lunes, 25 de marzo de 2013

España: la travesía del desierto (II)


La radio, la divina radio, es uno de los protagonistas principales en cualquier historia musical de los años 50, 60 y 70 como mínimo. Y en el caso de países con escasos recursos económicos, como España, ese protagonismo es decisivo. Llevamos unos cuantos años en los que las historias sobre aquella época conceden gran importancia a los festivales, tanto nacionales como extranjeros: Benidorm, San Remo, Eurovisión. Es evidente que ahí se lucían los solistas de prestigio, cuyas canciones alcanzaban un enorme grado de popularidad, y España no fue ajena a esa preponderancia del nombre propio de la que ya hemos hablado en otras ocasiones. Pero el caso de los nacientes grupos fue muy distinto: salvo algunas excepciones no era frecuente verlos en ese tipo de espectáculos, y por otra parte el Régimen se mostraba más suspicaz con ellos que con los solistas. Algunos historiadores, con mejor voluntad que otra cosa, citan extasiados los conciertos mañaneros de los domingos en el Circo Price Hall (entre finales de 1962 y principios del 64) o los que hubo en el Palacio de los Deportes de Madrid y Barcelona; y nadie niega que tales eventos estuvieron muy bien… para los habitantes de dichas ciudades y sus cercanías. Tampoco se puede negar que gracias a ellos creció la afición en esas zonas afortunadas y que tal crecimiento se substanció en el origen de nuevos grupos. Sin embargo muy rara vez fueron retransmitidos, y por lo tanto ¿creen ustedes que aquellas legendarias celebraciones podían importar a los fans de Huelva, de Pamplona, de Orense? Evidentemente, no. Mientras no haya grupos grandes que comiencen a hacer giras por todo el país, un concierto es algo inimaginable para los aficionados de provincias. 

Pero la radio es otra cosa. La radio es igualitaria, masiva, puede llegar a todas partes. De sobra lo sabían los abuelos y padres, las generaciones de la guerra y posguerra. En la mayor parte de las casas había una radio, que presentaba dos opciones: onda media y onda corta. La onda media les servía para oír las cadenas nacionales, con sus noticieros censurados y manipulados por la propaganda del Régimen; mientras que la onda corta, de alcance infinito, era un vergel donde buscaban las emisiones en español de la BBC o Radio París -por no hablar de las proclamas incendiarias de Radio España Independiente, la famosa “Pirenaica”, que fue creada por el Partido Comunista, comenzó emitiendo desde Moscú y luego se asentó en Bucarest. El deporte nacional, para ese tipo de oyentes, era contrastar lo que decían los de aquí con lo que decían los de fuera, a pesar de que a veces la audición era defectuosa por las interferencias de sonido con las que los esbirros policiales del Régimen trataban de sabotearlas. Y resultaba un juego muy divertido; siniestro a veces, pero divertido. 

Algunos mozalbetes de la nueva generación se dieron cuenta de que, cuando sus progenitores saltaban de una emisora en busca de otra, por el camino se oían a veces unos extraños ruiditos y algunas músicas fantasmagóricas no codificables por su corto entendimiento… músicas inauditas (es decir, nunca oídas). Y descubrieron pronto las posibilidades alternativas de la onda corta: hasta bien pasado el primer quinquenio de los años 60 y salvo muy honrosas excepciones, la onda media en provincias estaba pensada para los adoradores de la copla andaluza y similares, las músicas regionales y todo el extenso abanico de sones importados de Hispanoamérica (tangos, corridos, boleros, etc). Conste que digo esto con el mayor respeto, pero comprenderán ustedes que esos mozalbetes, por muy provincianos que fueran, buscaban otras cosas. Y esas otras cosas estaban en la onda corta: la propia BBC y sobre todo Radio Luxemburgo, además de otras que no recuerdo, nos embobaban con aquellas músicas raras cantadas y presentadas en inglés, idioma cuyo desconocimiento aumentaba el carácter mítico de lo que oíamos. Decididamente, aquello era otro mundo. Y si algunos de esos mozalbetes, llegados al Bachillerato, eligieron estudiar inglés en una época en la que el francés era con mucho el idioma mayoritario en España, ya se pueden imaginar el porqué. 

