lunes, 23 de diciembre de 2013

Navidad bailona


Sí señor, el calendario nos ha traido un año más a la vorágine de “estas fechas entrañables”, como suele decirse. Y por tanto, hay tregua: no tendrán que soportar ustedes ningún tocho de los que yo perpetro hasta después de Reyes, si sobrevivimos. No señor, hoy toca baile. Y para bailar, uno de los más clásicos sonidos que hubo en los años 70 fue la música disco. Este “subgénero”, como dicen en tono despreciativo los enterados, significó un movimiento de contestación, por decirlo así, contra los estilos imperantes en la época, demasiado serios como para rebajarse al ámbito de las discotecas. Y si en la Isla surgió el glam, en los States lo hizo esa curiosa evolución, mezcla “degradada” de Motown, soul y funk, que pronto hizo rebosar las salas de baile con piezas tan memorables como las que hoy les traigo (y muchas otras, claro). 

La época dorada de la música disco fue relativamente fugaz, ya que su momento cumbre está entre 1973 y 75; pero su sombra es muy amplia y sobrepasa los años 80. Hay que tener en cuenta que tanto antes como después hubo algunos nombres memorables: por no ir más atrás y recordar a James Brown, con quien todo comenzó, podemos citar a Isaac Hayes (hay quien dice que el sonido disco se bautiza con la legendaria “Shaft”, del 71) o la gran Gloria Gaynor, cuya carrera comienza justo cuando ese género está declinando y lo relanza. La mayor parte de los artistas que surgieron en esa época pasaron de moda muy pronto, ya que salvo algunas excepciones se trataba de "one hit wonders" sin fondo suficiente como para reciclarse; pero siempre nos quedan las canciones. De las que, como es norma del local, oirán ustedes 12+1. Bueno… las oirán y las bailarán, ¿no? Pues venga: no consintamos que los negros, latinos y gays se queden con toda la pista para ellos solos. 

Aunque resulta evidente que la Motown es una de las madres del invento ya a finales de los 60, con sus vocecitas atipladas y sus arreglos de corte funky, no solo en Detroit hay precursores: en Filadelfia se encuentran los Sigma Sound Studios, cuyo equipo de grabación es uno de los más avanzados del país (por ahí pasaron Wilson Pickett, Billy Joel y David Bowie, entre muchos otros). Y los músicos de ese estudio crean algunas agrupaciones que desarrollan una especie de funky orquestal muy particular que llega a hacerse famoso: el sonido Filadelfia, que comienza a ser popular a principios de la década e influye en muchas piezas para discoteca que se oirán desde entonces. Bien, pues en 1972 se presentan en sociedad MFSB (iniciales de Mothers, Fathers, Sisters, Brothers), que conseguirán a principios del año siguiente su mayor éxito en compañía de las Three Degrees y titulado… “El sonido de Filadelfia”. No se rompieron mucho la cabeza para buscar ese título, pero el cañonazo fue mundial. 


Y claro, las Three Degrees se vieron beneficiadas por ese auge que tomó su ciudad. Era un trío de negritas que llevaba en el negocio desde principio de los años 60, aunque con poco brillo y muchos cambios de personal: siempre eran tres, pero distintas. Hasta que en 1973 son fichadas por Philadelphia International Records, el sello que distribuye a los MFSB: tras acompañarlos en el cañonazo de antes, ese mismo año publican su primer disco en su nueva casa. Y en él viene incluida otra de las piezas clásicas del género: “Dirty ol’ man”. Las Degrees, con la formación que corresponda en la actualidad, siguen aún en el negocio. 

Nos despedimos de Filadelfia con Patti Holte-Edwards, más conocida simplemente por su apellido artístico: Labelle. La buena de Patti ya llevaba más de diez años al frente de las Bluebelles, con un éxito bastante discreto. Pero con la irrupción del glam vio la luz: las lentejuelas y las actitudes lascivas eran el futuro. Y, en manos del experimentado dúo de compositores formado por Kenny Nolan y Bob Crewe, nos presenta en 1974 “Lady Marmalade”, la historia de una muchacha criolla de Nueva Orleans un poco ligera de cascos (o, directamente, de profesión dudosa) que enloquece a un chico con sus temibles artes pecaminosas. Los censores hispanos tal vez supiesen inglés, pero en francés flojeaban: la estrofa “Voulez-vous coucher avec moi ce soir?” no fue detectada por ellos, y el disco resultó ser un éxito también aquí. Aún recuerdo a algunos jovenzuelos y jovenzuelas poniéndose a cantar esa estrofa por la calle cada vez que se aproximaba algún humano objeto de su deseo: un horror, pueden creeerme. 

Parece que, al igual que el glam, la música disco es una buena oportunidad para relanzar carreras un tanto apagadas: eso pasó también con Shirley Goodman, una señora que había comenzado veinte años antes haciendo gospel y baladas. Y en 1974, cuando ya tenía casi cuarenta y estaba pensando en retirarse, le surgió la oportunidad de grabar “Shame, shame, shame”, otra histórica del género (acompañada por Jesús Álvarez haciendo la voz masculina). Shirley se retiró poco después, pero el tremendo éxito de esta canción llevó a la aparición posterior de una cover cantada por Linda & The Funky Boys, un grupo de breve carrera. Su versión es tan parecida que mucha gente las confundía, pero no se preocupen: esta es la buena.

