lunes, 28 de enero de 2013


El otro día apareció por este local un señor llamado Diego Shiva, que resulta ser titular de una de esas tiendas mágicas que subsisten por todo el país ofreciendo algo más que una simple mercancía. También resulta ser sobrino de dos amigos míos de la juventud, pero pueden creerme: no es eso -o no es solo eso- lo que me ha hecho traer hoy aquí a Diego y su país de las maravillas. Vaya por delante que nunca he estado allí; pero cuando uno se encuentra con una página como la suya y lee cosas como las que he leído, se reconcilia con ese negocio tan degradado en las dos últimas décadas. Atentos a la descripción del proceso de empaquetado y envío del material que Discos Shiva atesora: hace referencia explícita a los cd’s, pero es evidente que vale también para los vinilos (una de sus especialidades: así a ojo, he visto unas cuantas portadas históricas en otras páginas que hacen referencia a esa tienda; cuya decoración y diseño, por cierto, están gozosamente a juego). Y luego ya me dirán ustedes si no es como para echar el moco:

“Tus cd’s son tratados con sumo cuidado utilizando guantes esterilizados para evitar contaminaciones no deseadas y depositados sobre una almohada de terciopelo, mientras esperan a ser empaquetados. Un equipo de 50 empleados inspeccionan los cd’s y los limpian con mucho mimo para asegurarse de que te llegan en las mejores condiciones. Nuestro especialista japonés en empaquetar enciende una vela y una barrita de incienso en cada envío para asegurarse de que Correos lo entregará lo antes posible. Tu música será envuelta en la mejor caja de finísimo oro que el dinero puede comprar para que no sufra daños durante el camino. Una vez empaquetado, todos nosotros, disfrazados, celebramos una gran fiesta que marcha por toda la calle escoltados por una comparsa de 50 enanos liliputienses que atraviesan la ciudad hasta la oficina de Correos, donde toda la ciudad de Tarragona, entusiasmada le desea un buen viaje a tu disco, mientras embarca en nuestro jet privado con destino a tu reproductor”. 

Yo comprendo que, si nos referimos a las grandes masas, a los grandes números, los tiempos han cambiado. Que ahora hay mucha gente que descarga directamente de la Red pagando o sin pagar, porque el formato e incluso la calidad de sonido ya dan lo mismo (otra aberración de esta época). Que tal vez no haya tiempo ni ganas para entrar en una tienda y dejarse llevar por lo que allí se ve y por las posibles comeduras de tarro que te pueda largar el friki que lleva el negocio… pero el problema principal es que ese tipo de tiendas y de frikis ya casi no existen. Aún recuerdo cuando entrabas en una con la idea de comprar un disco determinado y al final te llevabas tres o cuatro porque, entre lo que veías y lo que te contaba el otro, salías sin un duro en el bolsillo pero con la faz radiante. Y en mi caso, que soy firme defensor del vinilo (ya está el pureta con sus rollos), el ritual de poner el disco sobre el plato, pincharlo con sumo cuidado, ponerlo a funcionar, recostarse sobre el sillón y delectarse doblemente; por lo que oye y por el placer visual de disfrutar con una buena portada, artística, de las de antes. Pero acepto también el formato CD, sobre todo esas reediciones mágicas que sacan a la luz material desechado, olvidado, sorprendente en muchas ocasiones, y que vienen envueltas en una presentación a la altura de lo que contienen: eso es calidad de vida, y no el amontonar gigas y más gigas de músicas que probablemente se oirán de pasada, sin la atención necesaria, sin demora, sin darle el valor que tal vez merecen. Si llegan a oírse y no es un simple proceso compulsivo de amontonamiento, claro. 

