martes, 23 de diciembre de 2014

Ya es Navidad en Casablanca



Un año más hemos llegado, mal que bien, a estas fechas tan jaleadas en las que todo bicho viviente trata de aparcar sus penas durante unos días para entregarse a la vorágine del despendole en sus múltiples variedades gastronómicas, etílicas y de otros tipos (algunos posiblemente no confesables en público). Y como ya saben los escasos pero fieles clientes de este tugurio, aquí inauguramos las vacaciones navideñas con una fiesta. En nuestro afán de que dichas fiestas no se hagan repetitivas buscamos un estilo distinto cada año, y para estas Navidades he pensado en recurrir a unas cuantas piezas instrumentales, sin palabras: música pura, como siempre en nuestro tradicional formato 12+1. Espero que se diviertan -dentro de un orden, por supuesto- y traten de sobrellevar los días que nos esperan con el mejor ánimo posible. Falta nos va a hacer, me temo. 

Los nombres y géneros más populares en este local comienzan a surgir a mediados de los años 50, así que hemos de viajar hasta esa época para ponernos en situación: en plena efervescencia del rock and roll, hay algunos músicos de otros sectores que deciden pasarse a este nuevo ritmo. Uno de ellos es Bill Justis, saxo y trompeta, cuya familia se fue a vivir a Memphis, Tennessee, cuando era muy pequeño: mal sitio. El joven Justis se marcha a Nueva Orleans para seguir la carrera de estudios musicales, y allí alterna esos estudios con su participación en algunas bandas de jazz; pero en 1954 vuelve a Memphis y poco después el diabólico Sam Phillips lo ficha para su sello, o sea, Sun Records. El trato es: yo te dejo que grabes alguna pieza que se te ocurra y tú haces los arreglos musicales para mis muchachos. Unos muchachos que son Jerry Lee Lewis, Roy Orbison o Johnny Cash, sin ir más lejos. Y en 1957, a Bill se le ocurre "Raunchy", considerada como la primera pieza instrumental en la historia del rock and roll; una pieza que llegó a lo más alto de las listas en varias versiones, y que saltó el océano para hacerlo también en la Isla y en media Europa. Bill no consiguió repetir ese éxito, pero tampoco le importó mucho: en los años 60 se convertiría en un respetado productor de Nashville. Y nosotros escucharemos esas lindas escalas con las que un muchacho de catorce años, un tal George Harrison, consiguió ser admitido en un pequeño grupo de Liverpool llamado The Quarrymen tras impresionar con su exacta digitación a los jefes de dicho grupo, cuyos apellidos eran Lennon y McCartney. 


Ah, pero ya tengo a Sam poniéndome a parir: que si soy un asqueroso racista blanco, que cuento las cosas como quiero… Está bien, hablemos de los negros. Es evidente que la paternidad del rock and roll tiene dos colores; y según la raza del intérprete que escuchemos sus canciones sonarán claramente distintas, porque el country and western tiene poco que ver con el rhythm’n’blues aunque -en teoría- se hubiesen mezclado para producir ese nuevo estilo. Y claro, hay varios músicos de blues que ya tenían unas cuantas piezas instrumentales mucho antes de esa época: uno de ellos es Jimmy Reed, guitarrista blusero que se acercó en algunos momentos a lo que luego sería el rock and roll de sus paisanos Chuck Berry o Ike Turner. Entre la variada producción de este señor, he elegido “Boogie in the dark”, una pieza de finales del 54 que refleja muy bien ese tránsito: está claro que es un boogie blues, pero tiene una marchita cercana a lo que ya estaban comenzando a diseñar algunos hermanos de raza. Y por cierto, Reed era uno de los santos patrones de Mick Jagger y sus socios. 

De todos modos es evidente que para el público masivo, blanco, de clase media y no siempre progresista, las influencias musicales en los años 50 eran de ese mismo color: los músicos negros, recluidos en las race lists, en salas y circuitos distintos, difícilmente conseguían la visibilidad fuera de su entorno. Existía una especie de apartheid un tanto difuso por el cual, hasta la llegada de los rockeros sureños como Elvis o Jerry Lee Lewis, ver a un blanco aficionado al blues o al góspel era una rareza casi sospechosa. Por tanto el country seguía siendo el alimento primordial de los nuevos músicos; y uno de ellos se inclinó desde el principio de su carrera por las piezas instrumentales: Duane Eddy, un guitarrista innovador que consigue un curioso sonido de su guitarra, una reverberación de los graves que se bautiza como “twang” y que lo hará mundialmente famoso. Su escuela es claramente country, aunque ese revolucionario sonido lo desvirtúa; y por otra parte hay momentos en los que se le nota que escucha a algún negro de vez en cuando, quién sabe si a escondidas. Una prueba de lo que digo es ya su primera grabación, titulada ”Movin’n’groovin”, publicada a finales del 57: esa entrada es de Chuck Berry. Y, vaya, otros blanquitos llamados Beach Boys la volvieron a copiar en su “Surfin’ USA”. 