De todos modos, a principios de la década ya hay emisoras nacionales que se arriesgan a ceder una parte de su tiempo de programación a esas extrañas músicas que comienzan a causar furor incluso en esta tierra, aunque en sus primeros años hubo una mezcla embarullada de estilos que te llevaban de Torrebruno a Elvis o de los Beatles a Edith Piaf con toda desenvoltura. Pero pronto se hacen famosos algunos nombres que, con el carácter de pioneros, pasan a la historia de la radio musical. La cadena más importante en aquel momento fue la SER: en ella destacaron Raúl Matas, el hispano chileno que trabajó tanto aquí como allá, tanto en la radio como en la televisión; Joaquín Soler Serrano desde Radio Barcelona o Tomás Martín Blanco, creador de “El Gran Musical”, precedente de “Los 40 Principales”. Las emisoras de la Iglesia (sí, de la Iglesia), tal vez por los aires procedentes del Concilio Vaticano II, también se mostraron muy activas; y la prueba de ello es la creación de la COPE, que a pesar de sus rosarios era mucho más avanzada en aquellos tiempos que ahora: entre sus inolvidables personajes musicales se halla el gran Enrique Ginés. Hay otros cuantos que merecen el mismo reconocimiento que estos, pero la lista sería un poco larga y ociosa. Salvo por uno que con el tiempo destacó sobre todos los demás y ha quedado en la memoria como el icono definitivo del medio radiofónico español: Ángel Álvarez. 

El señor Álvarez no es solamente un pionero: es de los pocos que estuvo ante el micro casi hasta su muerte, en 2004. Fue de los primeros también en cambiar de profesión, al estilo americano, cuando en España si tenías un buen trabajo no lo soltabas hasta jubilarte. Y menudo trabajo tenía este señor: con título de aviador militar y civil, comenzó como radiotelegrafista de a bordo en la compañía Iberia, preferentemente en la línea Madrid – Nueva York. Un trabajo que le permitía, en los años 40 y 50, viajar regularmente a esa ciudad y traerse sus buenos lotes de discos. Eso, en la España de la época, era como vivir en un cuento de hadas. Pero cuando ya era jefe de comunicaciones de vuelo, comenzó a compaginar esa profesión con su verdadera devoción: la música. Y tras unos escarceos en la Panamerican Radio (donde organizó un hit parade para las emisoras de Tánger y el norte de Marruecos, que tiene coña la cosa), llegó en 1960 a “La Voz de Madrid”, de la Red de Emisoras del Movimiento. No se asusten: a pesar de tan ominoso nombre, fue esa red la que el año anterior había creado el Festival de Benidorm, sin ir más lejos. Lo más admirable del asunto es que ya no era un chaval, puesto que pasaba de los cuarenta años en ese momento. Pero ya ven, la pasión no tiene edad. Y, después de tres años en esa cadena, donde comenzó a labrarse una fama con “Caravana musical”, pasó a Radio Peninsular (dependiente de la RNE). Ahí comienza su legendario programa “Vuelo 605”, con el que a través de varios cambios de emisoras se mantuvo al frente hasta el final de su vida. Pero también hubo una época en la que compaginó esa actividad con la presentación de festivales de rock and roll en el cine Consulado de Madrid, al más puro estilo de Alan Freed. En resumen: el señor Álvarez fue el más grande. Es cierto que su afición se concretaba casi exclusivamente en los géneros americanos, pero de eso nadie sabía más que él. 

También a la radio deben muchos músicos de la época su mejor o peor suerte: algunos como Miguel Rios, El Dúo Dinámico o Bruno Lomas se hicieron conocidos gracias a ellas, incluso antes de haber grabado un solo disco, por medio de programas en directo al estilo festival que, estos sí, fueron realmente populares en media España. Un buen ejemplo, sobre todo en el caso del Dúo Dinámico, fue “Europa Musical”, dirigido por Luis Arribas Castro (“Don Pollo”) desde Radio España de Barcelona, donde ellos y muchos otros se dieron a conocer. Por otra parte, fue precisamente gracias a esos festivales radiados que comenzaron las actuaciones en los palacios de deportes o en cualquier otro sitio: antes de que eso ocurriese, antes de que los hermanos Nieto creasen las matinales del Price, ya estaba Raúl Matas animando el cotarro en “Discomanía”, o el propio Don Pollo. Ambos personajes, como otros, habían comenzado con el formato de festival a finales de los años 50. Así que a cada uno lo suyo. 