Florida fue otro foco creativo muy importante en la historia de esta música, hasta tal punto que uno de los puntales del género es de allí. Se trata de George McCrae, que tras unos años de afición al duduá se fue a la mili y volvió pensando en dedicarse a estudiar… pero las malas compañías lo liaron: dos colegas suyos, integrantes de una banda, le ofrecen cantar una pieza que ellos no saben muy bien cómo atacar. La pieza se llama “Rock your baby”, que resultó ser un éxito tremebundo. George nunca volvió a tener tanta suerte, pero entre el circuito de la nostalgia y algunas grabaciones esporádicas su carrera llega hasta este siglo. 

Y… ¿quiénes fueron esos indeseables que liaron al pobre George? Pues los integrantes de K.C & The Sunshine Band, una agrupación trompetera dirigida por Harry Wayne Casey, pluriempleado en tiendas de discos y en el sello TK, que en 1973 crea el grupo y consigue unos cuantos cañonazos para las pistas de baile que lo convierten en uno de los escasos titulares de discos de platino gracias a este género. De su obra elijo mi preferida, evidentemente: “(Shake, shake, shake) Shake your booty”… o sea, que a mover el culito. 


No hubo muchas piezas instrumentales en la música disco, ya que buena parte de su gancho estaba en las voces. Pero aun así tenemos alguna notable excepción, aparte de la de los MFSB que hemos oido antes; por ejemplo, “The hustle”: se trata de una composición de 1975 creada por Van McCoy, que de niño prodigio en los años 50 pasó a ser uno de los compositores y productores más prolíficos en el mundo del soul y el duduá, y que a mediados de los 70 lanza un LP instrumental en el que venían joyas como esta, una verdadera llenapistas que le dio la fama suficiente para seguir en el negocio hasta su muerte en 1979. 

Vamos con otra monstruosidad: “Doctor’s orders”, cantada por la pizpireta Carol Douglas. Esta muchacha había prestado su voz para algunos anuncios comerciales, pero no se le había ocurrido meterse en el mundo de la canción hasta principios de los 70. Y en 1974 su productor, el italiano Doménico Monardo (que luego haría famosa a Donna Summer), oye “Doctor’s orders” una pieza británica que en la voz de Sunny Leslie había alcanzado una fama relativa en la Isla: cree que, lentificando un poco el ritmo y sin tocar mucho los arreglos, puede resultar interesante para las discotecas de los States. Se la ofrece a Carol y acierta: un éxito total. Gracias a él, Carol aún sigue hoy en el negocio. 

Y ya que hablamos de la Isla, aprovecho para dar el salto y ver si en Europa teníamos algún material de este tipo. No es que hubiese mucho, pero rebuscando… nos topamos con Tina Charles, una muchacha londinense que tras unos años como cantante de sesión en coros impresiona a Biddu, un productor angloindio que pone en sus manos “I love to love”, canción que pronto llega al top 5 tanto allí como en los States y media Europa. Tina no volvió a conseguir un éxito semejante, pero últimamente el circuito de la nostalgia la tiene en nómina. 

Como es lógico, hubo otros países europeos que quisieron apuntarse a la moda discotequera. Y, qué cosas… al final resultó que la circunspecta Alemania fue el país con más éxito en ese empeño, aunque añadiendo el toque electrónico que tanto les gusta: ese toque marca una evolución en la música disco que la hará perdurar hasta los años 80 y más allá. Hay especialmente dos productores notables: Frank Farian y el italiano Giorgio Moroder. Farian, un cantante frustrado, no pasará a la historia por su mediocre carrera como tal sino por haber dado el salto al otro lado de las mesas de mezclas para crear y lanzar fenómenos como los incombustibles Boney M, que por supuesto no podían faltar aquí (y bueno, también creó años después a los horrendos Milli Vanilli, pero eso se lo perdonaremos). ¿Hay alguien que no conozca, por ejemplo, “Daddy cool”? 

Y ahora toca Giorgio Moroder, claro. Un productor que comenzó cantando pop-chicle con melotrones en los años 60 y que luego dio nombre a toda una escuela: el sonido Munich. Como Phil Spector pero en electrónico, viene siendo este señor. Y uno de sus aciertos fue descubrir a la gran Donna Summer, que por entonces no era tan grande pero ya tenía un pedigrí: tras unos primeros años de canto en la iglesia había saltado a los Crow, una banda de rock psicodélico medianamente famosa; a finales de los 60 aterrizó en Alemania como integrante del cuadro de cantantes de la ópera rock “Hair”; de ahí pasó a “Godspell” y otras cuantas más, que la anclaron definitivamente en ese país, y en 1974 el señor Moroder se fija en su voz: en poco tiempo se ganará el título de “Reina de la música disco”. De su extensa producción he elegido “I feel love”, de 1977, que representa como ninguna el estilo imperante en la segunda época de este género. Ah, por cierto: los años dorados de esta señora lo fueron en la discográfica llamada Casablanca Records.


