayor parte del material está compuesto a medias entre Winwood y él. Ah, y la portada es muy curiosa: se busca una impresión visual de cubo, con dos aristas biseladas para reforzar esa imagen (un truco que repetirán en su próximo disco, con la misma funda interior que este). En cuanto a la percepción de los fans de la que hablaba antes, lamento informar de que a partir de ahora los discos de Traffic serán mucho más populares en los States que en la Isla: ese sonido pasa factura. 

Entre los seguidores de Family también hay un cierto grado de desencanto. Es muy difícil mantener el nivel alcanzado en sus tres primeros discos, distintos entre sí pero igual de brillantes, y parece que la creatividad comienza a flaquear. Entendámonos: la mayor parte de la obra de esta banda es sobresaliente; pero cuando uno se encuentra con esas tres joyas y las compara con lo que vino luego resulta inevitable pensar que algo se ha perdido. Por otra parte, las continuas idas y venidas de personal no ayudan: tras la espantada de Ric Grech llegó John Weider, ex bajista de la banda de Burdon, pero a mediados de este año se marchará para ser sustituido por John Wetton. El caso de Wetton nos indica sin embargo la alta consideración en que los músicos tienen a este grupo: inmediatamente después de abandonar a los infortunados Mogul Thrash recibe una oferta de los mismísimos King Crimson, pero la rechaza en favor de Family (aunque la oferta de Fripp seguirá en pie). La preocupación ya comenzó a finales del año pasado con “Anyway”, un disco que pretendía transcribir el espíritu del grupo en directo (tan distante, hasta poco antes, del estudio): algunas de sus piezas, escritas y desarrolladas en las giras, se muestran en proceso de ajuste en la cara A -en directo, efectivamente. Es un buen material aunque un tanto descontrolado, y el sonido no ayuda. La cara B, en estudio, ofrece las que ya están más desarrolladas pero son fáciles de imaginar ante un auditorio, ya que la producción es mucho menos “invasiva” que en sus primeros tiempos. En conjunto es una obra decente; magnífica, si fuese de otra banda. Pero de Family esperábamos más. 

La aparición, ya en este año, de “Fearless” confirma que prescinden de los grandes arreglos en favor de la simplicidad: es decir, buscan un sonido fácil de trasladar a los escenarios. Es una opción entendible, ya que su punto débil hasta el momento era precisamente ese (muchas de sus grandes canciones sonaban pobres en directo). Pero a pesar de la voz de Chapman y su poderío en escena, el asombroso nivel técnico del grupo y todo lo que ustedes quieran, sigo pensando que Family, como otros nombres divinos, llegó a serlo gracias al trabajo en estudio. Y aquí volvemos a la máxima de siempre: una actuación dura dos horas, un disco toda la vida. Ya sé que hay gente que prefiere la “verdad” del directo antes que la “mentira” del estudio, pero me da igual: a Family le exigimos mucho, y a pesar de su alucinógena presencia sobre las tablas pierden parte de su magia ahí arriba, como si fuesen un grupo más. El caso es que estamos otra vez ante un gran disco si fuese de otros, pero simplemente pasable para ellos... o tal vez la culpa sea nuestra, que estamos muy mal acostumbrados: no somos capaces de comprender que es imposible mantener el listón tan alto por mucho tiempo. De todos modos, “Fearless” comienza con otra clásica: “Between blue and me”, que podría parecer un ejercicio folky hasta que llega el típico crescendo que solo Family sabe hacer; y luego viene una sucesión de piezas a medio camino entre rock, jazz y folk, tan personales como siempre, con ese sonido único (“Take your partners”, “Blind”, “Spanish tide”…). Su audición es obligatoria, por supuesto. Pero falta algo… 

En fin, no soy el más indicado para comentar discos de bandas como estas dos, así que mejor les cedo a ustedes la palabra: seguro que serán más ecuánimes que yo. Mi devoción me pierde, lo reconozco. A ver si la próxima semana nos tocan cosas más normalitas. 


lunes, 25 de noviembre de 2013

1971 (IV)


Una vez que hemos dejado atrás a las dos bandas más “conflictivas” del momento, creo que hoy podremos despachar a otras dos sin muchos agobios de espacio. Se trata de los Kinks y Pink Floyd, representantes de dos estilos completamente distintos pero cuya valoración este año es muy parecida: aunque han de hacer frente al brillante recuerdo de los discos publicados el año anterior, salvan el expediente con dignidad. 

