jueves, 22 de diciembre de 2016

Navidad otra vez



Sí señor, ya estamos metidos otra vez en las navidades, el Fin de Año y demás excesos alcohólico - gastronómicos. Aquí he recordado más de una vez esa conocida sentencia que afirma que a medida que uno se hace mayor el tiempo pasa más rápido; por mi parte, ya casi prefiero contar el paso de las semanas que el de los días, que me resulta vertiginoso. Y sospecho que a la mayoría de los escasos pero fieles visitantes que vienen a este bar debe de pasarles algo parecido, porque aquí mucha juventud no veo. 

En fin, a la vejez viruelas (siempre hay un refrán para cada caso). Como ya saben ustedes aquí celebramos la llegada de estas fechas con una fiesta, que cada año procuramos amenizar con un tipo de música distinto para que no se me aburran. Aunque este año la novedad va a serlo solo en parte: escucharemos piezas instrumentales de los años 70. Y digo que solo en parte porque ya hemos tenido una fiesta dedicada a esa década y otra a las músicas sin palabras; pero en el primer caso eran piezas cantadas, y en el segundo nos centramos en los años 50/60 (que fue la edad de oro de ese estilo). La década de los 70 no fue muy prolífica en ese sector, pero buscando aquí y allá he conseguido reunir la cantidad de 12+1 selecciones, que como ustedes saben es el número preceptivo en este local. Así que vamos a ello: 

Comenzaremos con una cuya historia es un tanto rocambolesca: se titula “Groovin’ with Mr. Bloe”, y fue un éxito legendario a nivel europeo; sin embargo sus compositores son yanquis, de la escudería de Buddha Records, y por lo tanto procede del chicle pop. En 1969 se publicó por primera vez allá como simple cara B del primer single de los Wind, un grupo que solo llegó a grabar uno más; ese single se escucho en algunas emisoras británicas, y en la BBC se equivocaron de cara tal vez pensando que esta pieza era la estrella, ya que la A era un poco blandita. El caso es que un directivo del naciente sello DJM la escuchó y decidió regrabarla con músicos de su estudio, a los que reunió bajo el poco original nombre de “Mr. Bloe”: en verano de 1970 la pieza se convirtió en “viral”, como se diría ahora, y llegó al top 5 en media Europa (España incluida). La DJM intentó aprovechar el rebufo con unas cuantas piezas más, pero a Mr. Bloe ya le había pasado el momento de gloria. Entre los músicos oficiales del sello por entonces estaba un tal Elton John, que pronto sería su estrella principal pero que de momento figuraba como "chico para todo": ya había grabado algunas piezas de relleno y participó en la primera sesión de esta; sin embargo, al final fue sustituido. Y aquí la tienen ustedes; tal vez no recuerden el título, pero en cuanto la escuchen…


La transición entre una década y otra fue realmente convulsa, y está trufada de momentos memorables como el primer disco grande de Mott The Hoople, que se publicó en la Isla a finales de 1969 pero comenzó a circular por el resto del mundo al año siguiente. El disco se abre con una versión del “You really got me” de los Kinks, un hecho que en sí mismo no tiene nada de raro: se han hecho muchas. Pero la originalidad está en que se trata de una instrumental, y eso sí que tiene su mérito; por otra parte el ritmo se ralentiza y el sonido tiene mayor profundidad, con lo cual estamos ante una recreación en toda regla. Al final resulta ser un excelente inicio para un disco que mereció mejor suerte (sigo pensando que fue de los mejores de este grupo). 


Las escasas bandas de jazz rock isleñas vivieron su corto momento de gloria a finales de los 60, cuando el progresivo aún estaba comenzando y resultaba un estilo novedoso. De todas ellas la más interesante fue Colosseum, que tenía muy amplios recursos: sus tres discos oficiales, publicados entre 1969 y 1970, son realmente magníficos, por no hablar del doble directo. Y hay una pieza instrumental que siempre me ha gustado porque es un cruce de muchos estilos e incluso tiene un cierto sabor español: “The grass is greener”, que en los States se incluyó en un refrito con ese mismo título en 1970 y en Europa figuraba en un recopilatorio titulado “The collector’s Colosseum”, del año siguiente. Su desarrollo es magistral, con zonas apacibles y otras grandiosas, de puro clímax; son siete minutos y medio que se hacen cortos. 


La tentación de atacar el repertorio de la música sinfónica es tan vieja como la industria discográfica, e incluso en ese sector hay varias categorías: al lado de los grandes monstruos como Keith Emerson o Rick Wakeman, surgen a veces músicos que solo intentan rentabilizar una pieza aislada. Y aquí tenemos otra historia curiosa, al estilo de Mr. Bloe: una banda británica llamada Jigsaw, cuyo estilo anda a medio camino entre pop y rock, consigue en 1970 grabar su primer disco grande bajo el título de “Letherslade farm”. Ese disco incluye una pieza que no tiene nada que ver con su repertorio, una versión de “Jesús, alegría de los hombres”, cantata de Bach de la que eliminan la letra, aceleran su melodía y publican también como single a principios del 71, sin éxito. Pero Tom Parker, un viejo zorro del negocio que es músico de sesión, compositor y productor, le ve posibilidades y la regraba con otros colegas. Al igual que en el caso de “Mr. Bloe” las modificaciones son mínimas, pero consigue un éxito de parecido calibre: “Joy”, que así se bautiza, copa las listas occidentales en 1972. El supuesto “grupo” que lo interpreta lleva por nombre Apollo 100; llegaron a grabar dos o tres discos grandes repletos de versiones de todo tipo, que tuvieron unas ventas discretas en la Isla.


De vez en cuando también algunas novedades continentales llegan a competir con las isleñas: Holanda, como Alemania, ha tenido siempre un ambientillo muy interesante, y el rock progresivo va mucho con el carácter de ese tipo de países. Así que no es extraño que allí surgiese un grupo como Focus, la mayoría de cuyos miembros son de formación clásica pero al mismo tiempo muy actualizados. Y aunque el paso del tiempo no les ha favorecido (como le pasa a la mayoría de los grupos progresivos), hay que reconocer que algunas piezas suyas tienen mucho mérito; este es el caso de “Sylvia”, contenida en su tercer disco grande, del 73, y que junto con “Hocus Pocus” (también instrumental aunque aderezada con un canto tirolés) forma la pareja de composiciones más popular y reconocible de esta banda. 


Por supuesto en los Estados Unidos siempre hay donde elegir, sea el estilo que sea; y tratándose de alguien tan versátil como Frank Zappa, la satisfacción está garantizada. Una de las obras cumbres de don Francisco es “Apostrophe”, un disco publicado en la primavera de 1974 y en el cual se rodea de individuos muy notables; en concreto, para atacar la pieza que le da título tiene a Jack Bruce al bajo y a Jim Gordon en la batería. No hace falta decir más. Todo el disco es tremendo, y uno de los más populares en la historia de un músico que llegó a grabar no se sabe exactamente cuántos, pero esta en concreto yo diría que es la guinda del pastel. 