Sin embargo, aunque las grandes tiendas se han hundido (de lo cual me alegro, salvo por los currantes que perdieron el curro), a las pequeñas, especializadas, no creo que les pase lo mismo. O eso espero. La especialización, ese sustantivo que a los grandes capos de cualquier negocio ha dado grima siempre, se impone en una época tan global pero a la vez tan fragmentada. Siempre quedaremos algunos lunáticos que no renunciamos a disfrutar de ciertos rituales, y de ciertos estilos hoy pasados de moda. Y me consta que hay gente joven -más de la que pueda parecer- que sigue ese camino. Por tanto, mi alabanza no va dirigida solamente a la tienda de Diego, sino a todas las de ese tipo: pequeñas pero llevadas con ilusión, profesionalidad y amor por el material que en ellas se ofrece. Una manera de ver el negocio que, ya digo, nos reconcilia con él después de tantos años de locales asépticos abarrotados de millones de referencias dispares (y justamente la que tú buscabas no está), donde el empleado que te atiende y que podría estar ante ese mostrador o cualquier otro de cualquier tipo, mal pagado y sin el menor interés por lo que vende, te factura el primer disco de King Crimson o el último de Bisbal con el mismo rictus de hastío, esperando a que den la hora para cerrar e irse. 

Así que suerte: a Diego y a todos los que, como él, siguen nutriendo la sagrada estirpe del friki de la tienda de discos. 



miércoles, 23 de enero de 2013

1970 (XIV)


Hace tres años, cuando Soft Machine se presentó en público, lo que vimos fue el primer grupo de músicos organizados que se independizaba de un colectivo mayor, de características comunales y con espíritu propio, independiente y radicado en Canterbury: se trataba de la asociación conocida como Wilde Flowers, nombre elegido en honor de Oscar Wilde, uno de los “presupuestos filosóficos” que regía las actitudes vitales de estos muchachos, en su mayor parte universitarios aficionados a un amplio abanico de géneros (por no decir todos) que incluye soul, jazz, rock, pop y folk, y todo ello coloreado por la psicodelia imperante. Con semejante bagaje musical era lógico pensar que tras los Machine vendrían más, y así fue: en 1970 se consolidan dos bandas que mantienen ese espíritu. Se trata de Caravan y Gong: la primera está formada íntegramente por miembros fundadores de las flores de Wilde; mientras que la segunda, aunque dirigida por otro de esos miembros, ya se ha abierto a la participación de músicos de procedencias dispares pero con la misma filosofía. Ambos grupos se convertirán en nombres míticos en la historia del sonido Canterbury. 

Caravan son la segunda agrupación que se desgaja de la “comuna” Wilde Flowers a principios del 68, poco después de los Machine (lo cual significa, por otra parte, la desaparición de esa comuna). Sin embargo sus comienzos son un tanto apresurados, dan la impresión de ir demasiado rápido: tienen repertorio pero no dinero suficiente para el material, y los propios Machine les prestan parte del equipo; por otra parte son fichados inmediatamente por la subsidiaria progre de MGM, Verve, un sello americano de mucha calidad (aparte de su inmenso catálogo de jazz, ahí estaban Zappa o la Velvet) pero que tampoco tiene claro su futuro en el sector del rock. Y las consecuencias son desastrosas: a finales de ese año aparece su primer LP, homónimo, en el que se nota claramente que el presupuesto para grabación es muy rácano. Tiene piezas realmente exquisitas, pero en algunas de ellas el sonido -demasiado oscuro- se concentra en un canal: el otro casi no se oye (“Policeman”, mi preferida, es un buen ejemplo. Grrrr). Sin embargo es un problema de mezclas, ya que las cintas originales suenan bastante bien: la reedición en CD de 2002 lo demuestra. O sea, que Verve no se estiró mucho. Y poco después la división rockera del sello desaparece, tanto en la Isla como en los States. Así que da la impresión de que nos hemos quedado con la miel en los labios. Porque el nivel es bueno: a pesar de todos los inconvenientes de este disco, hay un tono pop progresivo con un leve aroma jazzy realmente agradable. 

El año 69, prácticamente en blanco salvo por algunas actuaciones, es aprovechado para perfilar el estilo y componer nuevo material en condiciones casi heroicas, rozando la indigencia. Pero justo entonces se encuentran con Terry King, un manager totalmente enamorado de su sonido y que convence a otro loco progresivo, el productor David Hitchcock (Genesis, Renaissance o Camel han pasado por sus manos) para que les consiga un contrato con Decca. Uf, qué alivio. Comienza la década de los 70, y Caravan se encierran en el estudio para preparar lo que, en muchos sentidos, será su verdadero primer disco. Al menos, un disco grabado en condiciones y con promoción decente, ya que el otro había pasado por las tiendas como una exhalación: casi la totalidad de la reducida tirada que hubo apareció en las cajas de rebajas en poco tiempo; lo cual hizo que algunos coleccionistas astutos y con visión de futuro se llevasen copias a puñados para que, años después, alcanzasen un valor desorbitado. Pero eso ya no importa: a finales del verano de 1970 llega a las tiendas ese primer disco “real” de Caravan. Y aunque sus ventas no serán muy notables -de momento solo reforzarán su estatus de banda de culto- los aficionados al progresivo “humano”, como se decía antes, ya han memorizado la formación de este grupo: los primos Sinclair (Richard, bajo y voz; David, teclados), Pye Hastings (voz principal y guitara) y Richard Couglan (batería). Una formación que el año próximo ya sufrirá un cambio, pero cuyo espíritu permanece por mucho tiempo. 