Cuando se citan nombres blancos que hayan sido estrellas del sonido instrumental rockero en aquellos años, la lista de los más grandes se reduce a dos: uno es Duane Eddy, el otro Link Wray; quien, a diferencia del casi olvidado Duane, es aún hoy un referente para muchos rockeros, bluseros e incluso punkies tanto por su sonido como por su actitud vital, conflictiva y que le valió más de un veto por parte de emisoras y sellos discográficos. Link, uno de los primeros músicos blancos a los que vemos con tanta afición a los estilos negros como a los de su raza, se hizo popular más o menos en la misma época que Duane; pero además de la reververación, él probó también las posibilidades de la distorsión y el feedback: esas son las dos claves de su carrera, que con altibajos duró más de treinta años. El sonido de su guitarra, completamente revolucionario en aquella época y mucho después, fue la inspiración para figuras del calibre de Hendrix, Beck, Page y muchos otros. Creo que con eso está dicho todo, y recomiendo fervientemente a quienes no lo conozcan pero disfruten con el sonido de las guitarras vitamínicas que se documenten sobre este señor: la legendaria “Rumble”, su primer éxito, una pieza de 1958, es un argumento irrebatible para tomárselo en serio. 


Se habrán fijado ustedes en que los cuatro primeros animadores de esta fiesta son solistas, como lo eran todas las estrellas del rock and roll clásico: con demasiada frecuencia los nombres de los músicos que los acompañaban pasaron desapercibidos. Pero a finales de la década esta situación comienza a cambiar con la aparición de los Fabulous Wailers, creadores del Norwest Sound y en consecuencia de lo que pronto se llamará “garage music” por medio de los Sonics, sus protegidos. Los Wailers son la primera banda blanca que cruza el sonido orquestal con el r’n’b y acaban siendo el referente para todo lo que vino luego: ellos son, por ejemplo, los que reinterpretan “Louie, Louie” en 1961 y le dan esa cadencia que dos años más tarde será copiada por los Kingsmen para llevarse toda la fama. Pero sus primeros singles son instrumentales, y en ellos se nota esa transición de un mundo a otro: oigan si no esta primera grabación titulada “Tall cool one”, de 1959. Y si les apetece saber algo más sobre estos individuos (entre cuyos fans estaba un jovencito llamado Jimi Hendrix), vayan aquí.


Una opción intermedia, muy usada también en esa época, es la de citar a la estrella seguida de su grupo; eso es justamente lo que hace el saxofonista Johnny Paris, quien al igual que Bill Justis abandona sus primeros escarceos jazzísticos para, en 1958, lanzarse a la vorágine ratonera: sí señores, estoy hablando de los nunca bien ponderados Johnny & The Hurricanes, nombre mítico donde los haya, guía y modelo para grupos como los españoles Relámpagos, verdaderos ídolos tanto en América como en Europa y una de los referentes fundamentales en el origen de la naciente música surf. Aquí les dejo su mayor éxito, mi amado “Red river rock”, de 1959, que en mi más tierna infancia me arrebató definitivamente entregándome a este vicio que me posee desde entonces. Ah, y si les apetece saber algo más sobre Johnny y sus amigos


En paralelo a una nueva generación de músicos que reclama protagonismo frente a los solistas, hay una competición entre saxos y guitarras por el liderazgo en el sonido; y a pesar de Bill, Johnny y otros cuantos, la llegada de los años 60 señala la victoria definitiva de las cuerdas. El mejor ejemplo es la naciente música surf, el primer género radicalmente blanco en el que la guitarra eléctrica es la estrella de unas bandas que en su mayoría ni siquiera tienen “sopladores” fijos. Llegados a esa gozosa epidemia que atacó medio mundo en el primer quinquenio de la década, es obligatorio citar al rey de la guitarra surfera: Dick Dale, que comenzó cantando rock and roll a finales de la anterior para luego desarrollar un sonido que tiene ciertos resabios de Link Wray pero cuyo recurso principal es una veloz digitación. Al frente de su grupo, los Del-Tones, dio origen a dicho estilo con éxitos tan impepinables como la legendaria “Misirlou”, una pieza del folclore tradicional griego que, como la judía “Hava Naguila”, conoció gracias a su padre, de origen libanés. Pero como esas dos ya están muy oídas, vamos a la que está considerada como una de las primeras piezas surf de la historia: “Let’s go trippin’¨, de 1961. Su valor documental incluye el hecho de que en ella todavía hay un protagonismo compartido entre saxo y guitarra; una guitarra que por otra parte está a medio hacer, sin el tono salvaje que Dale imprimirá al instrumento poco después.