El folk norteño es una fuente inagotable, tanto por sus canciones como por las piezas instrumentales, y en consecuencia su fusión con el rock dio origen a un buen montón de grupos británicos. También en Irlanda los hubo, aunque en términos comerciales (dejando aparte a los venerables Dubliners o Chieftains, que son más puristas) solo uno consiguió llegar a la altura de sus colegas de la isla grande: los Horslips, que comenzaron siendo los más brillantes embajadores del rock céltico y en sus últimos años una banda bastante cañera que intentó entrar en el mercado yanqui con poco éxito. En 1974 publicaron su tercer disco grande, “Dancehall sweethearts”, que incluía una espléndida versión de la emocionante “King of the fairies”, pieza cuyo rastro llega hasta un grupo de canciones de baile del siglo XVIII; pero esta con la particularidad de que la leyenda le atribuye un poder convocatorio: si se toca tres veces seguidas, el Rey ha de presentarse en la fiesta. Para estar a la altura de tal embrujo, los Horslips hicieron un video con una supuesta actuación al estilo Beatle, sobre la terraza del Banco del Irlanda. Si alguien busca una definición rápida y ajustada del rock celta, este es el mejor ejemplo. 


Manfred Mann es un músico sudafricano cuya especialidad son los teclados, y desde su llegada a la Isla en 1961 ha sido una de las figuras recurrentes en la historia musical del país hasta casi ahora mismo. Comenzó dirigiendo una de las bandas más populares de aquella década con un rango de estilos que abarcaba desde el r’n’b hasta el pop, y que disolvió en 1969 para crear Manfred Mann Chapter III, más centrada en el jazz; pero la cosa no funcionó, y en 1971 se reinventa al frente de la la Manfred Mann’s Earth Band, que en cierto modo es una evolución de su primer grupo pero con un sonido mucho más actual y teclados electrónicos. Esa mezcla de rock con tintes progresivos pero con buenas melodías (más algunas versiones de Dylan, uno de sus ídolos), se hizo muy popular a mediados de la década de los 70. Y justo en 1975 se publica su sexto disco, “Nightingales and bombers”, una de cuyos temas estrella es esta pieza anfetamínica: “Countdown”. 


Otra agrupación ya muy veterana en este negocio es Hawkwind. Son posiblemente los creadores de lo que se dio en llamar “rock espacial”; en cierto modo, podríamos decir que son la versión heavy de Gong. El número de músicos que ha pasado por esa banda es incontable, como también lo es su producción discográfica; si además tenemos en cuenta que ha habido formaciones y grabaciones alternativas bajo otros nombres como Hawklords o Hawkind Zoo, comprenderán ustedes que reunir esa discografía puede convertirse en una de las mayores torturas para un coleccionista (o un mayor placer, según su grado de masoquismo). Un ejemplo: en 1975 se publicó un single cuya cara A (“Kings of speed”) figuró después en su nuevo disco grande, mientras que la B (“Motorhead”) no. Para los fans del ex-Hawkwind Lemmy aquello los trajo de cabeza, ya que esa es la pieza fundacional de su nueva banda, pero el problema con la cara A no es menor: grabaron también una versión instrumental de la que no se tuvo noticia hasta varios años después, cuando apareció en otro single a nombre de Hawkind Zoo, y mucha gente piensa que es mejor que la primera. Afortunadamente, gracias al invento de los cedés, hoy no resulta difícil localizarla. 


Llegamos a la cumbre de los nombres intemporales con Bowie. En el segundo quinquenio de los 70 ya ha encontrado un nuevo personaje que le acompañará hasta el final de la década: el Duque Blanco. La influencia de las bandas alemanas sobre su música, ahora más electrónica y cerebral, lo lleva a grabar un trío de discos llamado justamente así, la “trilogía alemana”. El segundo resultó ser el más popular, por el enorme gancho de su tema central: “Heroes”, verdadero himno para una generación o puede que dos. Pero como esta es una fiesta sin palabras vamos a la cara B, que se abre con una pieza muy curiosa titulada “V-2 Schneider” y que Bowie compone como homenaje a Florian Schneider, miembro de los Kraftwerk, una de sus grandes referencias en esta época. Por otra parte recordarán ustedes que los temibles V-2 fueron aquellos misiles balísticos que machacaron la Isla y casi acaban con los británicos. Escuchando la ominosa entrada de este “homenaje”, con ese sonido inquietante, llega uno a la conclusión de que Bowie tenía un extraño sentido del humor, por decirlo así. 



A partir de 1976, con la llegada del punk y la new wave, la situación cambia completamente: en vez de música muy elaborada, con largos desarrollos, profundidad y, por qué no decirlo, con exceso de afectación a veces, lo que se busca ahora es la inmediatez, las piezas cortas y contundentes; la frescura, en resumen. Una frescura que por supuesto puede ser también la excusa para tapar las carencias de muchos músicos que no llegan a dominar sus instrumentos, pero no se puede pedir todo. Por esa razón, las piezas instrumentales serán muy escasas; pero en poco tiempo algunos comienzan a coger soltura, y de vez en cuando nos sorprenden con piezas vitamínicas como esta “Walking distance” que figura en el segundo disco de los Buzzcocks, titulado “Love bites”, del 78. Recordarán ustedes que en esa banda, creada justo en el 76, se dieron a conocer dos personajes fundamentales en la escena británica: su líder era Pete Shelley; pero en un principio ese liderazgo fue brevemente compartido con Howard Devoto, que se marchó muy pronto para crear Magazine, otro nombre mítico para el futuro. 



Se completa la docena con otro de esos grupos que, como Buzzcocks o Magazine, se consideran ahora “de culto” (lo cual nunca está claro si es bueno o malo para ellos): los Monochrome Set. Corresponden a la fase post punk, es decir, la segunda generación, y su creatividad es muy amplia; su única conexión con el punk es su tendencia a las piezas cortas y de diseño simple, pero bajo esa apariencia hay mucho más trabajo del que parece. Son un grupo contradictorio, indefinible, mezcla de surrealismo, new wave, películas de terror serie Z, sonido surf, acordes que recuerdan al spaghetti western… En fin: comprenderán ustedes que para algunos frikis entre los que me cuento, esta es otra de esas bandas adorables que alegran la vida. Ah, y tras algunas idas y vueltas siguen aún en activo, aunque por supuesto su edad de oro pasó hace mucho tiempo; de esa edad es “Lester leaps in”, procedente de su segundo single, en el 79. 


Y la selección 12+1, la que nunca figura en el programa, es una prueba de que aún quedan músicos herederos de aquella tradición de los 60 basada en teclados vitamínicos y ritmos bailables. Hace dos años, cuando hicimos la primera fiesta sin palabras, esta selección estuvo ocupada por Big Boss Man, un trío fiel al órgano Hammond y las percusiones sesenteras, que había publicado un nuevo disco muy poco antes. Da la impresión de que ese trío ya no existe; pero su líder, que se hace llamar The Bongolian y ya había comenzado una carrera en solitario antes de la creación de ese grupo, tiene nuevo disco a su nombre, el quinto: se titula “Moog maximus” y vio la luz este verano. Ahí vienen piezas tan alegres como este “Londinium calling”, que por supuesto no tiene nada que ver con los Clash pero sugiere que en esa ciudad siempre hubo y habrá más de una alternativa musical (Londres es también la ciudad en la que se domicilia el tal Bongolian). Lo dicho, que este estilo no muere. 