El disco se titula “If I could do it all over again, I’ll do it over you”. Sí, un poco largo. Pero qué disco, señores. Aquellos que no lo conozcan y tengan en estima las mezclas originales de estilos, los engarces melódicos dentro de un género tan peligroso como el progresivo, deberían oírlo con calma. Lo primero que sorprende es el dominio que estos muchachos poseen sobre los juegos de voces y coros, que podrían hallarse entre el pop de cámara y las escolanías catedralicias (aaahh, Canterbury). Y también los contrastes entre una guitara densa pero melodiosa y un órgano que para mí es de lo más florido del género. Por no hablar del excelente marcaje que hace la batería, en el que se notan claras herencias jazzísticas pero magníficamente reconvertidas. Dos ejemplos perfectos podrían ser las piezas que abren ambas caras: la primera da título al disco, y la otra es la fantástica “Hello, hello”. Dos canciones cortas, exquisitas. Si esas les gustan, seguro que el resto también. 

Y ahora vamos con Gong. O, para ser más exactos, con Daevid Allen y su troupe. El señor Allen, un ser ajeno a todo tipo de catalogación posible, es un australiano hijo de la Beat Generation y las enseñanzas hindúes que desde principios de los años 60, cuando llegó a Europa, estaba alternando su domicilio entre Francia y la Isla. Y fue en la Isla donde descubrió a un jovencísimo Robert Wyatt (quince años por entonces), al que fichó para su “Daevid Allen Trío”, una banda de jazz que además representaba piezas teatrales de William Burroughs. Como Dios los cría y ellos se juntan, dio la casualidad de que el bajista era Hugh Hooper, miembro alternativo de las Flores de Wilde; lo cual hizo inevitable que este trío aterrizase en Canterbury, donde Allen y Wyatt se hicieron amigos de Kevin Ayers y Mike Ratledge: esos cuatro nombres son la formación original de Soft Machine (donde más tarde entraría el propio Hooper). Pero las fuerzas del Orden no descansan, y Allen cometió un error: se había pasado con el tiempo de estancia que le autorizaba su pasaporte; y tras una pequeña gira europea, se le denegó la entrada cuando intentó volver a la Isla. Así que los Machine, de momento, tuvieron que seguir adelante como trío. 

Pero en Francia ya se habían hecho populares aun sin haber grabado un solo disco, y eso impulsó al bueno de Daevid a crear un nuevo grupo, que no duró mucho. Y tras otras cuantas aventuras, tales como su participación en el legendario Mayo del 68 parisino (¡faltaría más!), él y su señora Gilli Smyth -hippy musical, poeta astral, catedrática de la Sorbona y “chanteuse”, como Nico- se dirigieron a Mallorca y allí trabaron contacto con otros seres de similar catadura. Uno de esos seres respondía al nombre de Didier Malherbe, parisino también, que por aquella época estaba domiciliado en una confortable cueva y dominaba el saxo y la flauta como los mismísimos ángeles. Este trío, acompañado de unos cuantos músicos ocasionales, consigue caerle en gracia a Pierre Lates, productor del sello francés BYG, y en otoño del 69 aparece el resultado. Un disco titulado “Magick brother – Mystic sister”. Un disco que es toda una declaración de intenciones: la funda interior, dibujada por el propio Allen, es una colección de personajes que a alguien que no conozca el universo Gong pueden parecerle simples figuras de cómic, pero cuyo sentido pronto es explicado: él, su señora (que prefiere ser nombrada como “Shakti Yoni”, es decir, algo así como “La Vagina Cósmica” en hindú), Didier y en general todos los habitantes de ese universo, son en realidad duendes con cabeza de pota que habitan en el planeta Gong y que bajan a veces a la Tierra en una nave -una tetera voladora- para hacer felices a los terrícolas y transmitirles sus mensajes de alegría y amor universal. Como ven, la cosa es seria. 