Hala, ya me he quedado a gusto. Calculo que con el próximo rollo terminaremos de situar la época y nos pondremos a lo que realmente cuenta: la música ratonera. Mientras tanto, espero que sabrán disfrutar de esta santa semana profundizando y enriqueciendo sus convicciones religiosas. Ah, y disfruten de las sagradas procesiones patrias; que, según dicen, van a estar pasadas por agua. Pero eso son simples molestias: la fe es irreductible. 

lunes, 18 de marzo de 2013

España: la travesía del desierto (I)


“Ahora, cuando vengan Los Brincos, os pido que no os mováis de vuestros sitios. Pensad que si armáis mucho alboroto no tendréis más festivales, y cuando termine todo os vais tranquilamente a vuestras casas (ovación cerrada, sumisa). Sí, ya sé que os vais a portar bien. Pero ahora vamos a verlo”. 

19 de Mayo de 1966: El Corte Inglés organiza el I Festival de Ídolos en el Palacio de los Deportes de Madrid. Cinco escenarios sobre la pista, quince mil almas correctamente sentadas en las gradas, a mucha distancia. Un asustadizo Pepe Palau, locutor musical y presentador, previene a la concurrencia para que no haga locuras ni se deje llevar por emociones excesivas.


“España es diferente”. Esta frase, acuñada en 1964 por don Manuel Fraga Iribarne -ministro de Información y Turismo durante la mayor parte de los años 60- para buscar divisas atrayendo a los turistas foráneos con nuestra oferta de “paz”, sol, playas y hostelería barata, resume perfectamente la situación. En efecto, España era diferente al resto de Europa occidental. Y mucho: desde el golpe de estado del 36 (que el propio Fraga definió como “uno de los más simpáticos movimientos político-sociales de los que el mundo tiene memoria”), este simpático país vivió casi cuarenta años en una burbuja donde la palabra “normalidad” equivalía a miedo, silencio, venganza y caspa. Mucha caspa. La guerra duró tres años, pero como decía Agustín González en “Las bicicletas son para el verano” lo que vino luego no fue la paz, sino la victoria. Y la autarquía no fue solamente un término económico: aquí mandaba el Ejército, la Iglesia y la Falange, los tres con mayúsculas. En estas condiciones es fácil imaginar que el arte, cualquier arte, lo tuvo muy crudo en España. La libertad creativa es algo esencial en la obra artística; y eso a veces significa crítica, provocación, burla de lo establecido, escándalo incluso. Así que los escritores, cineastas y en general todo tipo de creadores se vieron obligados a torear continuamente a la Censura o transigir y callarse sus ideas ante la amenaza de ser borrados del mapa en cualquier momento. 

La música, que el Poder consideraba como un entretenimiento menor y sin trascendencia, no fue un problema hasta los años 60: como reflejo de una clase alta y otra baja bastante perfiladas, el sector culto era aficionado a la sinfónica o el jazz en algunas élites (con frecuente interacción entre ambos grupos) y el pueblo llano disfrutaba con las músicas regionales, los géneros importados de Hispanoamérica o la llamada “canción española”, es decir, mayoritariamente andaluza. Pero el tiempo pasa, y hay una creciente clase media en cuyo estrato juvenil comienzan a incomodar algunos jovenzuelos que no se sienten motivados para llegar a las alturas de la “música culta” y menos aún para seguir soportando esos géneros “para viejos” que tanto gustan a sus padres y que a ellos les parecen horrorosos. Es cierto que hay un juicio de valor, tendencioso, ignorante, en la base de ese pensamiento (“la música clásica o el jazz son florituras para la gente fina; la popular es aldeana. Y todas están pasadas de moda”). Pero también lo es que la adolescencia no atiende a matices, ni en España ni en ningún otro sitio; y que los chavales buscan referentes con los que identificarse, lo más alejados que sea posible de los que tienen sus padres: Freud, ya saben. Y esa “música ratonera”, como decían nuestros padres, traía consigo un componente nuevo: la rebeldía. 