Las luchas por el liderazgo instrumental no parecen afectar a los morenos: ellos también tienen nuevos géneros de los que presumir, como esa evolución del góspel (las voces) que mezclada con el r’n’b (los instrumentos) da lugar al soul, pero las guitarras no suelen alcanzar el protagonismo que tienen en el blues o los géneros blancos; en su lugar, y aparte de las bases rítmicas -batería y bajo-, los protagonistas principales son viento y teclados. El mejor ejemplo de esto último lo constituye una agrupación mítica llamada Booker T. & The MG’s: su líder, Booker T. Jones, es un superdotado que ya de niño domina unos cuantos instrumentos; en la adolescencia comienza como saxofonista en Satellite Records (que pronto sería la legendaria Stax) acompañando a unas cuantas glorias del género hasta que en 1962, ¡con dieciocho años!, reune y se pone al frente de esa nueva agrupación que será referencia inevitable en la mayor parte de la discografía publicada por el sello y con la que ha creado una obra instrumental en la que demuestra su exquisita técnica como organista. Sobre el asunto de las guitarras que les decía antes, hay un hecho curioso: dos de los grandes nombres en el soul clásico son blancos; el primero es Steve Cropper, que milita en la banda de Booker T, y el segundo es el mismísimo Duane Allman, que antes de montar su grupo participó en las grabaciones de luminarias como Wilson Pickett, sin ir más lejos. Parece como si los músicos negros que militan en ese género no le tuviesen mucho aprecio a las cuerdas, ¿verdad? En fin, aquí tienen el primer cañonazo de Booker T con su banda en 1962: “Green onions”, claro. Fue uno de los primeros éxitos interraciales, comenzando por las discotecas. 

Y ya metidos en la discoteca, la pareja que forman el soul/funk y las pistas de baile es casi un hecho de naturaleza genética: gran parte de la década de los años 60 estuvo protagonizada por ese estilo abrasador que ha dejado para la historia piezas realmente mayúsculas. Dentro del sector de bandas pluriempleadas de la Stax, otra agrupación mítica son los Bar-Kays, que llegaron a ser el grupo de acompañamiento de Otis Redding. Por desgracia, esa unión duró pocos meses: Otis y la mayor parte del grupo murieron en aquel avión de siete plazas que cayó al lago Monona a finales del 67. Del accidente solo se salvó el trompetista, el esquelético Ben Cauley, que junto al bajista James Alexander (que viajaba en otro avión) rehízo el grupo: a pesar de todo y después de casi cincuenta años, los Bar-Kays siguen en activo. Que por cierto, el blanquito de esta banda -casi siempre había uno- era el organista, Ron Caldwell. Pero a lo que íbamos: ¿hay alguien que no conozca “Soul finger”? Pertenece al único LP que llegó a grabar la banda original, poco antes de la desgracia, y es otra de esas clásicas ineludibles. 


Si hablamos de música popular, 1967 es uno de esos años fantásticos en los que hay casi de todo; y tan bueno fue para los negros como para los blancos, ya que es justo entonces cuando la psicodelia alcanza su cumbre. La psicodelia fue toda una época, una revolución transversal que afectó a las artes plásticas, el diseño, etc, y que en lo musical tentó también a músicos vanguardistas que en muchos casos habían sido hasta ese momento ajenos al pop, el rock o cualquier otro estilo juvenil pero que encontraron en su amplitud distorsionada un campo nuevo para experimentar. Un buen ejemplo es Pierre Henry, padre de la música concreta, que en ese año y a solicitud del coreógrafo Maurice Béjart compone junto a Michel Colombier la música de “Messe pour le temps présent”, obra de ballet que se encuentra entre las más populares del señor Béjart y significó una revolución estética. Bien, pues aquella danza se abría con “Psyche rock”, otra pieza legendaria donde las haya. Conscientes de lo que habían hecho, se emboscaron bajo el nombre de “Les Yper Sound” y la publicaron también en un EP junto a otras tres composiciones de tipo parecido -aunque sin tanto brillo- con unas frases en la contraportada definiendo esas piezas como el sonido de las discotecas del futuro. Fue luego utilizada en nuestro país por el inefable Jose María Iñigo como sintonía para su programa “Estudio abierto”; por otros presentadores de otros países para otros programas; Fatboy Slim hizo una versión; la serie “Futurama” también la incluye… y Pierre Henry, tras una colaboración bastante desastrosa con Spooky Tooth en su tercer LP, decidió abandonar el pop y volver a sus músicas concretas.


Lo que había hecho Pierre Henry -tal vez sin darse cuenta de ello- era abrir una maravillosa caja de Pandora, porque si al abandono de todo tipo de normas encorsetadas añadimos la aparición de extraños artefactos electrónicos como el sintetizador, el melotrón, el moog, etc, era de esperar que muchos músicos de todo pelaje se apuntaran a la fiesta. Y el sector de los directores de orquesta es uno de los más sorprendentes, porque de pronto surgieron como setas agrupaciones dirigidas por personajes más o menos vanguardistas que parecían haber visto la luz; ese fue el caso de Hugo Montenegro, que trabajaba en el sector de la música para cine y series de televisión y que descubre los poderes infinitos del moog. Ni corto ni perezoso, confecciona en 1969 un LP titulado precisamente “Moog power”, compuesto en su mayoría de versiones y que en la contraportada dice, entre otras cosas, que ”En realidad el moog hace prácticamente de todo, excepto asaltar bancos”. Bien, pues de ese LP se extrajo un single cuya cara A era la pieza que daba título al disco grande, una composición propia del señor Montenegro y que, como la del señor Henry, se convirtió en otro tótem para las discotecas y televisiones yeyés. Sí, se oyen algunas voces corales, pero no son humanas: están pasadas por la trituradora del moog. 