Los Kinks, reconozcámoslo, han perdido parte del gran poderío que tuvieron en los años 60, aunque en esta década nos sorprenderán de vez en cuando con algunas obras realmente notables. En 1971 andan muy ocupados, ya que se despiden de Pye -su sello de la era fulgente- con la entrega de la banda sonora para “Percy”, una comedia llevada al cine; fichan por la RCA, que les adelanta un millón de dólares por cinco discos en cinco años; con ese dinero fundan los estudios Konk (aunque de momento no grabarán allí) y… ufff… finalmente presentan el primero de esos cinco discos en el nuevo sello: “Muswell hillbillies”. Tanto trajín, aparentemente, no puede ser bueno; y sin embargo ambos trabajos merecen ser recordados. De la película ”Percy” no puedo decir nada porque no la he visto, pero no dudo que gran parte de su vena humorística se debe a lo estrafalario del guión: un tal Edwin pasea tranquilamente por la calle cuando de pronto le cae encima un fulano desnudo agarrado a una lámpara. Y la mala suerte del difunto (a saber qué estaría haciendo en casa) es contagiosa, porque en la caida Edwin sufre la amputación de su miembro viril. Pero tranquilos: Edwin será el primer receptor de un trasplante de tal miembro, precisamente el miembro del que se ha caido por la ventana y que por lo visto gastaba un buen tallaje. Por cierto, Percy es el nombre que Edwin da a su nuevo adminículo. La risa está garantizada, supongo. 

Nuestros amigos no se complican la vida ante un guión como ese, y salvo por algunas piezas intrumentales y arreglos de orquesta, gran parte de la banda sonora podría figurar perfectamente en cualquier obra contemporánea del grupo: “God’s children”, “Animals in the zoo” o “Dreams” llevan su sello. Y hay también algunas piezas de estilo americano, como el blues instrumental “Completely” o el country “Willesden Green” cantado por John Dalton, el bajista, que luce una voz muy a lo Elvis. Ah, y una curiosa versión instrumental de “Lola”, muy agradable… pero el disco pasó casi desapercibido, tal vez porque la idea de “banda sonora” parece que ahuyenta a los fans de la música popular. Que por supuesto prestarán mucha más atención a “Muswell hillbillies”, el primer disco de los Kinks en la RCA, y que llega a las tiendas a finales de Noviembre; un disco que para empezar ha de enfrentarse con la estela de su predecesor, “Lola versus powerman…”, que ha quedado como uno de los más memorables del grupo. La tarea se antoja complicada. 

En la carrera de los hermanos Davies y compañía las letras han tenido una gran importancia, especialmente por su carga social, y este es uno de los mejores ejemplos: el pelotazo del ladrillo se está llevando por delante aquellas encantadoras casitas con jardín diminuto que disfrutaba la clase obrera en los alrededores de la City, especialmente en los barrios del norte; y uno de ellos es Muswell Hill, el barrio de toda la vida para Ray y Dave, un “anacronismo victoriano” según dicen los señores del cemento. Todos los que ya tenemos una edad y hemos visto caer muchos “anacronismos” podemos entender perfectamente a los Davies, creo yo. Ray se muestra muy afectado por una modernidad a toda marcha que le supera, que no acepta, y lo refleja muy bien en “20th Century man”, la pieza que abre el disco además de ser la cara A de su nuevo single: otra de esas canciones inolvidables en la historia de los Kinks, como lo es “Acute schizophrenia paranoia blues”, que con ese título se define sola. Y el disco sigue fluyendo con recordatorios al music hall (“Holiday” o “Alcohol”) o cruces entre country, folk, bluegrass y rock que a veces recuerdan vagamente a los Stones. En resumen tenemos otro buen disco para llevar a casa, a pesar de que como dije arriba el recuerdo de “Lola” no le hace ningún favor y sus ventas fueron modestas; aunque parece que de un tiempo a esta parte comienza a ser reconocido: tal vez las nuevas generaciones sepan verlo de otro modo. 

Y ahora los Floyd, que viven una extraña contradicción. “Atom heart mother”, publicado el año anterior, ha sido su mayor éxito hasta entonces, pero no se sienten satisfechos en absoluto: según ellos, fue un disco de compromiso que les gustaría olvidar. Y no solo eso, sino que además se muestran en desacuerdo con Norman Smith, el productor que los ha acompañado desde el principio de su carrera. La consecuencia será que ellos mismos producirán personalmente sus discos a partir de ahora y por mucho tiempo. En cierto modo se sienten agobiados por culpa de las giras continuas que les impiden centrarse y elaborar nuevo material, sobre el que tampoco tienen ideas claras. Esa situación es la que explica el largo proceso de creación de “Meddle”, su nuevo disco, ya que las primeras sesiones comienzan a principios de 1971 pero no lo tendrán rematado hasta Agosto: entre gira y gira, se echan horas desarrollando acordes que luego desechan para volver a empezar. Sin embargo los Floyd tienen un sonido muy determinado, un estilo claro que, guste o no, será permanente. Y eso simplifica mucho las cosas: son los reyes del progresivo/depresivo, de los lánguidos desarrollos, del tono somnoliento que hizo decir a alguien, hace muchos años, que “Pink Floyd hace música para yonkis”. Bueno, tal vez habría que matizar semejante frase, aunque… 