Y justo en 1977 Casablanca Records se honra en presentar al grupo que con el paso del tiempo ha quedado como un icono de la música disco, del desenfado gay, de la horterada friki y sabe dios cuántas cosas más: esa pandilla de locuelos llamada Village People. Son, como Boney M y otros cuantos, un producto de laboratorio; pero al igual que ellos, supieron desempeñar muy bien su papel. Y aunque parezca una tontería, estos herederos del glam contribuyeron a desdramatizar la idea, el estereotipo que la gente corriente tenía sobre los homosexuales: depravados, oscuros, siniestros… Gracias a ellos, la palabra “gay” reverdece en su otra acepción: alegre. Y no vean a qué extremos de alegría y despendole llegaban algunos conspicuos ciudadanos (machos de una pieza, sin duda), ligeramente pasados de copas, cuando en la discoteca sonaba “Y.M.C.A”, su canción bandera. Y eso que, además de la letra un tanto equívoca sobre lo bien que se pasa en la sede de la Asociación Cristiana de Jóvenes, la pinta de estos elementos era un compendio de la iconografía gay: el motero, el policía, el vaquero… en fin, que estamos ante una clásica con todas las plumas del mundo.

Y, por una vez, la pieza 12+1 está plenamente conectada con las anteriores aunque su origen difiere un poco de ellas: también en 1977, al rebufo del éxito alcanzado por la música disco, se presenta la película “Fiebre del sábado noche”, un verdadero trabajo sociológico. En esencia, Tony Manero, el protagonista, representa perfectamente a esa clase baja de currantes o jóvenes de barrio cuyo único disfrute es gastarse su dinero en ropas lustrosas y el baile de los sábados; una actitud vital que ya tenían los mods y que se recrea perfectamente en esta película, una especie de “Quadrophenia” en plan barriada americana. La banda musical se le encargó a los Bee Gees, un trío que llevaba unos años de capa caída y que en manos del productor Robert Stigwood comenzó a reverdecer orientándose precisamente hacia la música disco. Reconozco que estos señores por lo general se me hacen estomagantes, y sus voces en falsete más aún. Pero tengo que admitir que esa banda sonora fue un éxito tremebundo, e incluso algunas de sus piezas han llegado a gustarme. Este es el caso de “Jive talking”, tal vez mi preferida. 

Y aquí termina la fiesta. Espero que haya sido de ayuda para encarar con mejor talante la sucesión de comidas, cenas y turrones que se nos viene encima, las llamadas de compromiso a familiares que no vemos nunca, el discurso del Rey, el Fin de Año justo cuando ese día no tenemos ganas de mucha juerga, y así sucesivamente. De todos modos, feliz año 2014; o al menos, que no sea peor aún que este. No es pedir mucho, ¿verdad? Ah, y como siempre aquí les dejo mi regalo, con las canciones que han protagonizado esta fiesta.  


lunes, 16 de diciembre de 2013

1971 (VII)


Aquí estamos, metidos en el mundo Chrysalis. Una nueva disquera que, como dije el otro día, se ha edificado sobre la experiencia que Chris Wright y Terry Ellis adquieren fogueándose en el mundo de la producción y dirección de dos grandes bandas como TYA y Jethro Tull (entre otras). Su filosofía es muy parecida a la que atesora la bendita Island Records, es decir, un sello independiente dirigido hacia un público con un medio/alto grado de afición, exigente pero por eso mismo fiel… si se le trata bien. Vamos, que esa es la idea, la fidelización de clientes. En sus primeros años Chrysalis será otro de esos sellos que, solo con ver su logo en un disco, incita a oirlo (a diferencia de los grandes, que por su vocación generalista nunca se sabe por dónde van a salir). Y por esa transición entre management y sello autónomo que se está produciendo este año, los fans tenemos el corazón partío, ya que algunos de sus integrantes figuran aún distribuidos por Island aunque en las fundas la etiqueta ya está ocupada por la mariposa. 

Este es el caso de Jethro Tull, que irrumpe en la primavera de 1971 con “Aqualung”, su cuarto disco. Es también la cuarta de las bandas grandes que procede de la escuela blusera y que, como las otras tres, ahora tiene su estilo personal. Ya hemos visto que, partiendo de una primera época folk-blues (“This was” y “Stand up”, su consolidación), el año pasado cambiaron de tercio con “Benefit”. Ahora son una banda difícil de clasificar, aunque su esencia está entre el rock progresivo y el folk con pinceladas bufonescas muy representativas del cárácter de Ian Anderson, su líder. “Aqualung” demuestra que, al igual que King Crimson, el sonido de los Tull se desarrolla en “parejas temáticas”: es evidente que este nuevo disco parte del anterior para desarrollar un sonido parecido pero con más brillo. Por otra parte la “literatura” adquiere un mayor protagonismo, y a los clientes españoles nos entra miedito: cuidado Ian, que aquí tenemos Censura… pero Ian no nos hace caso. Al ver la hoja que trae las letras comprobamos que hay un título propio para cada cara: “Aqualung” es la A, donde se nos muestra un variado abanico social; y la B, “My God”, hace frecuentes referencias a la divinidad y sus representantes en un tono poco conciliador. Lo mismo pasa con la portada, que en su exterior nos muestra al tal Aqualung (de sospechoso parecido con Anderson) y en su interior al grupo en recinto sagrado y en plan sacrílego. No hay una conexión clara entre las letras, pero tal vez por esas denominaciones genéricas (que son además el título y tema de la pieza que abre cada cara), la crítica consideró que estábamos ante un disco conceptual. Una etiqueta que, como la de “progresivo”, al señor Anderson le sienta como un tiro y acrecienta su animadversión hacia la crítica, así que… no, “Aqualung” no es conceptual. Si algo bueno tiene este hombre es su agrado por la sencillez de los términos: es un disco de rock, y ya está. 