Al mismo tiempo que la psicodelia, el blues rock británico comenzaba a imponer su ley: ya por entonces el público reverenciaba los nombres de Peter Green, Beck, Clapton, Page y otros cuantos. Beck y Page eran amigos de tiempo antes, por haber coincidido más de una vez en los estudios de grabación como músicos de alquiler. Hay que recordar que fue Page quien recomendó a Beck ante los Yardbirds para sustituir a Clapton cuando este dio la espantada, y que finalmente también el propio Page entró en ese grupo como bajista: conociendo la talla de Beck, no pensaba discutirle el puesto de guitarra. Cuando Cream se presenta en sociedad, Page comienza a darle vueltas a la idea de crear también él un supergrupo en el que le gustaría tener a su admirado colega y, tratando de halagarlo, escribe una pieza instrumental titulada “El bolero de Beck”. Pero ya sabemos cómo acabó la cosa: Beck, un tipo tremendamente individualista, siguió su carrera en solitario y Page montó los zepelines... pero el bolero dinosaurio sigue ahí. Estamos ante uno de esos momentos de gracia en la historia del rock, una pieza que primero fue publicada en single para luego aparecer en el primer LP de Beck y en la cual participan, entre otros, Keith Moon: tanto él como John Entwistle, que por entonces pasaban por momentos de difícil convivencia con los otros dos Who, fueron tentados también por Page, pero rehusaron la oferta. Como el propio Moon le dijo: “Tú estás loco, tío: con Jeff y nosotros juntos, ese grupo se hundiría como un puñetero balón de plomo”. Page, aunque entristecido, se quedó pensando en eso del “lead balloon”, le dio unas cuantas vueltas y… algo acabó sacando en limpio de aquel fracaso. Pero a lo que íbamos… 

Y llegamos por fin a la última selección, la 12+1. Teniendo en cuenta que este viaje se ha limitado exclusivamente a la época mágica comprendida entre los años 50 y los 70, conviene dejar un poso de ánimo para el futuro: no todo está perdido. Hay unos cuantos grupos diseminados por medio planeta que, sin llegar a ser masivos, consiguen mantenerse en el negocio gracias a la afición que muchos melómanos siguen demostrando por el sonido tradicional de otras décadas. Y un buen ejemplo son los Big Boss Man, británicos que llevan en esto casi veinte años y que guardan un escrupuloso respeto a los estilos que marcaron precisamente aquellas dos o tres décadas de gloria. Estos señores alternan las piezas cantadas con las instrumentales, siempre bajo la perspectiva del sonido orquestal revestido en patrones de r’n’b, boogaloo, funk, las bases rítmicas de origen latino y sabe dios cuántas cosas más. Y este mismo año, hace solo tres meses, han publicado su nuevo disco grande (en CD y vinilo, como debe ser): se titula “The last man on earth” y de él elegimos “Crimson 6T’s” para cerrar la fiesta. 



Y esto es todo, estimados parroquianos. Como dije antes, deseo fervientemente que todos ustedes salgan con bien de la sobredosis de pavo, turrones, cava y demás artillería navideña que nos asedia y entren en el próximo año frescos como una rosa y con el mejor talante disponible. Por mi parte, añado a la cesta el inevitable paquetillo con las canciones que componen este guateque: aquí lo tienen. Y feliz 2015. 



lunes, 15 de diciembre de 2014

España: ascensión y caída (VIII)



Sí señores, hoy nos alumbra la Estrella Solitaria, un nombre que es la sublimación de la gran voluntad de su creador y líder Pedro Gené. El otro día, siguiendo a los Gatos Negros, vimos el grave problema al que se enfrentan los grupos sin capacidad compositiva cuando la década de los 60 entra en su segundo quinquenio: la carencia de material original, y por tanto de estilo propio, acabará con ellos. Las versiones fueron muy importantes, tanto en Europa como en América, para que muchos artistas comenzasen a desarrollar su carrera; pero, salvo en el caso de las bandas americanas afectadas por la reciente invasión británica o aquellas que se dediquen estrictamente al folk (incluyendo el blues, country, etc), a partir de ahora solo servirán para ensayar y adquirir soltura: los nuevos estilos, precisamente por ser nuevos, son un campo abierto, y la gente quiere que cada músico ofrezca su propio trabajo. Y aunque en España las cosas van más lentas, ya tenemos algunos conjuntos, como los madrileños Brincos, que saben desde el principio que es imposible competir con los padres del invento usando sus mismas canciones. Bien, pues a partir de 1966 Lone Star será -con permiso de EMI, claro- uno de los primeros grupos catalanes que abandona esa estrategia, y en poco tiempo ofrecerán un repertorio casi totalmente original. 