Bien, pues ya hemos llegado al final de la fiesta navideña. Como siempre, tras los atracones sólidos y líquidos que se otean en el horizonte, les deseo un venturoso tránsito; no solo intestinal, sino también de un año a otro. Que 2017 les sea propicio, o al menos que no resulte peor que este. Y por mi parte, aquí les dejo el paquetillo que contiene las piezas de la fiesta más un pequeño regalo sorpresa. Muchas felicidades, y el año que viene volveremos a “vernos”. 



miércoles, 7 de diciembre de 2016

1974/75 (y fin)



No hay mucho más que contar sobre este bienio, que resulta especialmente sombrío porque lo viejo no acaba de morir y lo nuevo aún está en la cuna; hay un vacío creativo alarmante y la impresión general es la de no saber hacia dónde vamos. En la Isla se vive una sensación parecida a la que hubo entre finales de los años 50 y principios de los 60, cuando el rock and roll estaba agonizando y las únicas alternativas eran un supuesto pop ejecutado (y nunca mejor dicho) por orquestinas con baladistas acartonados o las musiquillas de andar por casa que producían los incontables grupos de skiffle o trad. Y como siempre, como ya está haciendo Bowie, habrá que ir a buscar inspiración a los Estados Unidos. Algunos chavales revuelven en los rastros o en las tiendas de segunda mano y encuentran discos -singles sobre todo- anteriores a la época hippie: toda una sorpresa, porque de aquellos tiempos la mayoría no conocen nada que no fuesen los primeros Beatles o Stones. Así descubren que hubo una ola musical que los yanquis llamaron “garaje”, según dicen los puretas que regentan esas tiendas; ah, y añaden que en la propia Isla existió una extraña tribu llamada “los mods”. No, por entonces no había Internet. 

Pero hablando de discos, cada día que pasa se nota con mayor nitidez la gran diferencia que hay entre los discos de actualidad, los que uno puede encontrar en las tiendas "normales", y la música que se escucha en la calle. Para la generación que anda a medio camino entre pubertad y juventud, es la misma diferencia que hay entre ellos y sus hermanos mayores: los mayores, los que vivieron la época de los años 60, por lo general ya tienen un trabajo estable, se van amansando y sus preferencias incluyen el rock progresivo, el jazz rock o cosas por el estilo; los más jóvenes gastan el poco dinero que tienen en los bares o los pubs. Y en esos locales hay grupillos que no tienen talla para desarrollar grandes mogollones al estilo King Crimson, sino que se dedican a repasar el catálogo intemporal del rock and roll, el rockabilly e incluso algunas piezas de ese “garaje” del que hablan los puretas de las tiendas. “Es lo que pide la gente”, dicen. ¿Lo que pide la gente? ¿Qué gente? Ah, ya: esos jóvenes, esos que no llegan a la comprensión intelectual de los Crimson, esos que no tienen dinero, los desclasados, los gamberros, los salvajes. Hay una palabra en inglés para esa gente: punk. Pero no adelantemos acontecimientos. 

Hoy, como capítulo final de esta triste y corta serie dedicada al bienio oscuro, nos visitan Dr. Feelgood, hijos del rock de pub aunque los historiadores, más elegantes, los definan como banda de r’n’b. Su historia comienza a principios de la década, cuando Lee Collinson (voz, armónica y guitarra) y John Sparkes (bajista) deciden asociarse con John Wilkinson (guitarra y voz) para reactivar The Pigboy Charlie Band, un trío que ya llevaba unos cuantos cambios de personal. Pero la entrada de Wilkinson resulta vivificante, y buscan un batería para formar un grupo con todas las de la ley; ese batería será John Martin. El siguiente paso es cambiar el nombre del grupo al mismo tiempo que cada músico se pone un alias: Collinson pasa a llamarse Lee Brilleaux; Sparkes lo deja en un simple “Sparko”; Martin será The Big Figure y Wilkinson será Wilko Johnson. Wilko es el personaje central: por su fecha de nacimiento (1947) debería militar entre los fans de los grandes nombres sesenteros, pero en su adolescencia se quedó enganchado en el rock and roll tradicional y su evolución en la Isla durante los años 50/60. Luego abandonó durante un tiempo la afición para centrarse en sus estudios universitarios, y al volver, a principios de los años 70, la música que triunfaba por entonces no le impresionó lo más mínimo. Pero a lo que íbamos: la banda comienza a recorrer el circuito de pubs en 1971, y su nivel de popularidad va creciendo al mismo tiempo que la afición a la música “rancia” que se escucha en estos locales. Parece que la nueva generación busca frescura, que paradójicamente se encuentra en la vieja escuela, la de toda la vida. 

Por fin, en 1974 consiguen un contrato discográfico con United Artists, el único sello posible (¿se los imaginan ustedes en Island o Virgin? Por supuesto que no). Y en Enero de 1975 se publica “Down by the jetty”, su primer disco, que es toda una declaración de intenciones: salvo alguna versión como el “Boom boom” de John Lee Hooker o la instrumental “Oyeh!” que lanzaron los Dakotas, la mayoría de las piezas son de Wilko; sin embargo suenan como si fuesen intemporales, podrían haber sido publicadas quince años antes. Ahí se encuentran los primeros fetiches de la banda como “Roxette”, “She does it right” o “Keep it out of sight”, que pasan a convertirse en piezas standard del pub rock, un “estilo” que dentro de un tiempo se oficializará como una especie de country rock británico, pero que de momento está mucho más cerca del r’n’b (Wilko decía que el blues que se había hecho en la Isla en los 60 no tenía nada que envidiar al yanqui). Ah, y los Feelgood rematan el disco con un nuevo homenaje, esta vez en directo, interpretando “Bony Moronie” y “Tequila”. Pero hay un homenaje más difuso y al mismo tiempo más íntimo, que está en la base del estilo de Wilko en su composición y en su modo de tocar la guitarra: uno de sus maestros es Mick Green, guitarrista y compositor de “Oyeh!” que, entre otros, militó en la banda de Johnny Kidd & The Pirates, uno de los nombres sagrados para el señor Johnson. Y aquí volvemos a la frase sobre el blues: para Wilko, también las bandas británicas como esa estaban a la altura de las que hubo al otro lado del océano (aunque el rock and roll tradicional en los States es asunto más de solistas que de bandas permanentes salvo muy escasas excepciones, como la de Buddy Holly con los Crickets, con lo cual esa comparación lleva las de ganar). 

El disco no tuvo grandes ventas, pero comenzó el runrún sobre esta “novedosa” banda; y poco después llega “Back in the night”, un regular éxito en single que precede la publicación de “Malpractice”, segundo disco grande y primer top 20… y en 1976 alcanzan el número 1 con “Stupidity”, el tercero, que es toda una alegoría porque se trata de un directo: los Feelgood han conseguido su momento de gloria haciendo lo que mejor saben hacer, que es rodearse de gente y volver al pasado durante un rato. Y a partir de ahí comienza una suave decadencia causada por el exceso de presión, las broncas entre Wilko y Lee, que se saldan con la marcha del primero, y la llegada de los emergentes punkis y nuevaoleros que ya se están haciendo con las listas de ventas. Pero ese estilo nunca muere, y con unos miembros u otros Dr. Feelgood lleva 40 años en los escenarios; finalmente se ha convertido en una especie de franquicia en la que no hay un solo miembro fundador en activo. Lo cual tampoco importa mucho porque esa es precisamente otra de las características de las bandas de pub, que hoy tocan unos y mañana tocarán otros. El espectáculo debe continuar. Y su verdadera importancia tal vez sea la de haber dignificado a ese rango de músicos, mientras que su insolencia llegando a las listas es en cierto modo el acicate para toda una generación de jóvenes que comienzan a creer en la posibilidad de un cambio, en que tal vez el Rock Señorial tenga los días contados. 