Bueno. Por desgracia, los infelices y escasos isleños que tienen noticia de este disco se ven obligados a importarlo, ya que de momento solo aparece en Francia y algún otro país europeo como ¡España! Sí señores, España y Portugal son agraciadas con la distribución, aunque muy pequeña, que hace el inolvidable sello Movieplay, el más vanguardista de la época. Y la música que nos presentan revela un nivel sorprendente: hay una fuerte carga psicodélica, como era de esperar, pero la destreza con la que estos extraterrestres mezclan el rock con el jazz, los sonidos progresivos e incluso el folk adobado con las proclamas, los suspiros y las entonaciones astrales de Shakti es apabullante. Dominan además los trucos electrónicos como nadie en esa época, superando, al menos para mí, a los mismísimos Pink Floyd, tal vez el único grupo comparable. Con frecuencia se les ha denominado como “grupo de rock progresivo espacial”, aunque esto es un poco simplista: son mucho más. Y contra lo que podría temerse, las canciones no suelen pasar de los cuatro o cinco minutos. No voy a destacar ninguna porque, con lo que he dicho hasta ahora, ya me imagino que quienes lo hayan leído optarán por a): pasar totalmente del asunto, o b): arriesgarse y pillar el disco. Yo me limito a recomendar la opción b, claro. Y, en todo caso, pronto volveremos a tener noticias suyas: con el tiempo, Gong y su mundo acabarán convirtiéndose en un disfrute para duendecillos traviesos y personajes inestables como el que esto suscribe.

Y estas son las dos grandes novedades que nos ofrece la apacible Canterbury: instrumentistas magníficos, seres un tanto particulares y, sobre todo, un gran sentido del humor; un rasgo que no suele abundar en el mundo progresivo y que hace más entrañables aún a estos alocados muchachos. 


jueves, 17 de enero de 2013

1970 (XIII)


Los géneros musicales clásicos suelen ser muy amplios; y aunque un gran sector de los fans rockeros disfruten buscando únicamente sus aristas más afiladas, hay otras alternativas. Este año se presentan en sociedad dos bandas que, sin renunciar a las piezas de ritmos muy marcados, saben también crear melodías exquisitas con mucha frecuencia. Se trata de Wishbone Ash y Badfinger: los primeros se orientan hacia el estilo americano, aunque con un leve tono folk blues de vez en cuando; los otros, más alabados ahora que en su época, son una magnífica transición entre el pop de los 60 y el sonido actual. 

A los Wishbone Ash se les definió en su día como “los Allman Brothers británicos”. Esto no se debe tanto a su estilo como al hecho de que ambas bandas presentan a dos guitarras solistas, algo poco frecuente y que exige calibrar muy bien el ego de cada uno para que las actuaciones no se conviertan en una insoportable competición de punteos. En la banda de los Allman se dio la feliz coincidencia de que a la maestría de Duane se sumaba su profesionalidad, y siempre supo respetar el espacio de Betts (quien por otra parte jamás discutió su liderazgo). En el caso de los Ash, la igualdad absoluta nace tal vez por el hecho de que ambos son contratados al mismo tiempo: la base del grupo es su bajista y cantante Martin Turner y el batería Steve Upton, dos músicos de Devon que ya habían militado en bandas menores y que a mediados del 69 buscan a un guitarrista para crear “algo un poco más serio”. Pero tras el proceso de selección hay dos finalistas que les gustan por igual… y en vez de echar una moneda al aire deciden aceptar a ambos. Se trata de Ted Turner y Andy Powell, la fantástica pareja que en poco tiempo llevará a la prensa musical y al público a ensoñaciones míticas, substanciadas en aquel artículo del Melody Maker donde se decía que ese juego de guitarras recordaba los días gloriosos de Beck y Page en los Yardbirds. Bueno; los roles no eran los mismos, pero como comparación hay que reconocer que es muy afortunada. 