En el primer quinquenio Pedro y sus amigos tuvieron más de una bronca con EMI, que a diferencia de su matriz isleña no tenía la más mínima visión de futuro y se limitaba a vegetar: el objetivo del sello -las versiones de éxitos sajones- cuadra mal con un grupo que, como la mayoría, solo podrá sobrevivir si se le deja crear su propio estilo, porque haciendo versiones languidece (seamos honrados: junto a momentos de gloria como “La casa del sol naciente” o "De día y de noche" hay otros penosos como “Satisfaction” o “My generation”). Pero gracias a un buen nivel de ventas y a la fama que alcanzan por sus actuaciones en directo -el argumento recurrente de muchos grupos españoles en sus trifulcas con los sellos- consiguen negociar un primer LP en el que se pacta un fifty/fifty; todo un éxito, tal y como están las cosas. Y aunque el disco en cuestión no es una joya, vende lo suficiente como para fortalecer la posición del grupo y consigue que hasta el sello comprenda que las piezas propias tienen más calidad que las versiones. Así que me olvidaré piadosamente de esas versiones y les pondré las dos canciones originales que más se recuerdan: “La leyenda” -que acabará siendo el sobrenombre del grupo entre sus fans-, en la que Pedro canta en tono juglaresco y nos sorprende con una novedosa pero creciente afición por las músicas de tipo oriental y árabe (tal vez influido por los psicodélicos y sus querencias hindúes), y “Quiero vivir con libertad”, mi preferida de ese disco, que nos muestra a Lone Star con la talla suficiente para ofrecer un tipo de beat que no tiene nada que envidiar a los isleños. 



1967 es un año de tránsito, en el que aparece un único Ep y un disco grande recopilatorio. Esto último, que puede parecer un tanto sorprendente teniendo en cuenta que estamos ante un grupo todavía a medio hacer, tal vez sea una señal: aquí terminan los “antiguos” Lone Star. Y en 1968, uno de los años más gloriosos de su larga historia, llega una copiosa producción que sorprende a propios y extraños, como se decía antes: nada menos que dos LPs y tres singles. Pero lo realmente curioso no es la cantidad sino su contenido, ya que en los discos grandes tenemos documentadas las dos influencias de mayor calado en la formación de Pedro: “Vuelve el rock” y “Lone Star en jazz”. En el primero se rinde homenaje al rock and roll tradicional y, con la ayuda ocasional de instrumentos de viento, oímos unas versiones bastante dignas de clásicas tanto del santoral blanco (Elvis o Cochran, por ejemplo) como del negro (Fats Domino o Little Richard). En cuanto al jazz, Lone Star había comenzado a ofrecer actuaciones esporádicas en locales del género dos años antes: son el único grupo moderno español que alterna el rock con el jazz, algo que exige una categoría técnica muy alta (años más tarde también los Pekenikes lo harán en ocasiones), y este LP es un compendio de las piezas que suelen atacar en esa época. Con un criterio instrumental bastante académico (se usa contrabajo, piano y vibráfono), el repertorio es en cambio muy ecléctico: no hay verdaderos temas tradicionales del género, sino variaciones sobre músicos tan alejados entre sí como Mozart, Pau Casals o Henry Mancini, e incluso hay concesiones al blues. Ninguno de los dos discos será un éxito de ventas (más bien han quedado como curiosidades para coleccionistas), pero su importancia documental es muy grande ya que transcriben un momento dulce del grupo, con un directo de programa doble: una primera parte “marchosa”, digamos, seguida de un intermedio y una exhibición clasicista en tono jazzy. Ese formato, que inicialmente solo se empleó una vez en Barcelona y otra en Madrid, fue patrocinado luego por la agrupación oficial de Festivales de España, que les ofreció la oportunidad de presentarse en muchos puntos del país durante todo el verano de ese año. Aquí les dejo una pieza de cada parte: la inevitable “Lucille”, del Pequeño Ricardo, y una curiosa Sonata 15 de Mozart. 



El glorioso 1968 se remata antes de las navidades con la aparición del tercer y último single del año, cuya cara A es “Mi calle”. Resultaría difícil explicar con exactitud el tremendo éxito que consiguió de inmediato, pero recuerdo claramente que estuvo oyéndose en todas las emisoras del país con insistencia durante mucho tiempo; y aunque fue un top 5 oficial, en algunas listas alternativas llegó al número uno en dos semanas. La canción lo tiene todo: un Pedro Gené de voz entregada cantando una letra de tono social, que en aquella época era de lo más transgresor; un estribillo brillante, muy fácil de recordar y tararear; unos arreglos orquestales potentes, pero sin exageraciones... En fin, para muchos aficionados esta es la canción definitiva de Lone Star. Aunque para otros la guinda del pastel llega en 1969, un año de mucho trabajo en directo y pocas grabaciones; entre ellas destaca “La Trilogía (Dios, el hombre y el amor)”, que si no consiguió superar las ventas de “Mi calle” (tarea por otra parte casi imposible) confirmó al grupo como lo más interesante del panorama nacional en ese difícil equilibrio entre letras y músicas; tanto, que la SGAE declaró esta canción como la mejor pieza española del año. En lo musical puede considerarse como una evolución barroca sobre el éxito anterior, y la letra es también elevada y trascendente, por decirlo así. Entre una cosa y otra Lone Star son ahora una banda muy cercana al rock progresivo/sinfónico de fuerte raíz mediterránea, que de seguir así puede animar mucho el depauperado panorama musical que se otea en el horizonte. 