Porque las señales de tal cambio se multiplican: en 1975 los pubs del sur de la Isla también acogen a otros grupillos como los 101ers, donde milita un tal John Mellor, futuro Joe Strummer; otro tal Paul Weller ya lleva dos o tres años tratando de sacar adelante a su banda, los Jam (ha descubierto a los mods hace poco y está flipando). Entre el público asistente vemos a John Lydon -futuro Johnny Rotten-, que se ha cansado de escuchar a sus antaño queridos Pink Floyd y comienza a frecuentar ambientes poco recomendables; lo mismo debe de estar haciendo Malcolm McLaren, personaje caótico que en 1974 anduvo por los States y llegó a ser manager de los New York Dolls un ratito: ha vuelto a la Isla, tiene una tienda de ropa, pero ya está tramando alguna otra insensatez… También anda por el medio Ted Carrol, propietario de la tienda Rock On Records, que piensa que si Richard Branson comenzó con otra tienda y llegó a crear un sello discográfico sin tener afición siquiera, un gran aficionado como él podrá hacerlo también: a finales de 1975 nace Chiswick Records, la primera independiente de la nueva época; y pronto llegará la Stiff, y así sucesivamente. La carga explosiva se va nutriendo… Hay esperanza, después de todo. 


martes, 29 de noviembre de 2016

1974/75 (XI)



De todos los grupos que surgieron a principios de los años 70 como resultado “colateral” de la moda glam, el más interesante es Roxy Music. Si Bowie ejemplariza el cambio de época porque él mismo procede de los años 60 y está haciendo ese viaje, los Roxy son una confluencia de varios estilos anteriores y actuales: junto al glam que triunfa cuando ellos arrancan hay que sumar una influencia progresiva que transforman en avant garde con sus dos primeros discos (el espíritu de Brian Eno), pero también su querencia por el art pop y el cabaret. La suma de todas esas corrientes da como resultado la primera gran banda de tránsito entre el primer y el segundo quinquenio de esta década, una banda que con el tiempo se convertirá en referente: su primera época con Brian Eno impresionó a los Talking Heads, y algunas músicas de los primeros años 80 (los nuevos románticos, por ejemplo) les deben mucho. Bryan Ferry, líder y compositor principal, dejó claro con el tercer disco que no les había perjudicado la marcha de Eno: perdieron parte de su inclinación vanguardista (que a veces se hacía un poco densa), pero a cambio reforzaron su esencia de vodevil pop, sofisticándolo. Por otra parte, la estética glam desaparece y lo que tenemos ahora es un grupo de músicos muy profesional en el que Ferry adopta una pose de galán, de “conquistador de casino” que tal vez le venga un poco grande: ese cruce estético entre la apariencia bohemia de Kevin Ayers y los trajes perfectamente cortados de Bowie resulta dudoso. 

Pero lo que a nosotros nos importa son las canciones, y a finales de 1974 llega la confirmación de que la banda pasa por un gran momento con la publicación de “Country life” (ni que decir tiene que en España hubo problemas con esa fotografía, que salió recortada). En algunos aspectos la marcha de Eno ha servido para mejorar la situación interna, ya que los demás músicos coincidían con él en la excesiva autoridad de Ferry: la autoría de las canciones se va repartiendo entre él, Manzanera y Mackay gradualmente. Por otra parte el puesto de bajista, que había sido casi itinerante en los primeros tiempos, parece confirmarse a favor de John Gustafson, al que vemos por segunda vez en los créditos; como también se confirma Eddie Jobson, el sustituto de Eno, que ha ampliado el rango de sonido en la banda gracias a su dominio del violín junto a todo tipo de teclados. Como ya es norma de la casa, el disco se abre con una pieza frenética: “The thrill of it all”, que además viene apoyada por ese violín y las voces de Ferry envuelto en el ritmo de la batería y las notas “enroscadas” de la magnífica guitarra de Manzanera. Pero en ese estilo la supera “All I want is you”, una de sus mejores composiciones, que lo tiene todo: línea melódica, los coros, el estribillo, ese punteo cósmico… un top 5 en singles, como era de esperar. Otra pieza brillante es “Prairie rose”, la que cierra la cara B, con un espléndido desarrollo en el que el protagonismo lo llevan los teclados y el saxo, aunque de nuevo Manzanera nos deja una de sus exhibiciones y por supuesto las voces y los coros son de categoría (hay que reconocer que los Roxy son un grupo con un sonido muy equilibrado, sin fisuras, gusten más o menos). Hablando de coros, hay un curioso ejercicio a medio camino entre música medieval y efluvios de su época avant garde en “Triptych” que vale la pena. Las piezas de medio tiempo están brillantemente representadas con “Three and nine”, “Out of the blue” o “Casanova”, y en conjunto yo diría que estamos ante uno de los mejores discos de los Roxy. 

Sin embargo, Ferry no estaba plenamente satisfecho. Las ventas alcanzaron un buen nivel en la Isla y Europa (un top 5 de media), pero en Estados Unidos la portada no fue del gusto de todos y llegó a ser boicoteada, lo cual afectó al contenido ya que se escuchó muy poco en las emisoras de radio. Ni que decir tiene que aquel inmenso país era el anhelo del bueno de Bryan, y no solo por el dinero: una de sus fantasías era convertirse en un nuevo Frank Sinatra, un gran crooner de los 70. Su carrera en solitario, paralela de momento a los Roxy, había comenzado en 1973 con “These foolish things”, un disco de versiones que es todo un homenaje al género, y vuelve a repetir la jugada en 1974 con “Another time, another place”, publicado justo antes de comenzar la grabación con los Roxy. En esos dos discos la mayoría de las canciones son yanquis, especialmente en el segundo (aunque la canción que lo cierra sea suya), y tuvieron una aceptación razonable, sin estridencias. Ferry piensa que tal vez en aquel país la imagen de su banda, tan decadente, tan europea, sea un obstáculo para sus planes; que posiblemente le interese seguir su camino en solitario… 

Y en 1975 llega el que será el último disco en esta fase de los Roxy: “Siren”, que se publica en otoño y que no muestra grandes diferencias con el anterior aunque el sonido es un poco más compacto. Resulta inevitable una mención especial a “Love is the drug”, la canción que lo abre y que fue un éxito planetario al mismo tiempo que desagradó a muchos seguidores tradicionales del grupo, que vieron una descarada inclinación a la comercialidad en ese ritmo casi funky (de todos modos la ejecución es soberbia, como siempre). Además del sonido también se nota una mayor “presencia” de Ferry, aunque las demás canciones siguen la línea básica trazada en el disco anterior: “Whirwind”, la que abre la cara B, parece inspirada en la apertura de aquel disco, mientras que “Sentimental fool” e incluso “Both ends burning” cumplen con la cuota de pop vanguardista. Los ritmos medios están bien representados con “Could it happen” o “Just another high”, que cierra el disco con mucha dignidad. En conjunto estamos ante otro superventas que incluso en los States elevó el nivel medio de popularidad de la banda, aunque a algunos nos decepcionó un poco: hasta cierto punto, da la impresión de que todo gira alrededor del hombre de la pajarita. 