No menos afortunada fue la coincidencia que los lanzó al mercado: antes de terminar ese año tienen repertorio suficiente para que su manager, el por entonces aún novato pero ya muy listo Miles Copeland III, pueda distribuir algunas maquetas entre los empresarios de las salas y conseguirles actuaciones como teloneros. Y en una de ellas, a principios de 1970, coinciden con los Purple. Imaginen la pavorosa escena: la soledad apacible en la que se encuentra su guitarrista, el altivo Ritchie Blackmore, mientras cumple con su prueba de sonido se ve perturbada por la intromisión de Andy Powell (¿y tú quién eres?), un chaval de 19 años que, sin cortarse un pelo, enchufa su guitarra, le sigue el punteo que estaba haciendo y le da la respuesta. Bueno, pues al parecer Blackmore quedó impresionado; y además tenía el día magnánimo (lo cual no era muy frecuente en él), porque tras oír al grupo lo recomienda efusivamente a Derek Lawrence y les busca un contrato discográfico. Bonita historia. Lawrence, que había producido los tres primeros discos de los Purple, es decir, de la época Mark I, queda admirado por la sinergia que producen los cuatro Ash: no solo el juego de doble guitara es excelente, sino que está muy bien ensamblado con la magnífica base rítmica. Y los pone a trabajar de inmediato en el estudio. 

A finales de Diciembre se publica su primer LP, de título homónimo. Lo primero que salta a la vista es otra característica que asemeja a este grupo con la banda de los Allman: la mayoría de las piezas son largas, con tendencia al espíritu de jam que tanto gustaba a Duane y sus colegas. La frescura del sonido, prácticamente sin arreglos (salvo una esporádica intervención de piano), podría incluso llegar a sugerir un cierto nivel de improvisación, aunque se nota que las melodías están muy trabajadas. Tal vez el material sea todavía un poco inconsistente, pero es de primera: su rock, aunque potente, está aliñado con tonos folk (“Errors of my ways”, deliciosa), progresivos (“Phoenix”, con unas escalas y crescendos inolvidables) e incluso a veces se nota un cierto aroma blues-jazz (la magnífica “Handy”, que abre la cara B). Y es curioso que las menos interesantes sean precisamente las piezas cortas, cercanas al rock standard aunque con la misma destreza que lucen en el resto. En resumen: es cierto que las dos guitarras parecen las estrellas del grupo, con sus riffs entrecruzados y muy originales, pero esa es solo la primera impresión. Hay mucho más. Y aunque su mercado, ajeno a los metaleros y demás mártires del rock duro, sea un tanto indefinido, un top 40 no es mal comienzo para este grupo de verdaderos orfebres, que irán a más.

Badfinger es otro ejemplo de cómo encarar la marejada cañera que está azotando a la Isla. Se trata, en esencia, de la actualización de un grupo galés que existía desde principios de los años 60: los Iveys, que llegaron a hacerse bastante populares entre los mods gracias a sus versiones souleras y de la Motown. Luego se pasaron al pop con tintes psicodélicos, y aunque la mayor parte de su repertorio eran versiones llamaban la atención por su destreza y porque acabaron siendo una banda todo terreno, capaz de atacar cualquier estilo. Su historia, un tanto accidentada, incluye desde el interés de Ray Davies por producirlos hasta los manejos de algunos managers sin escrúpulos. Hasta que un día hubo suerte: Mal Evans, roadie y “chico para todo” de los Beatles, se prenda de ellos e insiste ante los Cuatro Fabulosos para que los fichen en su recién creada Apple Records, cosa que ocurre a mediados del 68. Sin embargo, las primeras grabaciones de los Iveys en esta nueva época son desafortunadas: fallos de promoción y la entrada de Allen Klein para reflotar un sello que está haciendo aguas, oscurece los proyectos inmediatos del grupo (en parte tenía razón Klein, ya que primero había que sanear las cuentas: aunque esta es la primera banda en firmar con Apple, los excesos en las grabaciones de los Beatles más la fanfarria publicitaria y los gastos sin sentido llevaban al sello -y tal vez al propio grupo- a la bancarrota). 