“Aqualung” y “My God”, las piezas que abren cada cara, son dos clásicas sobradamente conocidas. La primera, esa historia del pordiosero (cuyo extraño nombre se debe a su dificultosa respiración reumática) sentado en un banco del parque mirando a las niñas con malas intenciones, es un desarrollo circular que comienza con un riff rockero, entra en una fase acústica apoyada por el piano de John Evan (miembro ya oficial del grupo), alcanza su éxtasis con el duelo guitarra-piano y termina como empezó. “My God” es una construcción también circular y un cierto aire barroco que se inicia con estilo de cántico, su centro presidido por una exhibición flautística de Anderson casi en escalas de jazz y vuelta al principio. Son dos canciones que simbolizan muy bien el estado actual del grupo, diferente a todos los demás, en ese filo de la navaja que ya dije otras veces: los amas o los odias. Yo los amo, es mi banda. Y amo también a Mary la Bizca, y a Mamá Oca, y al Himno 43, y a la Respiración de locomotora… en fin, lo dicho: este disco fue y es aún hoy el más popular de los Tull, así que cada uno ya tendrá su opinión. Solo queda por matizar el asunto de las letras: si se leen detenidamente parece obvio que la queja de Anderson está dirigida contra la Iglesia como institución antes que contra la propia divinidad. Y esto entronca con la infancia de Ian, mediatizada por sus religiosos y rectísimos padres: Glenn Cornick, despedido de forma ignominiosa al terminar la última gira americana de 1970 (tuvo que decírselo Terry Ellis en pleno aeropuerto JFK de Nueva York mientras los demás, callados como putas, salían por otra puerta para coger el vuelo de vuelta a la Isla), piensa que las razones de su despido por “conducta desordenada” reflejan muy bien el puritanismo del jefe en aquella época. Y, básicamente, el “pecado” de Glenn es que le gustaban demasiado la fiesta, las cervezas y las chicas: Glenn es poco profesional. Pero en fin, aquí viene Jeffrey Hammond a sustituirlo… Qué curioso: Jeffrey es ese muchacho que tiene una canción en cada uno de los tres primeros discos de los Tull, es un antiguo colega de Ian en Blackpool; ellos dos, junto a John Evan y otro más formaron la base de la John Evan Band, donde todo comenzó… no me extrañaría que ese “otro más” acabe apareciendo de nuevo, porque da la impresión de que Ian quiere volver a sus compañías de adolescencia. Parece que su espíritu es muy de “Living in the past”... 

Ah, que me olvidaba de España: sí, el disco fue prohibido. No se publicará hasta 1976, aunque todo aficionado medianamente serio se agenció una copia procedente del país que fuese (la mía era alemana, no recuerdo por qué): estamos ante una obra "ilegal" con más circulación que muchas otras publicadas sin trabas. Pero cuando llegue ese momento, de nuevo daremos ejemplo al mundo con nuestra inventiva: aunque Franco ya está enterrado, la censura sigue melindrosa y detiene a “Locomotive breath”. Ariola, su distribuidora en España, decide sustituirla por “Glory row”, una sobrante de las sesiones de “War child” (publicado a finales del 74), con lo cual se mantiene la unidad temática de las letras pero no la musical: esa pieza no pega ni con cola en este disco. Claro que lo más alucinógeno del asunto es que “Locomotive breath” ya estaba incluida en “Living in the past”, un doble recopilatorio del 73 que fue publicado en España a su hora y sin problemas. Asi que hemos de exclamar un “¡hurra!” por los señores censores, que una vez más brindan una nueva joya a los coleccionistas compulsivos (“Glory row” no había sido publicada hasta entonces en ningún país del mundo). 

Y tras los Tull hay una saga: Anderson, a pesar de su carácter despótico pero tal vez por ese poso de rectitud y un cierto sentido de honestidad que le queda como herencia paterna, quiere proteger a sus antiguos compañeros (para él, familiares; descarriados, pero familares). De hecho, se han visto algunas reuniones de la formación original para tocar en directo, algo que en otras bandas sería impensable. Tanto él como Terry Ellis facilitarán cualquier intento de Mick Abrahams (el primer guitarrista de los Tull) y Glenn Cornick por seguir adelante en el negocio, y por tanto ambos pertenecen a la escudería Chrysalis: 

Abrahams, otro tipo muy complicado de tratar, creó en 1968 Blodwyn Pig, su primer grupo a medio camino entre blues rock y puro rock and roll con sección de viento, cuyos dos discos alcanzaron una mediana popularidad sobre todo en los States. Y según la leyenda, tan complicado es este señor que sus músicos decidieron abandonarlo. Así que acaba de formar otro bajo el nombre de Mick Abrahams Band, que se presenta a mediados de este año con “A musical evening with Mick Abrahams” y que como “Aqualung” es distribuido por Island pero ya luce la mariposa. Es un disco considerablemente mejor que los de su época con los Pig: la sustitución de los instrumentos de viento por los teclados de Bob Sargeant da una profundidad a su sonido que lo acerca al r’n’b con tonos progresivos, acompañado de piezas acústicas con intervención de guitarras slide y steel que dan como resultado una obra realmente encantadora aunque minoritaria: “Greyhound Bus”, “Winds of change”, “Big Queen” y sobre todo la acuosa y atmosférica “Seasons” son buenos ejemplos. Sin embargo sus ventas son reducidas, y aunque sabe que no tendrá problemas con la mariposa volverá al estilo de su primera época con “At last”, el próximo disco, que tampoco irá muy allá. Los próximos años de Mick serán grises, con varios trabajos de subsistencia, hasta que el circuito de la nostalgia le permita hacerse un hueco a base de reuniones y giras tanto bajo el nombre de unos reformados Blodwyn Pig como de otra Mick Abrahams Band... y en ratos libres acudirá a la llamada de Anderson para que los cuatro primeros Tull se den un homenaje en alguna actuación suelta, de esas que aceleran el ritmo cardíaco de los fans hasta extremos insanos. Ian, por la razón que fuere, necesita hacerlo aunque sea muy de vez en cuando. 