Al final, de estudio en estudio, hora tras hora, van creando el armazón de unas cuantas piezas, suficientes para completar “Meddle”. La gran diferencia con su predecesor es que han abandonado los sonidos orquestales que dan a “Atom heart mother” su tono épico en favor de una mayor simplicidad, recurriendo únicamente a sus instrumentos y a la inclusión de algunos sonidos inesperados pero procedentes del mundo real (un truco que van a emplear a partir de ahora con bastante frecuencia). La cara A se abre con una de mis preferidas (aún hoy): “One of these days”, un desarrollo instrumental en el que el bajo de Waters surge a través de la ventisca y nos lleva de paseo con un escala obsesiva en la que irrumpe ocasionalmente el órgano acompañado por un platillo grabado al revés; luego la cosa se va complicando. A continuación vienen tres canciones muy Floyd, con algunas escalas imaginativas y ese tono derrengado con la triste voz de Waters que tanto gusta a sus fans (la languidez que he dicho antes). Ah, y la cara termina con “Seamus”, una especie de blues con guitarra acústica, armónica y piano, todo sonando muy apagado, casi en la onda Stones cuando van de bajada… en la compañía de un perro y sus gruñidos. Y al darle la vuelta al disco encontramos otra de las piezas de culto de este grupo: “Echoes”, que ocupa toda la cara B. Comienza con un “ping” repetitivo que tantas veces hemos oido en las películas de submarinos y luego viene un desarrollo bastante bien planteado aunque demasiado largo (más de veinte minutos), con algunas fases que a mí ya me aburrían por entonces. En conjunto, estamos ante otro de los discos más alabados por los fans de pata negra, esos que consideran que la época dorada de los Floyd termina con “Dark side of the moon”. Y no seré yo quien les lleve la contraria, aunque tampoco me importa mucho este tipo de discusiones. 

Seguiremos informando. Y perdón por esta despedida tan lacónica, pero para redactar estas entradas antes he de dar un repaso a los discos; en la zona más polvorienta de mi colección andan los Floyd, y ya se pueden imaginar el porqué: con todo el respeto debido a sus fans, estos señores me cansan mucho. Creo que, de las bandas grandes, es de las que peor ha soportado el paso del tiempo... pero no me hagan mucho caso. Será la edad. La mía, digo.


lunes, 18 de noviembre de 2013

1971 (III)


Siguiendo el escalafón y en abierto antagonismo con el estilo Stones, hoy nos toca recordar a una de las bandas más genuinamente british que ha dado la Isla: mis amados Who. Y sí, otra vez tengo que usar un post para un solo disco. Como sigan pasando cosas raras, me temo que de este año no salimos. Aunque el disco lo vale, por supuesto: dejando aparte mi implicación personal (en este local mando yo, y entre Stones y Who tengo muy clara la preferencia), creo que todo el mundo estará de acuerdo en que tanto unos como los otros se hallan en un gran momento. 

Y sin embargo habíamos dejado en 1970 a Peter Townshend absorto, con una empanada mental que ya estaba preocupando a sus amigos: de puertas afuera, la publicación del glorioso directo “Live at Leeds” había sido un magnífico recordatorio a los fans -y sobre todo a la prensa maledicente- de que el grupo estaba en plena forma, pero la espinosa afición de Pete por las obras conceptuales y la alargada sombra de “Tommy” lo tienen obsesionado. Ese proyecto Lifehouse en el que lleva más de un año trabajando choca con dificultades logísticas y la incomprensión del resto de la banda, que no acaba de entender con propiedad las implicaciones “metafísicas” del asunto. Y a este desencuentro se suma otro: lleva tiempo proyectando una versión para el cine de “Tommy”, pero no consigue un buen guión. Kit Lambert, que además de ser su productor fijo desde 1966 es también su manager, le ha proporcionado uno, pero a Pete no le gusta y lo desecha. Y entonces Kit se pasa de la raya: sin consultarle, intenta venderlo a la primera compañía cinematográfica que encuentre. Sus intenciones llegan a oidos de Pete, que ya está escamado además por la creciente adicción a la heroína que sufre el ahora traidor, y en consecuencia el grupo decide romper sus relaciones con él. Es una decisión dolorosa, aunque volverá para coproducir “Quadrophenia” (ya veremos si lo consigue), y mientras las cosas se serenan deciden contratar a Glyn Johns, uno de esos nombres mágicos del negocio musical isleño. Pete hace un último intento ante Stanley Kubrick, cuya odisea futurista “2001” se ha convertido en una biblia para nuestro amigo, pero Kubrick pasa de su oferta: la película “Tommy” tendrá que seguir esperando. Como ven, todo son desgracias. 

Esas desgracias llevan a Pete a una situación depresiva, rayando en la enfermedad mental. Pero entre las enseñanzas del amado maestro Meher Baba, su gurú de guardia, y algunas reuniones con el resto del grupo, parece que por fin entra en razón: el proyecto Lifehouse también queda suspendido hasta nuevo aviso. De ese proyecto hay piezas suficientes para, con un pequeño reciclaje, traspasarlas a un simple y humilde disco, como cualquier otro; que además, subrayando esa humildad, se titulará “Who’s next”. Johns revisa el material grabado meses antes en la Record Plant de Nueva York bajo la supervisión del despedido Lambert y decide que no es necesario efectuar muchos cambios: se encierra con el grupo en los londinenses Olympic Studios (que por entonces están muy solicitados) y en poco tiempo consiguen regrabar algunas piezas de lo que iba ser Lifehouse. Se acabó el problema. Bueno, también podemos añadir que este año Pete y su banda tienen algunos comportamientos similares a los de los Stones: comparten estudios de grabación y mala leche, ya que ese monolito sobre el que se alivian los cuatro es una venganza dirigida hacia Kubrick. Ah, y por supuesto se convertirá en otra leyenda del diseño gráfico, faltaría más. 