La década de los años 70 ya es otra historia, y será contada en otra ocasión. Es cierto que, al menos en su primer quinquenio, Lone Star tendrá muy poca competencia, pero eso casi les da más valor: en una época de gran penuria para la música española de calidad, una época que fue otra travesía desértica para los grupos especialmente, pocos nombres hubo capaces de seguir adelante como hicieron ellos. Y mientras esperamos por la nueva década, aquí les dejo una pequeña colección de sus mejores momentos en esta.   



lunes, 8 de diciembre de 2014

España: ascensión y caída (VII)


Como ustedes recordarán, en Barcelona hay también unos cuantos nombres ya veteranos en el asunto de la música yeyé, así que nos quedaremos en esa hermosa ciudad por un tiempo y como es norma comenzaremos por el más veterano de todos: los Gatos Negros, que llevan en esto desde finales de la década anterior. Al igual que los grupos madrileños o de cualquier otro sitio, su masa de fans está formada por los aficionados más cercanos, los que acuden a sus actuaciones, ya que su producción discográfica es muy deficiente por culpa, como siempre, de unos sellos cuyo criterio es nefasto. Y al hablar de criterio no me refiero exclusivamente al artístico sino también al económico, porque si a su codicia se uniese un poco de inteligencia posiblemente la vida de algunos conjuntos habría durado más y con mejores resultados. Hay que tener en cuenta que las actuaciones de la mayoría de estos grupos no solían ir mucho más allá de su región, mientras que los discos o la radio llegaban a todas partes. 

Su primera época terminó con la ilusionante perspectiva de un disco grande, pero antes Vergara vuelve a dar pruebas de su “criterio” y les obliga a grabar un single con dos versiones: “Juanita Banana” y “Raskayú”. Casi mejor no digo nada. A pesar de eso, la disquera está al tanto de que las actuaciones de los Gatos son cada vez más populosas, y accede a grabar una colección de canciones que el grupo ensaya y ejecuta en el Orfeón de Gracia (a puerta cerrada, es decir, “en estudio”). No parece que dicho lugar sea muy frecuentado por los yeyés -salvo una o dos veces que anduvo por allí el Dúo Dinámico- así que hemos de reconocer que los Gatos tuvieron enchufe: da la casualidad de que los Sírex son amigos suyos, y el batería de estos últimos, Luís Gomis, es hijo del presidente del Orfeón. A la magnífica sonoridad de ese lugar se une el hecho de que José María Mesa, su anterior guitarrista, se ha ido para dar entrada a Quique Tudela, un músico de la nueva ola que ya usa pedales y todo, con lo cual el resultado puede ser fastuoso. Aunque por si acaso, la temerosa Vergara prefiere tantear el mercado lanzando primero un EP de anticipo. Y ahí empieza la leyenda; ahí va incluida “Cadillac”, una canción que por suerte o por desgracia acabó marcando a los Gatos Negros. ¿Por desgracia, dirán ustedes? Pues sí, porque con frecuencia se les considera como grupo de un solo éxito, lo cual me parece una tremenda injusticia. 

La historia de esa canción es digna de ser contada, ya que es la historia de un error que refleja muy bien la escasa información que había en la época. Los Gatos la oyen en un actuación de Tony Ronald con sus Kroners, buscan el título, alguien les dice que está en el primer disco de los Kinks, sin verificarlo suponen que será de Ray Davies y así la publicarán, pero no es cierto: lo que han oído es una versión muy libre que los Renegades, una pequeña banda isleña que se domiciliará en Finlandia, hacen del “Brand new Cadillac” de Vince Taylor -acortando estrofas y título, hasta dejarlo en “Cadillac”- y que la banda de Tony casi fotocopia. Y ya puestos, recordemos que el “Cadillac” de los Kinks tampoco es de Davies, sino de Bo Diddley (el asunto de los títulos y los autores es un sinvivir). Pero a lo que íbamos: de ese EP, formado por versiones, oiremos además la que hacen del “Evil hearted you” de los Yardbirds. Fíjense en el excelente sonido de estas grabaciones: además de la acústica del orfeón de marras, está la -por una vez- buena disposición de Vergara, que produce un estéreo realmente notable considerando que estamos en 1966. 