A sugerencia de Terry Ellis, que consuela y anima a Glenn Cornick tras su despedida de los Tull, este no tarda mucho en reunir gente para su propia banda, Wild Turkey, cuyo primer disco será la afortunada segunda referencia del catálogo Chrysalis tras los TYA. Se titula “Battle Hymn” y es de calidad, aunque con poco gancho comercial… salvo para los fans de la familia Tull, claro. Trabajan el rock con tintes progresivos y hacen algunas incursiones en las baladas, que acompañan con piano o con acústicas limpias; su técnica es muy buena, sobre todo por la talla de Cornick al bajo y la original guitarra de Alan “Tweke” Lewis (acompañado por el discreto Jon Blackmore). La canción que abre el disco, “Butterfly”, o la que le da título, ambas compuestas por él, son una buena pareja para hacerse una idea del mundo Turkey. Como nueva demostración de que entre Anderson y sus antiguos colegas no suele haber rencores, Glenn y sus muchachos fueron teloneros de los Tull en los States (y de Black Sabbath, tanto allí como en Europa). Sin embargo, pronto se vio que la cosa no tenía mucho futuro: el continuo trasiego de músicos y la falta de creatividad dieron como resultado un decepcionante segundo disco en 1972 y la desaparición de la banda a mediados del 74. Cornick abandonó la Isla y estuvo en Alemania durante un año como bajista de Karthago para luego crear algunas bandas de poca vida como Paris, junto a Bob Welch (el de Fleetwood Mac). Luego dejó el negocio durante varios años. Y más tarde, ocasionalmente, aparece en algún grupo pequeño o en esas reuniones fantasmagóricas con los viejos colegas, tanto de los Tull como de los Turkey. Es un hombre apacible, todo se lo toma con calma. 

La mariposa inaugura 1972 con su tercera referencia, que será el “Thick as a brick” de los Tull. Poco después presentará a Procol Harum, que ya eran dirigidos por Chrysalis y que acaban de abandonar a Polydor: su disco con la sinfónica de Edmonton, la cuarta referencia, tendrá un notable éxito especialmente en los States. Y tras la quinta (el “At last” de Abrahams) llega un trío de ofertas folkies: los irlandeses Tír Na Nóg, un dúo exquisito que también fue telonero de los Tull durante una buena época (sus tres primeros discos son altamente recomendables); la cantautora Laurie Styvers, una americana que aterriza en Londres en 1968 y tras algunas grabaciones con el trío Justine entra en Chrysalis para dejar dos únicos discos intimistas que pasaron sin pena ni gloria, a pesar de su calidad y de su dulce voz. La pobre Laurie se volvió a su país natal y abandonó el negocio. Y por último los grandiosos Steeleye Span, que dan el salto definitivo con “Below the salt” y que serán uno de los nombres más rentables del sello. De ahí en adelante, muchas cosas: desde el folk británico o americano hasta la new wave e incluso el punk, Chrysalis fue durante muchos años un sello de lo más fiable. Luego fue perdiendo su carácter, como casi todos. 

Y ya está bien de tanta mariposa, que me pongo tonto y ese no es mi papel. Me bajo al bar a tomar un whisky doble. O triple, o lo que sea... Venga, Sam: tócala otra vez. 


lunes, 9 de diciembre de 2013

1971 (VI)


Llegamos hoy al sector de bandas que proceden de la oleada blues rock del 67/68. Es una escuela que, como la psicodélica, cerró sus puertas hace ya un tiempo: los nombres de mayor entidad que comenzaron en ella tienen su propio carácter, basado en el rock más o menos afilado. Ese rango se enriquece con tintes progresivos y en ocasiones con cruces entre blues y folk. Tres buenos ejemplos de dicho rango son Ten Years After, Free y Led Zeppelin. 

Ten Years After, que han finalizado su contrato con Decca, son la primera banda en el catálogo de la recién nacida Chrysalis Records, hasta ese momento una agencia de management creada en 1968 por Terry Ellis (productor y manager de Jethro Tull) junto a Chris Wright (haciendo lo mismo con los TYA): si ustedes suman “Chris” más “Ellis” y cambian algunas letras, ahí tienen el nombre de la crisálida en cuestión. Y claro, pronto veremos ahí a los Tull, entre otros (pero aún le deben un disco a la bendita Island Records). Chrysalis será a partir de ahora otra de las grandes referencias isleñas entre los sellos con buen gusto; aunque, como todas, también meterán la pata de vez en cuando: Wright fue el que, pensando que David Bowie no pasaría de un éxito o dos más, se negó a ficharlo cuando echó a andar el sello (justo cuando Bowie andaba cabreado por la mala distribución en la Isla de “The man who sold the world”, medio año más tarde que en los States), echándolo en brazos de la RCA. Tremendo despiste, sí. 