Pero vamos a la música, que es lo que importa: estamos ante otra de las obras cumbres de los Who sin discusión, con un gran avance en su sonido, que los hace definitivamente “mayores”. Dejando aparte las letras, de calidad pero lo suficientemente inconexas para evitar la idea de un disco conceptual (lo contrario de lo que se pretendía con Lifehouse, en la estela de “Tommy”), ya solo la apertura con “Baba O’Riley” sería suficiente para comprarlo; y no digo nada de “Won’t get fooled again”, que lo cierra y que a pesar de su degradación a manos de la serie esa de policías americanos listísimos sigue manteniendo su impresionante contundencia. Porque “impresionante contundencia” es quizá el mejor resumen para “Who’s next”, donde también encontramos las enérgicas “Bargain” o “My wife” (con trompetas y todo); e incluso en sus piezas más suaves como la magnífica “The song is over”, o esa preciosidad de medio tiempo titulada “Going Mobile”, o “Behind blue eyes”… En fin, otra vez tengo la ventaja de que todo el mundo las conoce, así que no hay necesidad de dar la brasa. Esa novedosa utilización de sintetizadores, por otra parte, redondea un sonido que será utilizado de nuevo en “Quadrophenia”, obra que podemos considerar como una evolución de “Who’s next”: los cimientos de ese doble legendario ya están aquí. 

Es necesario insistir en la benéfica influencia de Glyn Johns, un productor con un currículo que tumba de espaldas y que es en gran medida el creador del nuevo empaque de los Who, vitaminado, frontal, aunque figure “solamente” como coproductor junto a la banda. Porque, aun siendo cierto que las piezas originales de Lifehouse no muestran grandes diferencias con el resultado final, tienen otra "prestancia" que se debe a ese impresionante pero matizado “muro de sonido” que en cierto modo me recuerda el estilo de Phil Spector y que a los Who les sienta como anillo al dedo por la gran calidad instrumental que poseen. Por eso digo que la esencia musical de "Quadrophenia" nace en esta grabación, porque tanto su magnífica exuberancia como el tono general del sonido son su marca de fábrica a partir de ahora. Por otra parte, cuando ese momento llegue los Who figurarán también como coproductores: han descubierto que se gustan con su nueva contundencia. Y sus fans, no digamos. 

Pero hablaba antes de ciertas similitudes contemporáneas con los Stones, y algunas de ellas son igual de involuntarias gracias otra vez a la patriótica censura nacional: esa portada es asquerosa, al fuego con ella. Y Polydor no se toma tantas molestias como Hispavox: se busca una foto con el grupo en escena y ya está. Muy bien, muchachos… aunque, no sé, con esa portada el disco podría parecer un directo. Pero aún hay lugar para otro esperpento, porque alguien se equivoca, pone el negativo al revés y entonces resulta que España muestra al mundo el secreto mejor guardado en la historia del rock: los Who son zurdos. A que esto no lo sabían ustedes, ¿eh? Y no termina ahí el despropósito, porque del esperpento pasamos al destrozo: “Won’t get fooled again” tiene un tufillo revolucionario que no gusta nada a los señores de la censura; y “Love ain’t for keeping”, que no pasa de ser una simple insinuación, a ellos les parece pecaminosa. Polydor tampoco se molesta en rellenar esos huecos con algo, lo que sea, y pasa “My wife” de la cara A a la B para compensar los tiempos de cada una: quince minutos, más o menos. Casi era mejor que no lo hubiesen publicado. Eso sí, los coleccionistas foráneos -gente enferma- se relamen con esta nueva demostración de imaginería española, aunque sea una verdadera estafa. 

Bueno, pues ya tenemos despachados a los Who por este año. A ver si los demás grupos andan con menos jaleo y podemos aligerar el paso. 


lunes, 11 de noviembre de 2013

1971 (II)


Como ya saben ustedes en este local se respeta escrupulosamente la antigüedad, así que comenzaremos por la banda más veterana que sigue en activo: los Stones, claro. No suelo emplear un post para un solo disco (de ese modo no acabaríamos nunca), pero en este caso se hace necesario por la trascendencia que el año 1971 tiene para estos señores en varios frentes. Y por las “implicaciones españolas”, que las hay. 