De todos modos hay que tener en cuenta que, por el atraso general que sufre el país, esa generación emergente es aún reducida y los más inquietos se localizan en zonas muy concretas: Madrid, Barcelona y Valencia son los puntos principales, como es lógico; hay algunos “focos de actividad” en las Baleares y Andalucía, pero poco más. E incluso los orígenes de cada foco son distintos: Barcelona y Valencia tienen la ventaja inicial de ser dos puertos importantes; y Barcelona, la ciudad más cosmopolita en aquella época, suma a eso el hecho de su proximidad con Francia, que facilita el tráfico a los hijos de la burguesía para saltar la frontera y venir cargaditos de discos que aquí eran inimaginables. Valencia y en general el área mediterránea se benefician de la cercanía e influencia catalana y de la gran afición a las orquestas que ha habido siempre en esa región: la mayoría de los músicos que den el salto a los nuevos estilos proceden de ellas (algo que en menor medida sucederá en otras partes de España como Asturias o Galicia). Las Baleares gozan de una creciente afluencia de jóvenes venidos de toda Europa (británicos, alemanes y holandeses preferentemente) atraídos por el sol, la tranquilidad… y un cierto relajo en las costumbres, tolerado solo a ellos. Andalucía tiene a su favor también un incremento del turismo, pero sobre todo la posibilidad de saltar el Estrecho: Tánger en aquel momento es un harén de material prohibido, tanto en discos como en otras cosas. 

Y queda Madrid. Por ser la capital del Imperio ya se le presupone una ventaja, que se refuerza con la cercana presencia de la base estadounidense de Torrejón de Ardoz. Solo en esto tiene España un punto en común con el resto de Europa: las bases americanas cumplieron un papel muy importante entre los años 50 y 70 para el despertar musical del viejo continente. Y la madrileña, creada en 1955, yo diría que fue fundamental porque además había muy buena predisposición. Imaginen el panorama, que en menor medida sirve también para la de Rota, en Cádiz: los yanquis tienen una paga que, al cambio con la triste peseta, es fabulosa. El tabaco y el whisky, traídos de su país a precios del Ejército, les cuestan muy poco. El Régimen prefiere ignorarlos y hacen lo que les da la gana: se pasean por la ciudad como señores, tienen cine en la base, emisora de radio, sus bares propios fuera (preferentemente en la zona de Barajas y en algunos barrios nuevos, donde también alquilan pisos). Y los españolitos son muy simpáticos y amables, a pesar del engorro idiomático. La gloria, vamos. Bueno, tal vez el único fallo sean las españolitas, que no se dejan cazar fácilmente; pero por lo demás… 

Los jóvenes soldados del Tío Sam congenian pronto con algunos jóvenes, alegres y maravillados nativos. Y de vez en cuando, a los más enrollados los llevan a la base para que vean esas películas que en España ni se han visto ni se verán de momento: “Blackboard jungle”, “Jailhouse rock”, “King Creole”… ya, están en inglés, pero eso casi es lo de menos. Y de paso les enseñan los discos de Elvis, Jerry Lee Lewis, Everly Brothers… míralos, pobrecillos, ponen ojos como platos. Bueno, pues venga, vamos a regalarles dos o tres. Con el tiempo algunos de esos yanquis se convierten en traficantes de vinilos y se sacan un sobresueldo, pero lo verdaderamente importante es que ya han plantado la semilla del mal. Un mal esencialmente blanco, por cierto: salvo algunas figuras del rock and roll como Chuck Berry o Little Richard, que junto con el patriarca Ray Charles comenzaban a ser populares en los States, la gran mayoría del material que circula por la base demuestra que sus poseedores no se han enterado de que existen cosas “mucho peores” como el blues, el soul y otras cuantas infecciones raciales; y no lo harán hasta que los malvados isleños invadan su país a mediados de la década. Soldados negros hay pocos, y sus músicas son de momento más minoritarias todavía. Pero ya digo, entre esos contactos y la radio de la base, que los nativos buscaban como posesos y de la que algunas cadenas nacionales comenzaron a tomar apuntes, el comienzo de los años 60 en Madrid se iba animando. O sea, que en este caso la fantasía de “Bienvenido mister Marshall” sí se cumplió. 