Pero a lo que íbamos: después de unos meses encerrados en los, cómo no, Olympic Studios (¡qué ambientazo debía de haber por esa época en esos estudios!), TYA entregan a Chrysalis lo que será la primera referencia del nuevo sello: “A space in time”. Un título muy apropiado, ya que estamos ante una obra que mantiene el espíritu del grupo pero lo enriquece con un sonido general mucho más elaborado, más complejo, y que no volverá a repetirse en la corta carrera que les queda por delante. Por otra parte una de las consecuencias de este espacio en el tiempo es que crea también división entre sus fans: los más cañeros tal vez se desilusionen un poco, mientras que a otros nos parece su obra cumbre. Así están las cosas. Porque aquí no hay trallazos como “I’m going home”, pero en cambio resulta que su mayor éxito en single viene incluido en este disco: “I’d love to change the world”, una pieza celestial que es otro de los himnos de la generación por su letra y por su música, que comienza en tono folk rock para empaparse de un sonido “atmosférico-psicodélico”, ir cogiendo carrerilla y convertirse en una alternativa a la mismísima escalera al cielo de los zepelines, una grandiosidad que posiblemente nunca habríamos esperado de Alvin y sus colegas (ah, y esa guitarra no tiene nada que envidiar a Page, por cierto). Pero no es solo eso: ya la apertura con “One of these days” nos había llevado a otro mundo creando un artificio sónico sobre lo que en teoría es un blues revestido de ecos y desarrollos inesperados, creando un ambiente que se mantiene hasta llegar a la última pìeza de la cara A: alguien, aburrido ante tanta revolución sonora, mueve el dial de la radio y surge “Baby won’t you let me rock and roll with you”, que es justo lo que su título sugiere, un rock and roll de la vieja escuela. Y la cara B vuelve a recuperar el sonido atmosférico con otra colección de joyas como la alegre “Once there was a time” o la soberbia, monumental “I’ve been there too”, con esa guitarra acústica surgiendo entre el oleaje de la playa… vale, ya me callo.

El caso de Free es radicalmente distinto. Los habíamos dejado a finales de 1970 en una situación de calma aparente con la publicación de “Highway”, pero la cosa no duró mucho: pronto surgen de nuevo las broncas entre Paul Rodgers y Andy Fraser, el clásico “problem child” desde la escuela. Si a esto sumamos el cuelgue de Paul Kossoff con la heroína, que lo hace imprevisible, resulta casi lógico que por fin, en la primavera del 71, la banda anuncie su disolución; no será la definitiva, puesto que volverán a reunirse en 1972, pero nos hace sospechar un futuro corto y borrascoso. Poco después del anuncio, Island publica un disco en directo hecho con material procedente de dos actuaciones del año pasado: “Free live!”. Una buena muestra de lo potentes que podían llegar a ser si tuviesen más cabeza, ya que su medio natural es ese: Free es una banda eminentemente rockera, de las que no pierden mucho tiempo en el estudio. Gracias a ese espíritu, tampoco el directo se ve contaminado por ningún tipo de arreglo y suena fresco, claro, simple, como nos sonaría si hubiésemos estado presentes en esas actuaciones. Se han elegido las piezas más reconocibles y es de agradecer que “All right now” sea la primera, para ir entrando en materia; como es lógico, también “Mr. Big” o “Fire and water” están ahí, acompañadas por “The hunter”, “I’m a mover”, “Ride my pony” y una concesión a su lado más dulce con “Be my friend”. En resumen, un paseo por lo más florido del catálogo Free en sus momentos de cordura. Y el disco se cierra con una sorpresa: “Get where I belong”, la última pieza que el grupo grabó en estudio, un mes antes de su separación. Es una balada encantadora, con ese ritmo de medio tiempo que tan bien se les daba. Pero "Free live!" ya muestra signos de testamento, aunque vuelvan el año próximo. Porque tal vez el carácter agrio y las drogas sean consecuencia directa de un hecho muy relevante: tras cinco discos magníficos, Rodgers y Kirke tienen veintiún años en este momento; Kossoff, veinte; Fraser, diecinueve. Y sin embargo, han llegado hasta aquí. 

Los zepelines van a toda marcha. Este año se publica su cuarto LP, que al menos para los que no somos muy fans es el mejor de su carrera. Y subrayo lo de los fans porque es frecuente que, en el caso de grandes bandas con extensas discografías, la opinión general no coincida con la de los forofos, que suelen dudar: “Dark side of the moon” (Pink Floyd), “Aqualung” (Jethro Tull) o “In the court of…” (King Crimson) son buenos ejemplos. De todos modos también es verdad que tanto unos como otros alaban mucho este disco, así que no habrá grandes controversias. Page y compañía, un tanto mosqueados por algunas críticas periodísticas, deciden que no figurará el nombre de la banda en el diseño exterior ni interior de la portada; pero la funda del disco trae unos signos a modo de runas que se hacen legendarios, ya que al parecer representan simbólicamente el carácter de cada uno de sus miembros. Bueno. ¿Y la música? Pues estamos ante un clásico inmediato, porque si no fuera suficiente con “Black dog”, la pieza que lo abre, luego viene “Rock and roll”, una verdadera explosión que nos muestra al grupo en su momento más contundente, seguida por el espléndido contrapunto folky de “The battle of evermore”, donde oimos a Plant haciendo dúo con Sandy Denny. Y si la cara A termina con “Stairway to heaven”, ya me contarán: ocho minutos en estado de gracia, elaborando no solamente la pieza más popular de su carrera sino también una de las más tremebundas en la historia del rock; una canción que ha llegado a dar náuseas por tener que oirla miles de veces en todas las radios y pubs del Sistema Solar, pero eso no es culpa suya. La cara B, aunque no va tan sobrada, mantiene el tipo: “Misty mountain hop” o “Four sticks” me recuerdan su primera época; “Going to California” es una decente ejecución acústica, y el cierre con “When the levee breaks”, oida ahora, parece anunciar lo que vendrá luego. Me sigue resultando cansina, un poco larga de más… pero seguro que es culpa mía por no comprender la grandeza de estos señores. En todo caso, insisto: es un disco soberbio, de lo mejor que se hizo en aquella época. 