Los Stones dan un salto “industrial”, por decirlo así: ha terminado su contrato con Decca tras entregar un último single titulado “Cocksucker blues”, sabiendo que su letra pornográfica hará imposible la publicación. Es su venganza por los últimos años en ese sello, donde han tenido que aguantar intromisiones tales como el cambio de portada en “Beggar’s banquet”, que ahora ya vemos en las frecuentes reediciones con la original: un retrete nauseabundo con las paredes llenas de grafitis. Poco después presentan en sociedad “Rolling Stones Records”, con su legendario logotipo de los labios y la lengua irreverente, un diseño de John Pasche inspirado en Kali (la Madre Terrible, diosa hindú de la destrucción de los enemigos: hay que tener mala leche), por el que cobró 250 libras: sí, los Stones son muy avaros. 

Desde que los Beatles crearon Apple, algunos de los grandes grupos parecen decididos a hacer lo mismo; tener sello propio es un signo de distinción, aunque en algunos casos será un fracaso comercial (como lo fue la propia Apple). Pero Jagger y sus socios han perdido plumas en ese vuelo, ya que también rompen su alianza con el pirata Allen Klein y entonces descubren que sus grabaciones con Decca no son suyas, sino de Klein: eso es lo que pasa por no leer la letra pequeña de los papeles que se firman. Tal descubrimiento los llevará a un larguísimo proceso judicial para recuperarlas; pero no hay mal que por bien no venga, al menos para Keith Richards: según sus palabras, ese fue “el precio de una enseñanza”, y a partir de ahora serán mucho más precavidos. Por otra parte también ellos hacen de las suyas, ya que como vimos el año pasado “Sticky fingers”, el título de su nuevo disco, fue robado a Mott The Hoople gracias a una indiscrección de su propio productor y factótum, el gran Guy Stevens. Quién sabe, tal vez Stevens trataba de ganar puntos ante los Stones, aunque estén viviendo su época dorada con Jimmy Miller. 

“Sticky fingers” es un nuevo hito en la asociación Stones-Miller, y de los más sonados: aun siendo muy difícil elegir un solo disco de esa época, no hay duda de que este fue el más popular para el oyente medio. Claro que la portada también ayuda, puesto que tras algunas dudas iniciales se la han encargado a Andy Warhol nada menos. Ese pantalón vaquero con cremallera metálica, de las buenas, incita a abrirlo inmediatamente, sea el comprador del sexo que sea… y claro, tras ella hay una sugerente prenda interior abultada con el sello de Andy a modo de marca comercial. Como era de esperar, mucha gente se lo compra sin oirlo, consciente de estar ante una obra de arte, una de esas portadas que forman parte de la Historia del diseño gráfico. En cuanto a la música, y bajo el punto de vista comercial, la táctica es de libro: un cañonazo abriendo cada cara, y el resto a gran nivel. “Brown sugar” y “Bitch”, esos dos cañonazos, han quedado en el imaginario colectivo como representantes destacadas del momento de gloria que viven los Stones. Tan sobrados van que, pudiendo aprovecharlas como caras A para dos singles, las publican juntas en uno solo: eso denota poderío, sin duda alguna. Pero también tenemos “Can’t you hear me knocking”, otra clásica, con su primera fase “tarareable” y un largo desarrollo posterior que no la hace cansina a pesar de un total de siete minutos. Y luego las clásicas incursiones en el blues “coral” como “Sway”, o acercamientos al country como “Wild horses” -ambas formaron parte de un segundo single. 

En fin, qué les voy a contar sobre esas canciones. Estamos ante una banda que mantiene un estilo puramente americano, y de cuyas letras conflictivas (sexo, drogas y rock and roll) es un buen ejemplo “Sister morphine”: escrita a medias entre Jagger, Richards y Marianne Faithfull, fue publicada por ella en 1969 y luego se incluyó la versión Stone en este disco. La música es un poco aletargada, como corresponde a tal droga, con guitarra slide a cargo de Ry Cooder y los arreglos de teclado suministrados por Jack Nitzsche, y la letra es el lamento de un moribundo hospitalizado que aguarda su dosis para olvidar el dolor (“Por favor, hermana morfina, cambia mis pesadillas por sueños”). O también… “Dulce prima cocaína, deposita tu cálida mano sobre mi cabeza”. Aquello, para la vigilante censura española, era demasiado; y como consecuencia, aquí fue sustituida por una versión en directo de “Let it rock”: una chapuza muy de la época, que rompe la unidad de disco de estudio. 

Pero la portada también entró en el lote: en nuestro país vemos unos “dedos pringosos” emergiendo de una lata de melaza, en una interpretación alternativa que Hispavox (la distribuidora española) solicita a Rolling Stones Records ante la imposibilidad de publicar la impúdica portada original. Y eso que la Censura no conocía la verdadera intención de Warhol: los dedos pringosos, aunque no aparezcan en dicha portada, probablemente proceden de turbios manejos previos en el interior. Claro que tampoco se enteró, por ejemplo, del mensaje de “Brown sugar”, que no tiene nada que ver con la droga sino con, otra vez, más sexo: esas esclavas negras que llegan en los barcos para trabajar en los campos de algodón, ese azúcar moreno de su piel, esos amos blancos relamiéndose… ya ven ustedes que nuestros queridos censores a veces daban palos de ciego; y a nosotros nos obligaban a buscar las copias extranjeras, aunque por otra parte la edición española se convirtió en una de las piezas más cotizadas por los coleccionistas (y este no será el único caso, ya lo verán). En cierto modo, aquella época tenía su gracia. Un poco siniestra, pero… 