Estos muchachos pueden atestiguar como pocos los caprichos del insondable destino: oscilando continuamente entre un fin borrascoso y una gloria al alcance de la mano, los hados les sonríen de nuevo en la persona de Paul McCartney, quizá el único que siempre creyó en ellos (aparte del fiel escudero Evans, claro). Sir Paul, que a mediados del 69 colabora con una pieza para la banda sonora de “The magic christian”, una comedia en la que interviene Ringo, invita a los todavía Iveys a que participen con alguna composición propia. Dos son seleccionadas, y junto con la de Paul (que se la cede para que la interpreten ellos) más otras que ya tenían preparadas, interviene ante Klein para que puedan grabar un LP en condiciones. Pero ya no se llamarán Iveys: la década entrante los conocerá como Badfinger, y su repertorio será casi totalmente propio. Al frente siguen, como han estado siempre, el guitarrista y compositor Pete Ham y el batería Mike Gibbins; a los que ahora sumamos al bajista Tom Evans y el teclista Joey Molland, que también ataca la guitarra si es necesario. Los cuatro pueden cantar y hacer coros; pero la voz más frecuente es la de Ham, que junto con Evans compondrá la mayoría de las piezas de esta "nueva" banda. Y por fin, en Enero del 70, Badfinger debuta con su primer disco grande, titulado “Magic christian music”. Tal vez deberían haber buscado otro título, ya que se presta a confusiones con la banda sonora de la película, pero tras una carrera tan accidentada eso es lo de menos. En la funda leemos una breve nota de presentación a cargo de Mal Evans, su primer valedor, y Paul se encarga de que este primer disco “no Beatles” de Apple tenga una promoción decente. 

Y se la merece. Estamos ante una obra deliciosa, especialmente para todos aquellos que disfruten con la última época de los Beatles, de quienes parecen talmente una prolongación. Las tres piezas que formaban parte de la banda sonora de la película son producidas por Paul; del resto, unas las ataca el propio Mal Evans y otras Tony Visconti. Sin embargo la coherencia es total: “Come and get it”, la que compuso Paul y abre el disco, podría formar parte de “Abbey Road”; pero las demás también, porque tienen el mismo espíritu. Resulta un poco ocioso destacar unas sobre otras, así que me limito a recomendarles fervientemente la escucha de esta obra. Y lo mismo hago con la siguiente, el LP titulado “No dice”, que sale en Noviembre de este mismo año: otra maravilla en la que se incluye “No matter what”, uno de sus mayores éxitos en single, y “Without you”, cuyo potencial tal vez no supieron ver pero que en manos de Harry Nilsson fue un éxito en medio mundo (incluida España, donde fue publicada también en nuestro idioma). Sin embargo las alabanzas no corrieron parejas con las ventas: sus singles se vendían muy bien, pero el mercado del LP era reacio a todo lo que oliese a Beatles. Ya saben, estamos en una época muy moderna y matar al padre es la primera obligación. Solamente en los Estados Unidos alcanzaron una verdadera fama, y como dije arriba tendrá que pasar esta época para que en los 80 comience a reconocérseles su valía. Pero nosotros seguiremos su carrera, digan lo que digan los modernos setenteros. Ellos se lo pierden. 

Bueno, pues ya queda uno más tranquilo viendo que no todo el panorama rockero se compone de guitarrazos heroicos, amplificadores llameantes y melenas ondeando al viento: siempre habrá un sector más o menos populoso que exija un poquito de clase, de estilo, aunque la época sea tan radical. Y aunque pueda parecer un poco pesado (que lo soy, ya lo sé), insisto: son dos grupos realmente grandes. Ustedes verán. 



miércoles, 9 de enero de 2013

1970 (XII)


Las últimas bandas que forman parte de lo que suele llamarse “época clásica del rock” surgen este año. A partir de 1971 comienza una época de transición en la que muy pocos nombres nuevos llegarán a la altura de los anteriores: la radicalización del rock en sus vertientes metálica, heavy, etc, son ya otro asunto y otra época; lo mismo pasará con el progresivo, cada vez más oscuro, farragoso y carente de originalidad. El folk, que va un poco por libre, puede darnos alguna sorpresa todavía, pero en conjunto podríamos decir que la fábrica se está cerrando. Y ya que hemos citado en primer lugar al rock duro, empecemos por ahí. Hay tres grupos que, sin llegar a la altura de los estratosféricos Led Zeppelin, serán referentes inevitables a partir de ahora: Deep Purple, Uriah Heep y Black Sabbath. 