Y ya que hemos comenzado dando la bienvenida a Chrysalis, ese nuevo sello discográfico, el próximo día trataremos de echar un ojo en la sala de máquinas, a ver qué se está cociendo allí. Qué nervios… 




lunes, 2 de diciembre de 2013

1971 (V)


De la escuela psicodélica isleña, es decir, la promoción del 67, quedan en activo tres grandes bandas. Por orden de aparición la primera en visitarnos fue Pink Floyd; y ahora vienen las otras dos, integrantes destacadas de mi santoral particular: Traffic y Family. Pero no se preocupen, no soy mitómano y mi pasión es contenida… más o menos. Cuando el género pasó de moda, cada una siguió su propio camino: los Floyd se abonaron hace tiempo al estilo lánguido rarito, mientras que Traffic es ahora una banda muy cercana al jazz rock suave y Family se encuentran en un frondoso cruce entre rock progresivo y hard con algunos ramalazos de jazz y folk. 

Traffic, metidos ya de lleno en su segunda reencarnación y con Steve Winwood dirigiendo la travesía, han roto completamente con el esquema psicodélico hippy de su primera época dejando fijadas las bases de su nuevo sonido en “John Barleycorn”, la maravilla del año pasado: salvo alguna balada de por medio, oiremos piezas de estructura jazzy revestidas por melodías de tono negroide en las que la voz aniñada de Stevie se luce como ninguna otra en la Isla. Y para desarrollar con propiedad ese sonido hay que aumentar el personal, ya que el trío Winwood – Capaldi – Wood es suficiente en las grabaciones pero no en directo: Chris Wood podrá dedicarse exclusivamente a su especialidad, que es atacar flautas y saxos, gracias a que Winwood ha traído a Ric Grech. Sí, el fantástico bajista (y violinista) que figura en los dos primeros discos de Family, a quienes abandonó sin aviso previo para integrarse en aquella supuesta Arcadia que iba a ser Blind Faith: Stevie, que también cayó en ese espejismo y luego lo acompañó en la Air Force de Ginger Baker, lo ha rescatado para Traffic. Bueno, olvidaremos la traición a Family (pero te tenemos marcado, Ric. No vuelvas a pasarte de listo). Hay también un considerable refuerzo en la percusión: por si la batería de Jim Capaldi no fuese suficiente tendremos dos con el fichaje de Jim Gordon, que de su aparición como músico de estudio con Beach Boys o Byrds saltó a la banda de Delaney y Bonnie, luego a los Dominoes de Clapton, la banda de Cocker… en fin, un monstruo en lo suyo. Y el tono exótico lo pondrán los cueros de “Rebop” Kwaku Baah, natural de Ghana, que procede de la banda del legendario pianista Randy Weston. La cosa promete. 

Pero esa formación podría haber sido aún más memorable si no hubiese fallado (por tercera vez) el encaje de Dave Mason en la banda. A principios del verano, él y Winwood tratan de “aparcar sus diferencias” e intentarlo de nuevo, pero tal intento solo dura unas semanas: tras media docena de actuaciones Dave decide volver a los States, donde se desarrolla prácticamente toda su carrera. Justo por esa época la bendita Island Records pasará a ser distribuida en aquel país por Capitol, con lo cual termina su relación con United Artists: el sello yanki advierte a Traffic de que falta un disco por entregarles (su contrato específico era de cinco) y Winwood, para solventar la papeleta, decide que ese disco será un directo. Un directo confeccionado a toda prisa, ya que reune piezas de dos actuaciones en las que participó Mason poco antes, ninguna de ellas correspondiente a la nueva época del grupo. Lo que resulta es una mezcla con tres clásicas de los primeros Traffic (“Medicated goo”, “Forty thousand headmen” y “Dear Mr. Fantasy”), dos muestras del nuevo repertorio de Mason y una versión muy extendida de… “Gimme some lovin”. Sí, aquella canción con la que Stevie elevó a los cielos el nombre de la banda de Spencer Davis. El sonido es manifiestamente mejorable -casi podría parecer un pirata- y en la portada del disco no vemos el nombre de la banda, sino el de cada uno de los músicos que participan (pero los fans de Traffic ya sabíamos que lo primero ante la llegada de un nuevo disco de nuestros ídolos era buscar su logo, que andaría por alguna parte. Y andaba, claro que sí). De todos modos, esa vuelta al pasado es emocionante. Y el título, evocador: “Welcome to the canteen”. 