Y ya está bien de tanto rollo con los Stones, un rollo que por otra parte ya conoce todo el mundo. A ver la semana que viene con qué nos encontramos. 


lunes, 4 de noviembre de 2013

1971 (I)


Los grandes imperios siempre han tenido épocas apacibles, tranquilas, en las que parece que todo va como la seda, y ese es el caso de Su Majestad El Rock Isleño en el trienio 70-72: en apariencia, su salud es inmejorable. De todas las bandas que militan en la Primera División tan solo Free y Family muestran síntomas de debilidad, y en todo caso el pop parece haber sido exterminado salvo pequeños reductos a los que ya la prensa musical “seria” se encarga de desprestigiar. Así pues, sin enemigos a la vista, el rock machote en sus variantes hard y heavy sigue su marcha triunfal, y lo mismo pasa con el progresivo; al igual que el folk, aunque juegue en otra liga. Las casas discográficas gastan cada vez más dinero en productores estrella, contratos revisados al alza, una exorbitante cantidad de horas de estudio para las “obras maestras” y cualquier otro capricho que se les ocurra a los consagrados, aparte de fuertes inversiones en promoción y sobornos a prensa y radio. Pero por lo general, salvo algunos fiascos, les compensa: las cifras de ventas de los grandes nombres, tanto en la Isla como en el resto del mundo, son apabullantes. 

Así que de momento la máquina funciona. A nadie se le ocurre todavía pensar en el peligro de la elefantiasis. Y sin embargo, bajando a ras de suelo, las cosas no son tan sencillas: los grupos que realmente venden grandes cantidades no pasan de una docena, repartida en tres o cuatro sellos. Por tanto, si uno de esos grupos falla se resentirá mucho la cuenta de resultados. La industria se está volviendo muy acomodada, y esa actitud parece haber hecho mella en la afición: las nuevas bandas que descubren los ojeadores suelen ser, salvo raras excepciones, réplicas más o menos ajustadas al estilo impuesto por las grandes. Esto explica el hecho de que si nos ponemos a bucear entre las grabaciones de tercera o cuarta fila, entre esos discos que ahora se pagan a altos precios en el mercado del coleccionismo porque en su época pasaron desapercibidos en las tiendas, lo que encontramos no son variantes extrañas ni mezclas alocadas de géneros, sino más bien pequeñas sombras de la grandeza de otros: algún disco psicodélico (es decir, fuera de tiempo) con una o dos buenas canciones y el resto prescindible, mucho hard rock progresivo sin inventiva y fotocopìas de las bandas más cañeras como Led Zeppelin o Deep Purple. A diferencia de los años 60, la creatividad es ahora patrimonio de muy pocos. Y esos pocos no son nuevos, sino que vienen de la década anterior. Los sellos grandes, los que más dinero mueven y por tanto más arriesgan, se han dado cuenta de que no hay, de momento, sangre fresca que muestre vitalidad y perspectivas de futuro. De quién es la culpa poco les importa, pero la situación parece estancada y lo mejor es seguir el ejemplo de Ignacio de Loyola: en tiempo de desolación no hacer mudanza. Y ustedes dirán ¿desolación? ¡No será para tanto! 

Bueno, tal vez exagero un poco. Pero ellos tienen sus propios datos, y lo suyo es el corto plazo; en esos sellos hay economistas, y saben que el futuro se presenta nuboso. Poco después de la II Guerra Mundial se inicia la época de mayor crecimiento en la historia de occidente, una época que alcanza su cumbre en los años 60: el famoso Estado del Bienestar, por el que tanto se teme ahora, comenzó ahí. Sin embargo, a principios de la nueva década los problemas se hacen evidentes: la inflación, que comienza a dispararse en 1969-70, estará completamente desbocada dos años después a causa de unos salarios muy elevados para unos trabajadores cuya productividad es baja en una industria que además se resiente por unos esquemas atrasados y muy poco competitivos frente a Europa. Esa situación forzará a Edward Heath (¡un conservador!) a ingresar a la orgullosa y displicente Britania en el Mercado Común en 1973, a pesar de que aún en ese momento la tasa de paro es muy baja. Él sabe que esa tasa subirá pronto, que la economía británica ya lleva en realidad varios años enferma, con un ritmo de crecimiento muy inferior a la francesa o la alemana (lo cual había llevado a la devaluación de la libra en 1967), y que esa enfermedad se oculta tras el espejismo del ladrillo: sí señores, también allí. Los mensajes de pánico ya comienzan a oirse. Por otra parte tenemos la cuestión “existencial”, de la que ya hemos hablado otras veces: la decepción generacional ante el hecho de que nada había cambiado realmente tras una época de luces y colores que ellos creyeron definitiva, hace caer la autoestima e inunda las calles de la droga perfecta para un tiempo como ese: la heroína. 