Tras una nueva gira, a mediados de 1976, se anuncia la baja de Roxy Music en el censo. Dicen que Jerry Hall, la sirena que vemos en el último disco y que era novia de Ferry por entonces, fue quien le animó a dar ese paso, aunque es evidente que lo habría hecho de todos modos. Por entonces se publica “Viva!”, un resumen de tres actuaciones habidas entre 1973 y 1975 en la Isla; no está mal, aunque algunos pensamos que las bandas como esta brillan más en estudio. Pero las ilusiones de Bryan no se cumplirán plenamente: sus discos en solitario seguirán vendiéndose más o menos bien en Europa y muy poco en los States; ah, y la pérfida Jerry lo abandonará para irse con Mick Jagger. Los Roxy tendrán una segunda vida entre 1977 y 1983, haciendo mucho dinero con su novedoso estilo soft pop (Ferry seguirá alternando su carrera en solitario con sus obligaciones en la banda). Y por supuesto, volvieron a intentarlo en este siglo. Pero a estas alturas ya da igual: los Roxy que nos gustan son los del siglo pasado, ¿verdad? 


martes, 22 de noviembre de 2016

1974/75 (X)

Por fin llegamos a la transición entre el viejo mundo y el nuevo: David Bowie. El suyo es un caso muy poco frecuente y comparable al de los Beatles, ya que como ellos consigue la rara hazaña de ser una verdadera estrella y seguir ofreciendo calidad; más aún, pura vanguardia. Es consciente de la decadencia del glam, el estilo que él lanzó a la fama junto a Marc Bolan; pero mientras Bolan es un genio menor sin capacidad para superar esa decadencia, Bowie ya está perfilando una nueva metamorfosis. Y por supuesto sabe que la crisis es general, que no solo afecta al glam, sino que la Isla se ha quedado sin recursos creativos. Por lo tanto ha de seguir explorando sus futuras posibilidades en los States, donde ya casi pasa más tiempo que en su país natal. Uno de los géneros que comienzan a destacar al otro lado del Atlántico, especialmente en la costa Este, es el funk; se trata de una evolución del soul/r'n'b con unos ritmos muy marcados, contundentes, que ya estaban ensayando algunos visionarios como James Brown a finales de la década anterior y que ahora comienzan a generalizarse en los clubs de las grandes ciudades. Y nuestro amigo, como siempre, toma nota. 


El resultado es “Diamond dogs”, que se publica a finales de Mayo del 74 con ese espíritu de transición del que hablaba al principio, ya que es una mezcla de casi todas las corrientes en las que navega Bowie por entonces. Ya no le siguen las Arañas de Marte, sino una selección de músicos en la que él mismo resulta decisivo: hace la mayor parte de las guitarras -sorprendentemente bien, además- y los saxos, además de que su voz está adquiriendo más matices. Hay evidentes influencias de los Stones (lo de “Rebel rebel” es un descaro), tonos apocalípticos casi orquestados como el arranque con “Future legend”/”Diamond dogs”, la vuelta al cabaret decadente pero con fogonazos futuristas en ese espléndido juego que es “Sweet thing/Candidate/Sweet thing(reprise)”, y en la cara B (que en conjunto se basa en la distopía del 1984 de Orwell) hay un recuerdo a las baladas glam simbolizadas en “Rock’n’roll with me”; el tono de Isaac Hayes surge en -precisamente- “1984”, seguida por la magnífica “Big Brother”, una de los momentos más puramente Bowie, tanto como el fundido rockero y humorístico de la Familia Esqueleto, con la que se cierra el disco. La intención inicial había sido la de poner en marcha una obra de teatro sobre el libro de Orwell, pero al parecer sus herederos no la autorizaron: la cara B es, más o menos, lo que quedó del planteamiento musical que había hecho para esa obra. Al principio la evolución que se muestra en este disco nos despistó un poco, pero con el tiempo creo que se ha convertido en una de sus obras más interesantes. 

Más tarde o más temprano tenía que aparecer un directo, y por fin lo vemos en otoño del 74 con el clásico “live” a continuación de su nombre; es un doble grabado durante la gira americana en el verano de ese año. Por entonces la grabación en esas condiciones solía perjudicar el sonido de los grupos con sección de viento, y un músico tan obseso del perfeccionismo como él forzosamente tenía que recurrir a los arreglos posteriores de estudio (o sea, que la grabación está muy maquillada con overdubs). Se trata de una época decisiva en su carrera, por lo cual es lógico ese cuidado; menos lógico resulta que esté grabando las actuaciones sin el conocimiento de la banda, que acaba enterándose y se planta hasta que negocia con ellos una compensación económica. Por otra parte se encuentra en uno de sus mejores momentos creativos, pero su ya preocupante adicción a la cocaína y otras substancias en medio de un ritmo de trabajo agotador le pasan factura a su voz, que suena un poco apagada. Y aun así, con todas las objeciones que se le quieran añadir, este disco tiene su importancia: estamos ante lo que el propio Bowie definió como “la muerte definitiva de Ziggy”, una selección de grandes canciones de su época glam junto a otras pertenecientes a “Diamond dogs” (el nombre oficial de la gira, por cierto) y algunas sorpresas como la versión del “Knock on wood” de Eddie Floyd o -ya era hora- la legendaria “All the young dudes” que había entregado a Ian Hunter para resucitar a los Hoople. También es legendaria la plantilla de músicos que lo acompañan, así como la cantidad de palos que recibió de la prensa musical, que se cargó el disco sin miramientos (“Si me llegan a hacer esas críticas a mí, no habría vuelto a grabar nunca más”, dice Jagger, que no es precisamente el más indicado para decir eso). Según la leyenda, el propio Bowie, apesadumbrado, ni siquiera llegó a escucharlo una sola vez. Y por supuesto, fue disco de oro. Es muy frecuente que la crítica vaya por un lado y la afición por otro, así que quien no lo conozca… que decida.

Antes de que aquella gira termine, Bowie ya está buscando tiempo para trabajar en su nuevo disco. La mayor parte del material se graba entre Filadelfia y Nueva York, y el resultado llega a las tiendas en la primavera de 1975 con el título de “Young americans”. Recordarán ustedes que por entonces el llamado “Sonido Filadelfia” estaba arrasando en las pistas de baile (los MFSB y compañía, por ejemplo), y recluta músicos de esa onda para conseguir un sonido lo más veraz posible. Es entonces cuando consigue el fichaje del guitarrista Carlos Alomar, que con solo 19 años había formado parte de la banda de James Brown y que en esa época es músico de sesión en la RCA. Carlos ya había participado en algunas grabaciones con Bowie, pero ahora pasará a formar parte de su grupo más cercano convirtiéndose en una especie de “nuevo Mick Ronson”; con mucha más proyección, ya que estará a su lado durante la grabación de al menos una docena de discos (entre idas y vueltas hay una relación musical de casi treinta años). Para los fans de toda la vida, la sensación es agridulce: quienes no disfruten de los estilos soul/funky/r’n’b con tonos orquestales difícilmente podrán entusiasmarse, pero hay canciones muy bien construidas. A mí me gusta la que da título al disco, o ese bonito juego rítmico con coros que tiene “Fascination”, o esa balada intemporal de funky lento que es “Right”; tal vez la cara B es un poco caótica, con esa extraña versión de “Across the universe” aunque participe Lennon (no me gusta Bowie haciendo versiones), pero el cierre nos presenta uno de sus singles más recordados para bien y para mal: “Fame”, una pieza funky que me recuerda a James Brown y que fue un tremendo éxito de ventas. Las críticas mejoraron un poco, y a pesar de la división de opiniones entre los aficionados estamos ante otro disco de oro. 