Claro, hay que hablar de la radio, un instrumento mítico, fundamental. Y de otras cosas. Pero por hoy ya está bien de rollo. Sueñen mientras tanto, como hacían los vecinos de Villar del Río, con los fabulosos americanos que vienen a arreglarnos la vida. 


lunes, 11 de marzo de 2013

Alvin

Llevamos unos días que no ganamos para disgustos. La cosa empezó el mes pasado con Tony Sheridan; dos días después cayó Kevin Ayers y ahora Alvin Lee. A Sheridan lo apreciaba aunque no fuese una de esas figuras que me hayan marcado; pero Kevin y Alvin son parte de mi santoral, y eso es una cosa muy seria. Así que me pongo de luto por segunda vez en menos de un mes. Y por favor, que la racha vaya parando. 


Graham Alvin Barnes (1944-2013)

Graham Barnes, más conocido como Alvin Lee, ha muerto el día 6 al amanecer en una clínica de Estepona a causa de complicaciones surgidas tras una intervención aparentemente rutinaria. España era el país donde con más frecuencia se le veía desde finales de los años 80, interesado como estaba en el estudio de la guitarra flamenca. 

Malos tiempos para la Corona, Alvin: el otro día cae Kevin y ahora tú. Y con la misma edad, no tan avanzada como la de otros. Y en España, donde también él estuvo muchos años. Claro, en todo lo demás erais distintos… o no tanto: contra lo que la gente piensa, tú tampoco quisiste ser una estrella. No, tú no eras un Ritchie Blackmore ni nada parecido, nunca fuiste un tipo soberbio como él. Por no gustarte, ni siquiera te gustaba ese título de “El guitarrista más rápido del mundo” que te colgaron y que según tú fue algo involuntario: Ritchie, que abandonó a su banda porque “soy tan rápido que no pueden seguirme, no están a mi altura”, mataría por ese título. Él y toda la caterva de guitarristas ególatras y velocísimos que floreció desde entonces y que aún estamos soportando ahora: punteos estratosféricos sin sentido, sin matices, sin alma. Gimnastas de la guitarra. No, tú te hallas en el grupo de los grandes, los que saben colorear las notas y que por lo general nunca presumieron de correr mucho: Hendrix, Beck, Green, Clapton (“Mano lenta”, le llamaban)… Y mira tú que curioso: el único que compaginaba una habilidad parecida con esa afición tuya por el blues, el jazz y el folk (además del rock and roll, claro) era Rory, que murió en circunstancias parecidas y al que también adorábamos. Más aún: lo veíamos como una especie de hermano pequeño tuyo. No tenía tu talla como compositor, pero era también puro fuego. Y tampoco a él le gustaba que le llamasen “estrella del rock”. 

Porque eso del “rock” es un término que a los músicos como tú os queda pequeño. Tu padre, un gran aficionado al blues y al jazz, tenía una buena colección de discos que comenzaste a devorar en la infancia y de los que, además de la afición por ambos géneros, adquiriste una percepción notable sobre la diferencia entre el artista en solitario (los viejos bluesmen, por lo general) y la labor de conjunto en una banda (el jazz). Allá por el 56, cuando Elvis abandona la Sun para firmar con la RCA y el rock and roll se consagra definitivamente como la música de moda, queda claro que se consagra también la figura del cantante solista en detrimento del grupo: todos los grandes del género son nombres propios, de los músicos que los acompañaban no se acuerda nadie salvo los historiadores. Y eso no acaba de gustarte: tú, con doce años entonces, te enamoras de ese ritmo y admiras a Elvis; pero también admiras la interacción en los grupos de jazz, la importancia de cada uno de los intervinientes. En el rock and roll hay una figura indiscutible, que además de cantar y tocar un instrumento con frecuencia es también compositor; y eso está muy bien, pero si los músicos que le rodean tuviesen un poco más de protagonismo el resultado sería redondo. También al rock and roll tendrán que llegar los grupos más tarde o más temprano, pensabas. Y tenías razón. 