Pero también hay señales de aliento: este año es el de la entronización del glam, un fenómeno musical de orígenes “bastardos” que con el paso del tiempo hará mucho bien, ya que será el puente entre los grupos dinosaurio de esta época y la revolución de mediados de los 70, cuando los músicos jóvenes vuelvan a los orígenes del rock and roll, el garaje y el pop para crear el punk y la new wave. De momento los comentaristas los ningunean salvo en el respeto debido a David Bowie, cuya fama es ya tan grande que han de someterse al veredicto popular, y en menor medida Marc Bolan, que al frente de T. Rex consigue también llegar a ser un fenómeno de masas. Pero hasta ahí: los demás son considerados como un subproducto para adolescentes, una imperfección en la tersa lisura que de momento luce la piel del Rock Grandioso. Sí, pero cuidado con los granos: a ver si al final va a resultar que es un tumor. 

De todos modos, a los aficionados inconscientes como el que esto escribe nos da igual: sic transit gloria mundi. Nosotros de momento daremos un repaso a lo más florido de la oferta anual, y si luego las cosas se tuercen que nos quiten lo bailado. O que nos quiten los discos, que al final es lo que cuenta. 


lunes, 28 de octubre de 2013

Lou


Lewis Allan Reed (1942-2013)

 “Cuando conocí a Lou, él trabajaba como compositor para una casa discográfica. Me interpretó algunas canciones, pero no me parecieron originales ni interesantes: eran del mismo tipo de las que se oían en la radio. Luego tocó otras que, según él, no pensaba publicar. La primera fue “Heroin”, y me dejó hecho polvo. Tanto la letra como la música eran contundentes, indecentes. Es más: esas canciones no podían plasmar mejor mi concepto de la música”. 
John Cale 

Bienvenido, Lou. Menudo año llevamos, ¿eh? Vaya por delante que no estaba deseando que vinieras, como no lo deseo de nadie; pero comprenderás que, en tu caso, tanta longevidad resultaba casi antinatural. “Soy un triunfo de la medicina moderna”, dijiste en Mayo, cuando te hicieron el trasplante de hígado, pero ya tu señora reconocía que la cosa había ido por los pelos. Y al final resulta que has tenido una muerte “decente”, cuarenta años después de aquella época en la que se te dio por muerto tantas veces. Porque hay que reconocerlo: tanto la prensa como los mitómanos “deseaban” secretamente para ti uno de esos finales de fiesta tan propios del rock, y tú lo sabías. Con tu leyenda, y aunque no se te pudiese incluir en el club de los 27, si hubieras desaparecido tras la grabación de “Berlin” tal vez oscurecieses al mismísimo Hendrix, o a Janis… o a Jim Morrison, al que detestabas. Ah, y que te quede claro que yo no estoy entre los que fantaseaban con esa idea, ¿eh? Tengo en gran estima tu carrera en la Velvet, cómo no, y tus primeros discos en solitario; eres uno de los más egregios nombres de la Nómina Fantástica, pero nunca me he sentido cercano a ti en lo personal. Aunque en aquella época te admirábamos por tu pose, tu estética, por haber roto todos los tabúes (y más a los ojos de un español, con el atraso que llevábamos), no eres mi tipo, por decirlo así. 

De todos modos, te entendemos: cualquier psicólogo explicaría tu caso recurriendo a tu adolescencia y la cruda relación con tu padre, un hombre de orden, judío, que se asusta ante tu afición por el rock and roll y te pone en manos de un loquero para que te achicharre un poco a base de electroshocks. Es de suponer que algo así tiene que ser un recuerdo imborrable, aunque “esa experiencia”, dijiste luego, “acrecentó mi interés por la electricidad”. Mmmm… ahí ya vemos un cierto tono cáustico, que te marcaría para siempre. Y aunque te viste forzado a volver a casa varias veces, cuando las cosas no iban bien por tus flojitas composiciones para Pickwick Records (covers y poco más) y en otras épocas posteriores, no quiero imaginarme la tensión que debió de flotar en el ambiente. Tensión eléctrica, y perdona el chiste. Pero en fin, tus años de universidad fueron relativamente tranquilos, y provechosos además: en una universidad cara y de moral rígida como lo era la de Syracuse, donde los ricos mandaban a sus cachorros para ver de suavizarlos un poco, conociste a Sterling; y a Delmore Schwartz, el profesor poeta esquizofrénico y alcohólico que os enganchó inmediatamente, como era de esperar. Y aunque Delmore, en su locura, se apartó de vosotros creyendo que erais espías de Nelson Rockefeller -empeñado, según él, en impedir su divorcio-, la semilla ya estaba puesta: “las letras del rock and roll son una estupidez”, decía vuestro profesor, y esa frase te la tomaste muy en serio. Tú intentaste, desde entonces, darle mayor altura a esas letras, hacer verdaderos poemas, ser un intelectual del rock and roll... aunque por si acaso no le metiste muchas palabras a “European son”, la canción que le dedicaste luego. 