Pero Bowie no descansa, y ya está maquinando otro cambio de estrategia: dentro de poco esa delgadez extrema, casi enfermiza, será la efigie del Duque Blanco. Ya iremos viendo. 


lunes, 14 de noviembre de 2016

1974/75 (IX)

De todos los músicos formados en Canterbury, Kevin Ayers fue uno de los más brillantes. Miembro fundador de Wilde Flowers y luego Soft Machine, decidió muy pronto seguir en solitario, y no es de extrañar porque la mayor parte de los músicos con los que se había asociado fueron inclinándose hacia el jazz rock mientras que él, de espíritu mucho más amplio, abarcaba varios géneros distintos: en su música hay psicodelia, art pop, baladas de cabaret, rock de vanguardia... un ciento de influencias. Después de cuatro discos grabados entre 1969 y 1973, Kevin se despide de Harvest y ficha por Island; según él nunca se sintió a gusto en aquella filial de EMI, donde al parecer lo único importante era Pink Floyd y los demás fichajes del sello estaban en un peldaño inferior. Es un argumento creíble, pero Island está sufriendo una evolución: se acaba el tiempo en que lo más granado de la música británica se cobijaba en ese sello. El agotamiento del rock clásico es evidente, y ya vimos en el 73 que Blackwell trata de abrir nuevos mercados lanzando la moda del reggae; una figura de culto como Kevin le interesa, si es a condición de que se puedan perfilar un poco sus opciones comerciales. Y lo primero es buscar un sonido más compacto, más accesible: si la producción de todos sus discos en Harvest fue dirigida por el propio Kevin, Island le impone a Rupert Hine (músico metido a productor poco antes), que en dos meses deja lista la publicación de su primer disco en el sello de la isla. 


En la primavera del 74 llega el resultado de esa metamorfosis: se titula “The confessions of Dr. Dream and other stories”, y aunque es evidente que hay cambios debemos recordar que todos los discos de Kevin son irregulares: junto a canciones magníficas siempre hay otras prescindibles. Es el caso de la que abre el disco, titulada “Day by day”, una pieza entre pop y funky que probablemente fue colocada en ese puesto con la intención de enganchar a nuevos oyentes pero que para un fan tradicional resulta un poco cargante; no es mucho mejor “See you later”, una especie de country que viene luego, aunque luego mejora al fundirse con un rock muy al estilo Ayers que pierde en los coros femeninos lo que gana con las guitarras de sonidos extraños. A partir de ahí, el resto de la cara A ya es más tradicional, con un tono medio entre balada y psicodelia apaciguada. Pero lo mejor está en la cara B, con la canción que da título al disco (y que ocupa la casi totalidad del espacio salvo una pequeña despedida final de un minuto y poco); es una suite que se divide en cuatro partes y sí, ese es el Kevin de siempre: La extraña atmósfera de “Irreversible neural damage”, una especie de surrealismo intimidante, se transforma, a través del pequeño tránsito de “Invitation”, en “One chance dance”, una balada que va evolucionando hacia un juego de sonidos espaciales que por momentos recuerdan a Gong, para terminar en “Doctor Dream Theme”, que remata el juego anterior y lo lleva hacia otra balada surreal con la voz de Kevin en off. Contra lo que nos temimos al principio, el conjunto está a la altura de sus obras anteriores. Y también hay que recordar que le acompaña medio Canterbury, con una exhibición de órgano a cargo de Mike Ratledge o la guitarra de Mike Oldfield, además de otros amigos suyos como Michael Giles o Lol Coxhill. Por cierto: Nico, que está de paso en Londres, pone su voz en la primera parte de la suite.  

También John Cale, otro ilustre ex-Velvet Underground, anda por Londres en esas fechas. El motivo es que Richard Williams, uno de los cerebros de Island, ha pensado que sería interesante reunir a unos cuantos representantes de la vanguardia yeyé (todos del sello Island por entonces) para grabar un directo junto a Kevin; también están invitados Brian Eno, algunos colegas de Canterbury como Robert Wyatt y el cada vez más ubicuo Mike Oldfield. La grabación tiene lugar en el Rainbow, y no se rompen mucho la cabeza para titular el disco: “June 1, 1974”. Finalmente las letras grandes se las lleva el cuarteto formado por Kevin, Eno y los dos elementos velvetianos, aunque en la contraportada su encabezamiento incluye a una novedosa agrupación llamada “The Soporifics” en la que figuran, aparte de Wyatt y Oldfield, otras leyendas británicas como Ollie Halsall o John “Rabbit”. Es evidente que la grabación está hecha a mayor gloria de Kevin, ya que toda la cara B es suya; pero resulta interesante escuchar a Eno interpretando dos piezas de su primer disco, o las versiones de dos canciones tan distintas como “Heartbreak Hotel” y “The end” protagonizadas por Cale y Nico, respectivamente. Así que, aun siendo un disco anecdótico, vale la pena tenerlo. Ah, y hablando de anécdotas seguramente les gustará conocer uno de los marujeos más famosos en la historia del rock (si no lo conocen ya, claro): el irresistible Kevin tuvo un encuentro amoroso con la señora de Cale (Cynthia Wells, una antigua y famosa grupie) justo el día anterior, y este los sorprendió durmiendo juntos. Cale recordará luego el episodio en “Guts”, una canción incluida en “Slow dazzle”, su disco del año siguiente (“The bugger in the short sleeves fucked my wife"). Island asegura que la fotografía del cuarteto que figura como titular del directo está tomada momentos antes de comenzar la actuación; es decir, Cale ya estaba enterado de la operación. Y ahí los tienen ustedes, a esos dos magníficos músicos sonriéndose como si no hubiese pasado nada. Qué elegancia… 


El caso es que tanto un disco como el otro tienen unas ventas decentes, pero poco más. Kevin entra en un período confuso, en el que su interés por mantenerse como músico independiente choca con la humana prevención por ahorrar un dinerillo para el día de mañana, favorecida por las exigencias del sello. Este consiente en que nuestro amigo se produzca su próximo disco (ayudado por su colega Halsall), pero a cambio debe transigir con un “perfilado de imagen”: Elton John, que se ha hecho amigo suyo y participará en la grabación, le recomienda a su manager para que potencie su carrera; y una de sus primeras decisiones es presentarlo en la portada de “Sweet deceiver”, ese nuevo disco (primavera del 75), como una especie de símbolo sexual, de lánguido efebo que rompe corazones. Kevin reconocerá luego que aquello fue un error, pero de momento sus fans nos quedamos un poco sorprendidos al ver esa pose, ese peinado, ese blanco inmaculado… En realidad no es una imagen muy exagerada sobre la natural, pero algo chirría. Y en cuanto al disco, la cosa va al revés que en el anterior: ahora es la cara A la más interesante, mientras que la B sobra en su gran mayoría. El sonido, en cambio, recuerda a su época Harvest: “Observations”, para mí la mejor del disco, un cruce de balada con rock progresivo y un maravilloso riff entre psicodelia y surrealismo, podría figurar perfectamente en alguna de sus primeras obras; hay una especie de penitencia en la letra de “Guru Banana”, una burla sobre los mitos creados por la contracultura del momento, pero poco más. El resto del disco, a pesar de algunos buenos momentos, se olvida enseguida; y como era de esperar, el resultado comercial es discreto. 