Ante el éxito del Ep, que se instala en el top 10, poco después Vergara decide publicar el disco grande, que alcanza una popularidad razonable para la época y ha quedado como uno de los mejores ejemplos del sonido garajero nacional: casi todas las versiones contenidas en él son superiores a la media, y en ellas se incluyen, además de las cuatro que ya estaban en el disco pequeño, otras como el “Keep on running” de los Spencer Davis Group -la mejor versión que se ha hecho en España de esa canción- o “La den da” que popularizó Gene Vincent en plan orquestal y que yo creo que los Gatos mejoran. Hay también una pieza propia, “No has de creer”, una especie de beat muy bien resuelto y con ese acento exótico que da la voz del italiano Piero Carando. De todos modos, al igual que los Tonys con las canciones de “Megatón ye yé”, este tipo de discos señala el fin de una época: el pop, el soul y la psicodelia están haciéndose con el mercado, desterrando al beat y el garaje. En 1967, y tras un nuevo single extraído de ese LP, los Gatos demuestran que ya han comprendido la necesidad de evolucionar y publican un single con versiones de “La tierra de las mil danzas”, el cañonazo cósmico de Wilson Pickett, y el “No milk today” de los Herman’s Hermits. Toda una alegoría: el soul, es decir, el futuro, en la cara A; la decadente melodía beat en la B. Y al mismo tiempo esta es la última grabación con Piero, que se marcha con su voz y su bajo para dar entrada a un ex-Albas: Frank Andrada. Aquí les dejo, para que se aprecie bien la transición, aquella única canción propia de su legendario LP y su versión de la inmortal pieza soul. 



A finales de 1967 se publica un single con dos versiones muy reveladoras: en la cara A tenemos “Homburg”, de Procol Harum, y en la B “I’m so glad” de Cream. O sea, una exhibición de psicodelia progresiva en la que Carlos Maleras estrena su flamante órgano Hammond comprado a los isleños The End (que por entonces correteaban por nuestro país), y otra de psicodelia blues. No soy yo muy fan de Procol Harum, pero sobre la versión de Cream tengo que decir que me parece magnífica y que demuestra el valor que tenían los Gatos Negros: casi nadie se atrevió en España con ese trío. Pero en 1968 la psicodelia comienza a decaer y en las discotecas británicas se pone de moda el “blue eyed soul”, o sea, el soul blanco, que causará un terremoto en España y del cual nuestros amigos dan cuenta de inmediato con su último single en Vergara, en cuya cara A tenemos una versión del “Hey bunny”, un mediano éxito de John Fred... que resulta ser la última gran luminaria en la carrera de un grupo que comienza a decaer. En ese año pasan a EMI y acortan su nombre a Los Gatos, pero esto es un simple maquillaje porque el problema parece bastante evidente: a partir de ahora solo triunfarán algunos grupos que tengan repertorio propio, y nuestros amigos dependen de las versiones casi exclusivamente. Vuelvo a la “crueldad” de la que hablaba en el primer capítulo de esta serie: cuando hay poco dinero y mucha oferta vas a lo seguro. ¿Quién prefiere el “I’m so glad” de los Gatos, por muy bueno que sea, antes que el de Cream? Por otra parte el recurrir continuamente a las versiones implica cambiar de estilos, como hemos visto. Y claro, eso significa que no tienes estilo propio; así que, o te dedicas a versionar piezas para masas, como los Mustang, o estás acabado. Y por último: la mayoría de los grupos españoles se encontraban a gusto en el beat e incluso el garaje, pero los nuevos ritmos comenzarán a diezmar el panorama; y los Gatos, tras otros dos singles intrascendentes, anuncian su final en 1970. Años después se reagruparon, incluso hubo nuevos discos… pero ya saben que yo soy un tipo sin alma, no creo en las resurrecciones. 


Repasando lo que escribí cuando andábamos por el primer quinquenio nacional, veo que una de mis frases dice poco más o menos que los Gatos eran mejores que Sírex y Mustang juntos. Bueno, pues lo dije y lo mantengo; es más, casi estoy por incluir a los Salvajes en el paquete (¡Oh! ¡Sacrilegio!). En este momento de enajenación que me afecta, creo que solo Lone Star pueden comparárseles en Barcelona. Y justo esos son los que veremos la semana que viene.



lunes, 1 de diciembre de 2014

España: ascensión y caída (VI)



De las tres voces más destacadas en los años 60 nos queda por recordar a Micky, que comenzó su carrera en la misma época que Miguel Ríos y Bruno Lomas pero que seguirá al frente de su grupo, Los Tonys, justo hasta que la década termine. Sin embargo esa es una imagen dudosa, ya que sin discutir la calidad que puedan tener los músicos que le acompañan, está claro desde hace tiempo que el gancho es su cantante. Y lo es por las mismas razones que Bruno con los Rockeros, por su poder escénico; aunque en el caso de Micky, mucho más cercano al beat que al rock and roll, ese poder no radica en su voz sino en sus movimientos espasmódicos: recuerden, estamos ante el hombre de goma. 

Nos habíamos quedado en 1965, que resultó ser uno de sus años más recordados gracias a “Megatón ye-ye”: tanto la película como su banda sonora fueron una revolución en la época, y también la prueba de que el salto de la rancia Zafiro al subsello yeyé Novola les había sentado muy bien, dándoles la oportunidad de demostrar su verdadero nivel. Hay que recordar que su producción discográfica era muy irregular desde el principio de su carrera: Zafiro, que los fichó sin mucha convicción, los había estado utilizando para grabar cualquier tipo de “cosa” que estuviese de moda, y sus seguidores lo eran más por sus actuaciones que por sus discos. Pero la mayor parte de la banda sonora de esa película es obra de Micky y sus socios, lo cual les da una baza muy poderosa para que Novola decida situarlos a la altura de Brincos o Relámpagos y permitir que sigan decidiendo su repertorio. Un repertorio que de todos modos ha de ir actualizándose, ya que los dos estilos tradicionales en este tipo de grupos -el beat y las piezas instrumentales- comienzan a pasar de moda en la Isla, que es su principal referencia. 