El nuevo disco en estudio ya estaba preparado antes de la publicación del directo, lo cual confirma que este había sido un mero compromiso: en Noviembre, justo un mes más tarde, llega a las tiendas “The low spark of high heeled boys”. Aquí es cuando muchos fans de la primera época se desencantan, ya que el camino iniciado en “John Barleycorn” no tiene vuelta atrás y de aquellos efluvios hippies sesenteros hemos pasado a un sonido dulce, ligero, etéreo a veces… tal vez un cruce entre smooth jazz (aunque a Winwood no le guste ese término) y las baladas con sonido atmosférico, acuoso, que a mí por lo menos me encantan. De estas últimas son buenos ejemplos “Hidden treasure” y “Rainmaker”, las dos delicias que abren y cierran el disco, respectivamente; “Rainmaker” sobre todo, con esa delicada línea de flauta que luce Wood, es una de mis preferidas. Y del tono jazzy su mejor representación es la que da título al disco, una pieza de doce minutos que se ha convertido en definitoria de los nuevos Traffic. Pero también hay alguna concesión al rock americano de medio tiempo, como en “Rock’n’ roll stew”, escrita por los recién llegados Grech y Gordon; o “Light up or leave me alone”, la clásica composición al estilo Capaldi, que además la canta. Y que va ganando protagonismo en el grupo, ya que la mayor parte del material está compuesto a medias entre Winwood y él. Ah, y la portada es muy curiosa: se busca una impresión visual de cubo, con dos aristas biseladas para reforzar esa imagen (un truco que repetirán en su próximo disco, con la misma funda interior que este). En cuanto a la percepción de los fans de la que hablaba antes, lamento informar de que a partir de ahora los discos de Traffic serán mucho más populares en los States que en la Isla: ese sonido pasa factura. 

Entre los seguidores de Family también hay un cierto grado de desencanto. Es muy difícil mantener el nivel alcanzado en sus tres primeros discos, distintos entre sí pero igual de brillantes, y parece que la creatividad comienza a flaquear. Entendámonos: la mayor parte de la obra de esta banda es sobresaliente; pero cuando uno se encuentra con esas tres joyas y las compara con lo que vino luego resulta inevitable pensar que algo se ha perdido. Por otra parte, las continuas idas y venidas de personal no ayudan: tras la espantada de Ric Grech llegó John Weider, ex bajista de la banda de Burdon, pero a mediados de este año se marchará para ser sustituido por John Wetton. El caso de Wetton nos indica sin embargo la alta consideración en que los músicos tienen a este grupo: inmediatamente después de abandonar a los infortunados Mogul Thrash recibe una oferta de los mismísimos King Crimson, pero la rechaza en favor de Family (aunque la oferta de Fripp seguirá en pie). La preocupación ya comenzó a finales del año pasado con “Anyway”, un disco que pretendía transcribir el espíritu del grupo en directo (tan distante, hasta poco antes, del estudio): algunas de sus piezas, escritas y desarrolladas en las giras, se muestran en proceso de ajuste en la cara A -en directo, efectivamente. Es un buen material aunque un tanto descontrolado, y el sonido no ayuda. La cara B, en estudio, ofrece las que ya están más desarrolladas pero son fáciles de imaginar ante un auditorio, ya que la producción es mucho menos “invasiva” que en sus primeros tiempos. En conjunto es una obra decente; magnífica, si fuese de otra banda. Pero de Family esperábamos más. 

La aparición, ya en este año, de “Fearless” confirma que prescinden de los grandes arreglos en favor de la simplicidad: es decir, buscan un sonido fácil de trasladar a los escenarios. Es una opción entendible, ya que su punto débil hasta el momento era precisamente ese (muchas de sus grandes canciones sonaban pobres en directo). Pero a pesar de la voz de Chapman y su poderío en escena, el asombroso nivel técnico del grupo y todo lo que ustedes quieran, sigo pensando que Family, como otros nombres divinos, llegó a serlo gracias al trabajo en estudio. Y aquí volvemos a la máxima de siempre: una actuación dura dos horas, un disco toda la vida. Ya sé que hay gente que prefiere la “verdad” del directo antes que la “mentira” del estudio, pero me da igual: a Family le exigimos mucho, y a pesar de su alucinógena presencia sobre las tablas pierden parte de su magia ahí arriba, como si fuesen un grupo más. El caso es que estamos otra vez ante un gran disco si fuese de otros, pero simplemente pasable para ellos... o tal vez la culpa sea nuestra, que estamos muy mal acostumbrados: no somos capaces de comprender que es imposible mantener el listón tan alto por mucho tiempo. De todos modos, “Fearless” comienza con otra clásica: “Between blue and me”, que podría parecer un ejercicio folky hasta que llega el típico crescendo que solo Family sabe hacer; y luego viene una sucesión de piezas a medio camino entre rock, jazz y folk, tan personales como siempre, con ese sonido único (“Take your partners”, “Blind”, “Spanish tide”…). Su audición es obligatoria, por supuesto. Pero falta algo… 

En fin, no soy el más indicado para comentar discos de bandas como estas dos, así que mejor les cedo a ustedes la palabra: seguro que serán más ecuánimes que yo. Mi devoción me pierde, lo reconozco. A ver si la próxima semana nos tocan cosas más normalitas.