De todos modos era lógico que la aparición del rock and roll y el skiffle en la Isla te transformaran, te hicieran abandonar el clarinete, tu primer instrumento “serio”, en favor de la guitarra; y tu madre, alucinada, te veía ensayar continuamente, como si tratases de recuperar el tiempo perdido. Tanta prisa tenías que al año siguiente ya estabas en una banda, la de Vince Marshall y los Squarecaps, donde tocabas la rítmica. Y en 1960 conoces a Leo Lyons, otro chaval enfebrecido que toca el bajo como los ángeles y con el que formas los Jaybirds; y todo parece ir muy rápido porque en el 62 estáis tocando en el legendario Star Club de Hamburgo… pero la situación se estanca. Aún tienen que pasar tres años hasta que con Rick Lee, vuestro nuevo batería, decidáis por fin dar el salto a Londres: solo en esa ciudad pueden ocurrir cosas tan curiosas como que vuestro nuevo encargado de las actuaciones sea un teclista con formación clásica, el bueno de Chick Churchill… al que evidentemente releváis de sus funciones para formar parte de la banda. Una banda a la que ya va siendo hora de cambiarle el nombre: diez años después de que Elvis y los demás viviesen el apogeo de los solistas comenzaba el apogeo de los grupos, tal y como tú esperabas. Diez Años Después será vuestro nuevo nombre. 

A partir de ese momento, al igual que con Kevin, en este tugurio hablamos de vosotros con frecuencia, estimado Alvin. Ya sabes que, por la necesidad de sintetizar, solemos limitarnos a los datos, las canciones y poco más. Pero soy el primero en reconocer que eso no es suficiente, y a veces tratamos de resaltar algunos detalles que la gente no ve. Por ejemplo, hay que decir que esa idea de banda rockera que se tiene de vosotros no es justa ni por aproximación: cualquiera que se tome la molestia de oír vuestros discos en serio verá que hay mucho más. El verdadero espíritu de Ten Years After no está en “I’m going home”, canción que acabaste odiando -y nosotros también, en cierto modo-, ni siquiera en aquella incendiaria actuación de Woodstock que os abrió las puertas de los States y donde trabajasteis a destajo hasta quedar exhaustos, agotados, hartos: antes de todo eso, antes de grabar un solo disco, vuestra presentación fue en el festival de jazz de Windsor. Y al año siguiente en el de jazz y blues de Sunbury. Para vosotros se acuñó el término “blues and roll” pero sí, también había jazz; y folk, e incluso psicodelia. El grueso de vuestra obra, con más o menos ritmo, es una mezcla fantástica de estilos a los que hay que añadir tu afición por andar jugando con los botoncitos de la mesa de mezclas y buscar esos pequeños trucos de sonido que a otros ni se les ocurren. Y cuando ves que la creatividad decae, te vas. No quieres seguir la inercia, haciendo giras sin parar con el único fin de engrosar tu cuenta corriente a base de explotar la marca comercial, como han hecho otros. Fin. 

Y luego, sí, hubo alguna reunión que no duró mucho, y unos cuantos discos con amigos tuyos o en solitario: algunos eran buenos, otros no tanto. Te limitaste a cumplir con giras pequeñas, lo justo para mantenerte en forma pero no descuidar a tu familia. Y te aficionaste a España, donde estabas feliz como una perdiz, pintando a veces (no era lo tuyo, reconócelo) y aprendiendo a tocar ese curioso instrumento llamado guitarra española del que te habías enamorado. Y aquí caíste. Pero, si tenía que ocurrir, qué quieres que te diga: estamos muy honrados. Felices por saber que en tu grupo de amistades, entre Django Reinhardt, John Lee Hooker, Elvis y otros cuantos, estarán algún día -y que sea muy lejano, por favor- Paco de Lucía o Tomatito.




lunes, 4 de marzo de 2013

1970 (y fin)


Ya pueden ustedes respirar aliviados: hoy terminamos nuestro largo y a veces cansino viaje por las intrincadas veredas que ha dejado marcadas el primer año de esta nueva década. Y lo haremos a lo grande, para olvidar los momentos de desfallecimiento en los que probablemente hayan caído durante el trayecto. Porque grande es el personaje que traigo hoy ante los sufridos parroquianos de este local: Cat Stevens, nada menos. Una figura señera en la historia musical del siglo pasado, aunque su época estelar durase relativamente poco. Un nombre que no se puede enclaustrar con la simple etiqueta de “cantautor”, porque al igual que Dylan, Donovan y otros, es por encima de todo un músico: cada uno de sus discos es una alquimia exacta entre letra y melodía, demostrando no solamente su alto nivel como compositor sino también su fino olfato para elegir los acordes y su ensamblaje. Es el ejemplo perfecto de esa palabra, “orfebre”, que tanto me gusta. 