Deep Purple no es una banda nueva, pero hasta ahora su estilo y su producción discográfica han sido mediocres. Las tres épocas y formaciones más nombradas de este grupo se denominan con las etiquetas Mark I, II y III; la I, que ha durado poco más de dos años, tiene en su haber tres discos erráticos con pretensiones progresivas y donde resulta chocante que sus canciones más recordadas, como “Hush” o “Kentucky woman”, sean versiones (en una banda que compone la mayoría de su material). A mediados de 1969 nace la formación Mark II, en la que a los ya presentes John Lord (teclas), Ritchie Blackmore (guitarra) e Ian Paice (batería) se suma la voz de Ian Gillan (claramente en la estela de Robert Plant) y el bajista Roger Glover. Esta formación, recitada de carrerilla por cualquier fan del grupo tanto en aquella época como aún ahora, es la que los hará entrar en la historia. Aunque su primer proyecto, un empeño de Lord, sea demasiado pretencioso: el Concierto para Grupo y Orquesta junto a la Filarmónica de Londres, publicado a finales del 69, resulta un batiburrillo del cual Blackmore y Gillan, sin ir más lejos, no quieren ni acordarse. 

Al final triunfa la tesis de estos dos señores: los Purple se dedicarán al rock machote, género que gracias a Led Zeppelin está resultando muy popular y rentable. Su planteamiento, más sencillo y esquemático que el de los zepelines, lo fiará casi todo a la contundencia de un buen directo; donde resultan ser una banda imbatible, ya que suelen renunciar a todo tipo de arreglo o componente musical que no pueda ser desarrollado sobre el escenario. Y queriendo o sin querer se convierten en la primera gran banda acreedora a una nueva etiqueta, “metal”, una especie de hard radicalizado. Los endiablados punteos de Blackmore (un guitarrista que suele suplir con velocidad su carencia de matices), los vuelos organísticos de Lord, las altas voces de Gillan, la contundencia de Paice y el muy eficaz bajo de Glover constituyen una mezcla letal que se revela en Junio del 70 con la publicación de “In rock”, su primer gran disco de verdad y donde ya hay al menos dos clásicas: “Speed king” y la descomunal “Child in time” (aunque la intro de esta última esté copiada de “Bombay calling”, de It’s A Beautiful Day; quienes a su vez la plagiaron del olvidado Vince Wallace, un músico de jazz callejero). Y por si fuera poco, en esas mismas fechas sale a la venta un single cuya cara A es “Black night”, otra clásica para muchos años. En suma: Deep Purple han llegado al estrellato tras unos años de indefinición que casi los hunden. 


Uriah Heep, a primera vista, resultan engañosos: por la instrumentación, el número de miembros y el sonido, podríamos pensar que nos hallamos ante otra banda de hard metal similar a Deep Purple, con cinco solistas equivalentes entre los que sobresalen el teclista, Ken Hensley; la voz del impredecible David Byron y la guitarra de Mick Box (estos tres al menos podrían llegar a ser intercambiables con sus pares de los Purple). Sin embargo la cosa es más compleja, ya que aquí el teclado y con frecuencia la guitarra acústica dan un tono más melódico, más variado, a sus composiciones. Por otra parte, el orden de importancia entre guitarra eléctrica y teclas se invertirá con el paso del tiempo y al revés que en los Purple: el órgano, que aquí tiene un sonido más, digamos, catedralicio, se hará primordial al mismo tiempo que aumentará la influencia de su ejecutor. Los Heep, que además hacen coros con mucha frecuencia, tienen grandes baladas, algunas piezas cercanas al rock progresivo y siempre, en cada uno de sus discos, dos o tres cañonazos rockeros que no envidian a ningún otro grupo del sector (y la prueba de que son realmente buenos es que la revista Rolling Stone, una vez más dando muestras de su visión de futuro, se despachó a gusto con ellos en términos parecidos a los que había usado con el primero de los Crimson). 