Y en 1965 Sterling te presenta a su colega John, que con su bagaje te deslumbró también: un galés con recia formación clásica, discípulo de LaMonte Young y John Cage, instrumentista de viola y piano, que ha llegado a Nueva York con la beca Leonard Bernstein pero al que pronto echan del Conservatorio por sus “incorregibles tendencias destructivas”. Y poco después encontráis un libro tirado en la calle, un libro que se titula “El Subterráneo de Terciopelo”, que se anuncia como “un documento sobre la corrupción sexual de nuestra era”, un librejo de la más baja estofa -sadomasoquismo barato- pero cuyo título os engancha: ya tenéis nombre para la banda. Y a finales de ese año se marcha vuesto batería oficial, el curioso Angus MacLise, un fanático de las filosofías orientales que repudia el dinero y que os abandona porque habéis conseguido vuestro primer concierto como teloneros y os van a pagar 75 dólares: “¡Os habéis vendido!” clama furioso mientras da el portazo. Y entonces aparece Maureen, el “personaje inexplicable” del grupo, una muchacha que estaba haciendo agujeros en las tarjetas de memoria que por entonces alimentaban las computadoras y que en ratos libres tocaba la batería... Pero en fin, era hermana de un amigo del colegio, y parecía buena chica. Y luego os circunda una pandilla estrafalaria, y la cosa llega a oidos de Andy Warhol, y… 

Más tarde, cuando abandonas la Velvet y sigues solo, el mito crece. Tanto en lo musical como en lo estético eres uno de los santones para el arrobado David Bowie, y eso es decir mucho. No me extraña que produjese “amorosamente”, como dice Manrique, esa joya cósmica titulada “Transformer”, y menos aún que la etapa berlinesa de David fuese inspirada en tu siguiente disco: para mí fueron las dos obras cumbre de tu carrera. Luego ya viene la época de grabaciones irregulares -algunas muy buenas y otras como “Metal machine music” incomprensibles salvo para ti-, salpicadas de noticias sobre tu peligroso modo de vivir la vida. Y mucho después, siempre deseoso de que se reconociese tu vocación literaria, comienzas a meterte en ese mundo. Pero también accediste a un brindis por los viejos tiempos, con aquellas actuaciones parisinas de los cuatro Velvet que dieron a luz un magnífico disco hace ahora veinte años… o te enrolaste en esas grabaciones impensables con Metallica, que todavía hoy no entendemos muy bien. Y siempre, tanto en la vida diaria como en las entrevistas, esa pose chuleta, displicente, medio paranoica, que tal vez usaste como medio de defensa y que te distanciaba del mundo plebeyo. 

Pero en fin, cada uno elige su personaje y el tuyo es tan válido como cualquier otro. Por otra parte, insisto, en tu tiempo de esplendor enfermizo, de gloria infecciosa, fuiste un verdadero tótem. Y eso hay que reconocértelo. Así que te has ganado tu sitio en la Historia del rock, un sitio muy destacado, muy apropiado para el espíritu de esa música: el corruptor, el degenerado, el inmoral… vamos, lo que viene siendo la "esencia ética" del género a los ojos de la gente formal. Gracias, Lou. Siempre es necesario alguien así en este negocio. 



ACLARACIÓN TARDÍA.

Don José Fernández, en su comentario, me ha hecho recapacitar sobre un asunto en el que yo debería haberles ofrecido la posibilidad de elegir: me refiero a la famosa historia de los electroshocks. Hay dos versiones, y la más popular no es la que se cita aquí. Lou dijo repetidamente, en sus años locos, que sus padres lo habían sometido a esas sesiones para curar su pulsión bisexual (y es sobradamente conocido que la tenía, al menos en esa época). Sin embargo, después la negó. ¿Cuándo dijo la verdad y cuándo mintió? Los que tratan de aferrarse a esa versión citan como prueba la letra de “Kill your sons”, que no nos aclara absolutamente nada salvo que esas sesiones existieron. Y evidentemente, por tener más “glamour”, esa es la versión más popular, la clásica en Internet.

Yo me he ceñido en este asunto a lo que dice Ignacio Juliá en su libro “Feed-back: La leyenda de Velvet Undergound”, ya que Juliá es un fan y profundo conocedor del grupo. Los padres de Lou, cuando este anda sobre los doce años, le asignan un profesor de piano; pero pronto se aficiona a los discos de rock and roll y, siguiendo textualmente la descripción de Juliá, “en la escuela forma parte de algunos grupos, lo que molesta profundamente a sus progenitores, quienes, viendo lo raro que era el muchacho, le ponen en manos de un psiquiatra que inmediatamente recomienda una saludable sesión de electro-shocks para combatir su alienación quinceañera”. 

Ah, y en otras páginas de Internet he leído “lobotomía”, que no tiene nada que ver con “electroshock”. En todo caso, mea culpa: hay las dos versiones, y ahora elijan ustedes la que prefieran. Me temo que, a estas alturas, nunca sabremos cuál es la verdadera, aunque tampoco importa mucho: Lou siguió a lo suyo, en ambos casos.