Kevin e Island deciden romper su relación, y resulta que… ¡Kevin vuelve a Harvest! Hay que ver las vueltas que da la vida. Sin embargo la frescura decadente de nuestro amigo se va perdiendo poco a poco, probablemente por la edad y porque estamos entrando en una época muy diferente a la que dio lugar a fenómenos como el sonido Canterbury; a partir de ahora Kevin, como muchas otras luminarias de un tiempo que termina, será más popular por sus actuaciones que por sus discos, cada vez más espaciados, cada vez más previsibles. Pero queda su aura, y por supuesto aquellos primeros discos cuyo resplandor no se pierde.  


lunes, 7 de noviembre de 2016

1974/75 (VIII)

Entre las infinitas variantes que se suelen citar como “progresivas” destaca una colectividad de músicos inquietos cuya ciudad de residencia se acabó convirtiendo en todo un estilo: la ensoñadora Canterbury. Recordarán ustedes que esos músicos, estudiantes en su mayor parte, crearon una primera agrupación prácticamente amateur llamada Wilde Flowers a mediados de la década de los 60; poco después algunos de ellos se unieron a otros que venían de fuera y de ahí surge Soft Machine, la primera banda a escala nacional, cuya mezcla de psicodelia con art rock, jazz e incluso pop resultaba sorprendente. Luego los Machine evolucionaron hacia el jazz rock de vanguardia, que a mí se me hace bastante aburrido; pero por entonces surgió una nueva banda que mantenía en gran parte la esencia de los primeros tiempos: Caravan. Su mezcla de rock melódico, sinfónico a veces pero -por lo general- sin excesos, con toques pop y mucho humor (algo casi prohibido en el rock progresivo), los hacía encantadores. Y no mucho después apareció otra más humorística aún; tanto, que resultó ser un planeta: Gong, dirigido por el imprevisible Daevid Allen, un australiano que había participado en los primeros tiempos de Soft Machine y cuya mezcla enloquecida de psicodelia con jazz rock y sonidos astrales e hindúes lo hace merecedor al título de Hijo Adoptivo de Canterbury. Por desgracia, también para ellos va llegando la hora de la despedida en este local.


Caravan, tras unos comienzos dudosos a finales de los 60 con un disco grabado en malas condiciones y peor distribución, encadenaron luego otros cuatro que los han llevado a convertirse en uno de los nombres de culto más queridos por los frikis europeos. En su contra tienen el hecho de que, como la mayor parte de las agrupaciones de Canterbury, la plantilla es inestable: de los cuatro miembros fundadores, Pye Hastings y Richard Coughlan -la tendencia art pop y orquestal del grupo- se mantienen desde sus primeros tiempos, mientras que los primos Sinclair, más escorados hacia el jazz rock, han estado yendo y viniendo. En estos momentos el trío principal está formado por los dos primeros más Dave Sinclair; junto a ellos, Geoffery Richardson (violines, guitarras e instrumentos de viento) y el bajista John Perry. Esta formación es la que se asocia con la New Symphonia Orchestra para grabar una actuación en el Teatro Real de Londres a finales de Octubre del 73, que se publicará en la primavera del 74. No soy yo muy aficionado a los experimentos de ese tipo (pienso que el disco de los Purple o el de los Moody Blues con orquesta no son nada del otro mundo), pero tal vez sea la banda que mejor empaste ha conseguido entre un sonido y otro: al final resulta ser un disco bastante aceptable, en el que por momentos suenan perfectamente conjuntados (en la reedición en CD tenemos el concierto completo, incluyendo la ejecución de algunas canciones pertenecientes a su disco anterior: vale la pena).

Al poco rato se marcha Perry, sustituido por Mike Wedgwood (ex-Curved Air entre otros empleos). Es una época de mucho trabajo en directo, lo cual hace que la preparación de su nuevo disco se lentifique hasta que por fin, después de más de medio año de sesiones esporádicas, se publica en verano del 75. El disco se titula “Cunning stunts”, y de pronto parece que estamos ante otra banda: en la cara A las canciones fluyen en un tono medio agradable, con un sonido muy cercano al mainstream yanqui (salvando las distancias, me recuerda la milagrosa transformación de Fleetwood Mac), e incluso la pretendidamente rockera “Stuck in a hole”, que fue single, suena como si no quisiera molestar. El cierre mejora un poco con “No backstage pass”, la última, cuyo desarrollo ya nos suena más familiar. En cuanto a la cara B, lo mejor del disco, está ocupada casi íntegramente por “The dabsong conshirtoe”, un largo desarrollo en fases al estilo tradicional del grupo, que no llega ni de lejos a las alturas de otros tiempos pero se deja oír. En resumen, parece que la maldición del doble directo que sufrieron otras bandas ha afectado también a Caravan, aunque el suyo fuese sencillo. Poco después se marcha Dave Sinclair, el grupo graba un nuevo disco más flojo aún que el anterior, van y vienen otros músicos, hay otro disco, una separación de dos años, vuelven algunos y graban más discos… Los Caravan que la mayoría de fieles admirábamos terminaron en 1975: a partir de entonces sus reencarnaciones sucesivas ganaban el dinero en las giras, mientras que los discos pasaban desapercibidos. Mala señal.


El planeta Gong, esa nave fantástica dirigida por Daevid Allen, tiene una tripulación primaria bastante consolidada: además de Gilli Smyth y Didier Malherbe, que acompañan a Allen desde el principio, Steve Hillage y Pierre Moerlen se unieron en 1973, justo a tiempo para comenzar la trilogía “Radio Gnome Invisible”, que llega en 1974 a su final con la publicación del tercer disco: “You”. La estructura musical de Gong sigue una línea muy estable, basada en un tono general de psicodelia un poco loca, jazz rock con efluvios espaciales, influencias hindúes y, recuerden, mucho sentido del humor. El humor es una de las principales señas de identidad en el espíritu de Canterbury; como lo es también el origen jazzístico de muchos de sus músicos, y gracias a eso su destreza técnica es muy alta: Gong o Caravan gustarán más o menos, pero no se puede negar la tremenda categoría de su sonido. 

“You”, el final de aquella trilogía, es tal vez la obra más “espacial”. El sonido se ha ido haciendo cada vez más amplio, con más profundidad, aunque las características básicas se mantienen desde “Magick brother”, su primer disco. “You” resulta ser también el más popular en Europa (y el segundo publicado en España a su tiempo): aunque no hay grandes diferencias con los anteriores, Allen y sus amigos parecen haberse esforzado en su elaboración, evitando el exceso de minutos tediosos que por momentos apagaban la brillantez de los otros dos: las piezas largas, como “Master buider” o “The isle of everywhere”, están perfectamente diseñadas, con ese cruce entre jazz rock, cánticos y sonidos espaciales que se convierten en casi hipnóticos (tal vez resultan un poco extensas las que cierran cada cara, en cambio). Y una de las cortas se convirtió en el mejor resumen de lo que era la locura Gong: “A P.H.P.’s advice”, que en menos de dos minutos nos deja claro ante qué tipo de personajes estamos. En resumen, “You” es tal vez la obra más accesible de Gong, aunque con ellos el término “accesible” es un tanto etéreo. 

Por desgracia, con el fin de la trilogía llega también el fin de ese planeta: Gilli Smyth se ha retirado brevemente para atender a su hijo; y Allen, que es el padre, lo hace poco después. En consecuencia Gong ya no es una nave planetaria, sino un simple grupo musical que de momento quedará al mando de Malherbe y Moerlen (algo que ni a ellos mismos apetece): con la ayuda de Hillage y nuevos integrantes publicarán en 1976 “Shamal”, el único disco de esta nueva formación. Hay una buena mezcla entre jazz rock, música cercana a los sonidos étnicos, un gran juego de percusiones e instrumentos de viento; pero se ha perdido el espíritu loco que guiaba a aquella nave, y los propios músicos deciden liquidar el proyecto poco después de su publicación. En cuanto a Allen y Smyth, más adelante recrearán Gong y su filosofía con nombres similares o diferentes, hasta que abandonan este mundo: Allen a principios del año pasado, ella en Agosto del presente. Su locura fue longeva y emocionante para quienes quedamos prendidos en la fantasía de su planeta. Benditos sean, estén donde estén ahora. 



lunes, 31 de octubre de 2016

1974/75 (VII)



Genesis es otra de esas bandas que los comentaristas catalogaron inmediatamente como “progresiva” por la necesidad de buscar etiquetas, pero que al igual que los Crimson viven en su propio mundo. Gabriel y sus socios tuvieron que luchar en los primeros tiempos contra la visión a corto plazo de un productor tan poco fiable como Jonathan King, obsesionado con la posibilidad de crear una alternativa a los Bee Gees, obligándolos a elaborar un pop orquestado y blandengue que casi acaba con ellos. Eran un grupo con esencia pop, eso es innegable; pero en cuanto se sacudieron a King de encima su estilo melódico, barroco y sí, orquestal a veces, se fue electrificando hasta situarse en el rango de unos Moody Blues o Procol Harum. Finalmente demostraron tener más recursos y originalidad que todos ellos: en 1973 alcanzan su cumbre con la publicación de “Selling England by the pound”, una rara maravilla que aún hoy se sostiene a pesar de que los gustos han cambiado mucho. 