El primer disco de los Heep, titulado “Very ‘eavy… very ‘umble” se publica en Junio de este año; y también resulta engañoso, si tenemos en cuenta su evolución posterior: el sonido, un tanto primitivo y metalizado, nos recuerda inevitablemente a los Purple. Y su tétrica portada británica, con la cara pálida de ese muerto semioculta por telarañas, nos da la impresión de hallarnos ante una banda mucho más cercana al heavy que al hard (no digamos ya la horrorosa portada americana). Sin embargo y a pesar de todo ello, contiene algunas piezas que se convertirán en clásicas: el arranque con las notas obsesivas de órgano que preludia “Gypsy” ya es inmemorial; y no menos lo es la siguiente, la alegre “Walking in your shadow”, seguida por una versión bastante decente de “Melinda”, la primera balada que interpretan. De ahí hasta el final el camino es irregular pero muy variado, sin olvidar la apertura de la cara B con la monumental “Dreammare”, que podría recordar a los Purple pero que desde luego no tiene nada que envidiarles. Salvo por las ventas, claro (ya saben, lo simple es lo que más vende): nunca llegaron a encajar del todo en las tribus metaleras, y los progresivos los miraban por encima del hombro. En resumen, que estamos ante una banda muy interesante. Seguiremos informando. 


Y llegamos por fin a Black Sabbath. Los patriarcas del heavy. Un género que, dependiendo de la edad de quien lo defina, parece tener raíces y características distintas; y lo mismo pasa con revistas y enciclopedias. Estamos por tanto ante otro de esos casos en los que el revisionismo histórico campa a sus anchas. En la Wikipedia he visto que los emparentan con los zepelines y los Purple, añadiendo que sus bases están entre el blues rock y la psicodelia. No sé. Es cierto que hay algo de psicodelia oscura, la psicodelia del mal viaje con la que nos obsequiaron muchos grupos americanos de tercera división, e incluso algunos británicos como los Deviants o Pink Fairies, sin ir más lejos (a ambos grupos les llaman ahora “protopunk”, y antes “underground”); en tal caso, el asunto comienza a finales del 67, cuando el exceso de ácido comienza a sugerir a algunos letristas enajenados la presencia de brujas siniestras, guerreros a un paso del abismo, sombras maléficas, premoniciones sangrientas y demás sustos del ramo. Una variante de ese planteamiento serían los espaciales Hawkwind, de donde salió Lemmy para crear Motörhead. Ahora, lo del blues rock lo veo más "deteriorado": tal vez como hipertrofia, pero aun así… Por muy mal que me caigan Page y sus socios, el estilo zepelín me parece infinitamente mejor que el sabático (no digo nada ya sobre todos los que vinieron luego). En fin, a ver qué les parece esta sencilla definición de don Diego sobre tan tremebundo género circense: “Volumen, desafío, guitarreos heroicos, ritmos pesados, voces torturadas, luces cegadoras, explosiones. Inmortal en cuanto a popularidad”. A mí me vale. 

Justo con esa filosofía se presenta esta banda de Birmingham que a finales del 69 consigue un contrato con Philips. La evidencia de que los sellos discográficos aún no saben dónde encajar este nuevo tipo de sonido la vemos en el hecho de que son asignados a Vertigo, la rama progresiva del gigante. Y poco después graban su primer single, una versión de los Crow titulada “Evil woman”, bien hecha pero sin perfiles propios: el estilo soul rock original que le dieron los americanos se modifica levemente hacia el hard, y poco más. Aparte, claro, del aura dolorida que le suministra la voz del bueno de Ozzy Osbourne, un nuevo icono para el futuro. Y muy poco después aparece su primer LP, de título homónimo, donde las intenciones quedan claras desde el principio: la tremebunda “Black sabbath”, que lo inaugura y para mí es una de las mejores composiciones de su carrera, lo dice todo. La letra tiene suspense, hay cambios de ritmo, y al final el protagonista muere. El tono general, siniestro, denso, machacón, convierte a este disco en una biblia del género, mucho mejor que cien definiciones. Las ventas son magníficas, lo cual demuestra que han llegado en el momento idóneo para triunfar. Y antes de que acabe el año tenemos su segundo disco, en la misma línea y cuya estrella es “Paranoid”, que le da título y salió también en single. Otro cañonazo, y la consagración definitiva del heavy metal. Suerte, muchachos: el mercado es vuestro. 

Así están las cosas: a nivel mayoritario, la dureza se impone. Los años setenta, al menos en sus comienzos, no son buena época para las delicadezas. La situación social, la desesperanza, las drogas duras, son el amargo legado de la era feliz. Pero nosotros seguiremos rastreando, a ver con qué otras novedades nos topamos.