Nuestro amigo decide abrazar al pop con todas sus fuerzas. Lo cual nos parece muy bien, pero tiene una dificultad añadida: en ese género, la frontera entre las buenas canciones y las horteradas es muy fina. Y cuando en 1966 llega a las tiendas el primer disco de los “nuevos” Micky y los Tonys, la sensación es desconcertante: la pieza principal, “No sé nadar”, es una canción al más puro estilo veraniego -de hecho se convierte en la canción del verano. Ya antes habían publicado alguna un tanto festiva de más, pero quedamos en que ahora tienen plena libertad para grabar lo que quieran… así que hemos de suponer que esto es lo que quieren. Novola está encantada, claro, porque el disco llega cómodamente al top 5. Y más encantada va a estar con el que sigue a este: en la cara A tenemos “La gallina”; en la B “¡Guau! Ladrido de perro cuando ladra”. De aquel beat tan marchoso que les proporcionó un grupo de seguidores no muy grande pero fiel pasamos a un estilo facilón mucho más rentable, lo cual implica que aquellos fans de los primeros tiempos serán sustituidos por un número mayor de clientes menos selectivos. Que conste que esas canciones tienen un punto “ácrata”, que hay un tono de coña muy saludable y que para seriedad ya nos espera el progresivo, dentro de un tiempo; pero hay términos medios, no era necesario irse al otro extremo. Sin embargo, parece que comienzan a mejorar a fin de año con la publicación de un Ep en el cual viene contenida la tremendamente british “Up and down”, la mejor de esa época con mucha diferencia. Así que tendré que estirarme: he aquí las dos caras A que lanzaron definitivamente al estrellato a estos muchachos y la otra, ese guiño al pasado que los redime. 




En 1967 la figura de Micky comienza a tener vida propia al margen del grupo: fichado por la cadena SER pasa a dirigir y presentar el programa de novedades musicales “Windy Club”, que será Premio Ondas al año siguiente. Pero también participa con los Tonys en “Codo con codo”, una película junto a Bruno Lomas y Massiel que muchos ven como una continuación de “Megatón ye ye” (no me parece para tanto, pero en fin). Desde luego la calidad musical de la banda sonora es muy inferior, y las piezas que corren a cargo de Bruno es mejor olvidarlas; pero en el caso de Micky hay que reconocer que tanto él como su grupo quedan bastante bien, ya que además de “No sé nadar” se rescata “Up and down”, y entre las novedades de este año se incluyen dos canciones que proceden de un reciente EP en el que nuestros amigos demuestran estar al tanto de los tendencias isleñas más recientes: “No se puede ser vago”, con una marchita pop y arreglos casi victorianos que por momentos me recuerdan vagamente a los Kinks, y sobre todo “El problema de mis pelos”, que a medio camino nos asombra con una guitarra psicodélica grabada al revés, un truco desconocido hasta la fecha en España. He aquí ambas: 



Cada día que pasa aumenta la distancia entre Micky y Los Tonys; tanto los ensayos como las actuaciones son cada vez más esporádicos, y el resultado es que entre 1968 y 1970 publican únicamente cuatro singles. Micky, además de su trabajo en la radio, participa en una nueva película, esta vez junto a Julio Iglesias: “La vida sigue igual”, cómo no -que por cierto, Tony del Corral pronto pasará a tocar la guitarra en la banda de Julio. Y de aquellos cuatro singles, tal vez el más equilibrado sea el que se publica en 1969 y que muchos seguidores consideran el último, ya que la despedida oficial del año siguiente es un churro con pretensiones orquestales grabado cuando el grupo ya solo existía en los papeles. Por tanto nos quedaremos con ese último detalle de calidad: la cara A es “Sueños, piedras y amor”, que a pesar de su título en español va cantada en inglés y tiene un leve toque de soul garajero; la B es “Buribú”, que al final fue la más famosa tal vez por su letra, entendible para el común de los españolitos, en la que Micky se despide de una novia un poco boba en un tono bastante chuleta. La canción está bien hecha y vale la pena, así que ya digo: haremos caso al club de fans y también nosotros despediremos a nuestros amigos con este single. 



Aquí termina la historia de uno de los conjuntos madrileños de la primera generación y comienza la de una carrera en solitario, la de Micky, que con grandes altibajos duró unos cuantos años y cuyo contenido no cuadra mucho con los de este tugurio. En todo caso, hay que reconocerle su desenfado y su gran vocación: aún hoy aparece de vez en cuando haciendo bolos al frente de algún grupillo y cantando su repertorio más “travieso” para alegría de mitómanos y demás fans irreductibles en general.