Steven Georgiou, de padre grecochipriota y madre sueca, nació en el centro de Londres, muy cerca del Soho. Su primer instrumento fue el piano, y la aparición de los Beatles lo hizo acercarse a la guitarra acústica, que despertó en él la afición por los viejos bluesmen americanos o los folkies de nuevo cuño como Dylan; esa afición se enriquece con el gusto por los arreglos y las líneas melódicas que caracterizan a Simon y Garfunkel, quizá la influencia más notable en su carrera. Su amplia formación ya se manifiesta en sus primeras composiciones: tanto si escribe piezas folkies como si se acerca al pop, las melodías son imaginativas y muy agradables. Y tras foguearse en actuaciones estudiantiles y otras cuantas en el circuito folkie de la ciudad, a mediados de 1966 Mike Hurst, su primer manager, lo presenta a Tony Hall, uno de los jefazos de Decca, quien le sugiere que ha de buscarse un alias; algo que el propio Steven ya estaba pensando, puesto que como diría más tarde: “no me imaginaba a los chicos yendo a la tienda para comprar un disco de Steven Demetre Georgiou”. Dio la casualidad de que una novia suya afirmaba que tenía ojos de gato, y como “a estos animales se les quiere mucho” la cosa resultó fácil. 

La primera grabación del Gato Stevens llega en otoño del 66 (con dieciocho años recién cumplidos) y hace referencia a otros animales a los que también se les quiere mucho: se trata de “I love my dog”, que lleva una dedicatoria a Portobello Road en su cara B. El single llegó al top 30, y aunque Decca intentó venderlo como un ídolo pop estaba claro que Cat tenía mucho más fondo: en Marzo del 67 llega “Matthew and son”, su primer LP, y en él tenemos delicias como la que da título al disco o “Here comes my baby”, versionada luego por los Tremeloes. Algunos comentaristas comienzan a denominar su obra como “pop barroco”, en la línea de los americanos Left Banke, y tal vez sea una buena definición aunque a él no le guste; por otra parte, en las piezas más folkies sabe alternar la dulzura con un notable nervio en su voz que generalmente lo aleja del empalago (aunque no siempre, también es verdad). En realidad estamos asistiendo al cumplimiento de un acuerdo no escrito entre Cat y Tony Hall: Cat desea una mayor presencia de sus composiciones acústicas, mientras que Hall (por medio de su productor Mike Hurst) prefiere enfatizar el pop orquestado, más comercial en aquellos días. 

Pero la cosa no podía acabar bien, ya que ese tono no es el suyo, y pronto vemos la consecuencia: poco antes de que el año 67 termine se publica “New masters”, el nuevo disco grande, donde casi todo resulta mediocre. Salvo “The first cut is the deepest”, una maravilla que luego será versionada por tanta gente, el resto oscila entre los arreglos orquestales sin pies ni cabeza, como buscando una plaza en el festival de Eurovisión, y algunas piezas realmente hermosas en las que al productor no se le ve cómodo. El resultado fue bastante desastroso: los folkies lo despreciaron, y los poppies no encontraban canciones con gancho. Cat se siente deprimido ante la actitud de su casa discográfica, donde, según sus palabras, “mientras yo me esforzaba en arreglar canciones los técnicos se hinchaban a tazas de café mientras leían el “Daily Mirror” y pasaban de todo”. Y aunque las actuaciones van a buen ritmo, esa depresión le lleva a buscar refugio en el alcohol mientras que una tos sospechosa comienza a asustarlo: en otoño del 68 el médico le informa de que tiene una tuberculosis avanzada, que debe ser internado inmediatamente. 

Ahora imagínense ustedes a una persona con un alto grado de sensibilidad, de dulzura, con una cierta indefensión anímica ante tragedias que nunca ha sentido de cerca, participando en una lotería diabólica en la que no sabe si va a llegar al día siguiente porque muchos de sus compañeros están cayendo como moscas. Él lo describe con toda nitidez: “Salir del ambiente del show business y encontrarte en un hospital donde te meten inyecciones todos los días mientras la gente que tienes alrededor muere, te cambia la perspectiva. Y me puse a pensar en mí mismo. Me dio la impresión de que había estado viviendo con los ojos cerrados”. Así que, cuando salió de ese horror para cumplir con casi un año de convalecencia, ya no era la misma persona: ahora estamos ante un superviviente, cuya escala de valores ha cambiado. Durante ese año, acompañado de sus estudios sobre yoga y meditación, compuso un buen puñado de canciones que forman el esqueleto de toda su obra posterior y que fue preparando en su magnetófono casero. Y a principios de la nueva década, el nuevo Cat Stevens está listo para volver a la vida artística. 

La enfermedad le ha provisto de un fuerte carácter, algo que antes no tenía: rompe su relación con Decca y busca una nueva casa discográfica en la que sus condiciones han de ser aceptadas sin discusión. ¿Cuál podría ser esa casa? Pues, evidentemente, la bendita Island Records; cuyo jefazo máximo, el mismísimo Chris Blackwell en persona, tras oír sus nuevas canciones le pone delante un contrato en el que garantiza que podrá grabar “lo que quiera, cuando quiera y como quiera”. Pocas veces se ha visto un contrato así con un artista “nuevo”, que incluso podrá diseñar las portadas de sus discos. Lo primero que hace Cat es hablar con Paul Samwell-Smith, que tras la desaparición de los Yardbirds y una breve estancia en Renaissance ha decidido dedicarse completamente a la producción: Cat ha oído ese primer disco del grupo, producido por Paul, y considera que tienen muchos puntos en común. El propio Paul le busca músicos de estudio para comenzar su carrera; entre ellos Alun Davies, que será su segundo guitarrista por mucho tiempo. Y pronto el magnánimo Blackwell recibe de Cat la primera joya del tesoro: “Lady D’Arbanville”, el single que inaugura la carrera de este hombre renacido. 

“Lady D’Arbanville” es un buen ejemplo de la nueva orientación que ha tomado Cat, uniendo esa letra dolorida pero brillante con una música exquisita, entre el folk, la canción de autor y el madrigal. Una música que se alimenta únicamente de las guitarras acústicas aderezadas con una buena línea de bajo y una percusión muy sencilla; además, claro, de la irresistible voz del Gato y los coros de Davies. Está dedicada a su novia “itinerante”, la modelo americana Patti D’Arbanville, cuya profesión cuadra malamente con los anhelos de Cat por tenerla a su lado a tiempo completo. El single fue un top 10, y esta canción tiene unas cuantas versiones incluso entre los músicos de habla hispana: los españoles Círculos o los bolivianos Grillos la trajeron a nuestro idioma con el título de “Mi dueña y señora”. Poco después, en Julio, llega su primer LP, titulado “Mona Bone Jakon” (que en una curiosa jerga creada y usada únicamente por Cat significa, según él, “mi pene”). La delicia se abre con el lamento amoroso a la señorita D’Arbanville; luego tenemos “Maybe you’re right” (otra melodía arrebatadora, tanto como la línea de piano que la apoya), a continuación una ironía sobre su antigua vida artística en “Pop star”… en fin: un nuevo rayo de luz ha entrado en el mundo de los compositores exquisitos. 

Antes de que acabe el año 70, a finales de Noviembre, Cat nos sacude con “Tea for the tillerman”, su consagración definitiva: desde “Where do the children play?”, la que abre el disco, hasta la que le da el título y lo cierra, viajamos por un mundo en el que la sensibilidad, el buen gusto, el amor por los arreglos y la delicadeza nos sorprenden; sin olvidar otras clásicas de su carrera como “Father and son” o “Wild world”, con una melodía y ejecución perfectas. Por otra parte la gama de sonidos se enriquece con la suave presencia del órgano -manejado también por Cat- que a partir de ahora oiremos frecuentemente en su obra. En resumen, lo único que se me ocurre decir es que en una época dura e incluso siniestra a veces como fueron los primeros años 70, que haya músicos como Cat (o Kevin, o Elton John) es reconfortante. Y años después vendrá su conversión al Islam, una decisión personal que a nosotros ni nos va ni nos viene pero que fue atacada con saña por la prensa americana e isleña, mintiendo y deformando algunas declaraciones y actos suyos, tratando de que lo olvidásemos… pero da igual: los discos están ahí. Un aficionado ha de saber distinguir entre la persona y el artista, porque de lo contrario gran parte de eso que llamamos “Arte”, ese material ingente creado a lo largo de los siglos por seres de muy distinta catadura moral (algunos, verdaderos monstruos), debería ser enviado a la hoguera. Y nosotros no queremos eso, ¿verdad?