En teoría la composición corre a cargo de todo el grupo, ya que ninguna canción figura a nombre de uno de ellos en particular. Sin embargo, hace tiempo que se sabe que quien lleva la voz cantante -y nunca mejor dicho- es Peter Gabriel, un personaje inquieto, en la onda de un Bowie, para quien la música no se limita a una mera ejecución sino que ha de ser acompañada por un buen show. Él es quien elabora y por supuesto quien representa los personajes surrealistas que aparecen en el escenario, quien diseña los juegos de luces, quien le da a Genesis su verdadera esencia. Los demás son muy buenos músicos, y aunque tienen criterio propio saben ceñirse a sus ideas, pero comienzan a mostrarse inquietos: Gabriel no es muy dado a escuchar los consejos de sus compañeros, que tanto en lo musical como en lo escénico desearían una banda más convencional, no tan “rara”. Y al menos desde el punto de vista económico tienen sus razones, ya que están en números rojos por culpa de los enormes gastos que originan los montajes teatrales. Por otra parte, a finales del verano de 1974, cuando comienzan a preparar el nuevo disco, Gabriel se ausenta con mucha frecuencia ya que su esposa está sufriendo un difícil embarazo. La suma de unas cosas y otras hace que las relaciones dentro del grupo se vayan agriando a cada día que pasa. 

Teniendo en cuenta todas estas circunstancias resulta sorprendente que el nuevo disco, titulado “The lamb lies down on Broadway”, doble, con la complejidad temática y musical que tiene, haya sido grabado en tan solo dos o tres meses, lo cual indica que la mayor parte de las piezas ya estaban muy rodadas gracias a las actuaciones. Se publica a mediados de Noviembre de 1974 y pronto se convierte en su obra más popular hasta ese momento: durante más de medio año la banda se embarcará en una serie de giras continuas en las que casi con exclusividad ejecutarán ese único material. Y sin embargo hay que insistir en que no estamos ante un disco “fácil”, sino ante una obra conceptual bastante alambicada comenzando por el tema literario, que nos describe las accidentadas aventuras de Rael, un inmigrante de Puerto Rico que llega a Nueva York; por supuesto esas aventuras siguen el tono surrealista al que nos tienen acostumbrados, y finalmente el protagonista, que ha encontrado a su hermano John, descubre que es él mismo (“It is real, it is Rael”, clama Gabriel). Pero lo que nos importa aquí es la música, y aunque hay muchos seguidores que prefieren su disco anterior otros pensamos que este tiene el mismo mérito, que ambos constituyen la culminación de la carrera de Genesis, para lo bueno y para lo malo (tal vez haya un poco de autocomplacencia, un exceso de tremendismo en la idea general). No tiene mucho sentido destacar unas canciones sobre otras porque aquí, tal vez por el hilo conductor de la trama, la música va fluyendo entre momentos de grandiosidad casi orquestal como las piezas que abren y cierran el disco, fases contundentes (como “Back in NYC”) y zonas de melancolía muy bien conseguidas (“The carpet crawlers” es un buen ejemplo). Incluso hay piezas fácilmente asumibles por una buena mayoría de aficionados: “Counting out time” fue un relativo éxito en single. 

Pero la brillantez de esta obra no va a juego con situación interna del grupo. Aunque no lo parezca, solamente algunas piezas sueltas como “The carpet crawlers” son obra casi completa de Gabriel; en realidad su trabajo se ha centrado en la trama literaria, delegando en sus compañeros la elaboración de gran parte del esquema musical (lo cual resultaba inevitable, ya que por la situación de su esposa faltaba a los ensayos con mucha frecuencia). Y a finales del verano de 1975, tras unas cuantas giras que se le hacen insoportables, decide pasar más tiempo al lado de su esposa y su hija recién nacida, que siguen con problemas de salud. Si a esto sumamos el mal ambiente que ya había por la dirección artística del grupo, no es extraño que finalmente decida abandonarlos. Más tarde o más temprano, con problemas de salud o sin ellos, esta separación acabaría ocurriendo de todos modos. 

Lo que pasó luego era esperable, hasta cierto punto. Collins, Rutherford y compañía insistían mucho en que Genesis era una comunidad de músicos en la que todos aportaban una creatividad similar, y nunca les gustó que la prensa y los fans tuviesen a Gabriel como referencia central, como si ellos fuesen simples acompañantes. Era una verdad a medias, ya que el trabajo principal de Gabriel era literario y escénico antes que musical (aunque el diseño global del sonido Genesis solía ser suyo), pero cuando llegó la ruptura se vio que sin él se convertían en una banda previsible: los discos inmediatamente posteriores intentaron dar la imagen de que había una lenta evolución respetando el estilo que los había encumbrado, pero se perdió el toque mágico. Y finalmente Genesis acabó siendo una banda de pop rock más o menos standard que consiguió unos ingresos formidables: como suele pasar, lo profesional se impuso a lo artístico, aunque ya no importaba mucho porque eran otros tiempos. En cuanto a Gabriel no sé la opinión que tendrán ustedes, pero sus discos entre finales de los 70 y principios de los 90 me parecen de lo más valioso que se hizo en aquella época. 


martes, 25 de octubre de 2016

1974/75 (VI)

En los años 60/70, cuando una banda era realmente grande resultaba difícil encuadrarla en un género determinado: los Beatles fueron muchas cosas distintas, como lo fueron Traffic, Family… o King Crimson. Los periodistas musicales, siempre necesitados de etiquetas, encuadraron a los Crimson en un terreno a medio camino entre el rock progresivo y el sinfónico, pero cualquiera que conozca un poco a este grupo sabe que estaban muy por encima de esas denominaciones porque tenían su propio estilo, cambiante pero siempre original, inconfundible. Y también a ellos les está llegando la hora de la despedida. 




La táctica de Robert Fripp ha sido hasta ahora desarrollar una estructura musical que se renueva cada dos discos. De ese modo, y aunque siempre ha buscado los extremos -violencia o suavidad, casi quietud-, en los dos primeros los momentos de más tensión tienen orígenes en el jazz rock mientras que las piezas lentas suenan un tanto “espaciales” gracias al uso del melotrón. Los dos siguientes se acercan en ocasiones a la música de cámara (con esa curiosa predilección por los boleros), y los sonidos más vivos andan cerca de la música concreta con tonos de free jazz. Ya en “Islands”, el segundo de ese par, comienza a notarse una evolución en su forma de tocar la guitarra, que por momentos suena rasgada, en cortos y secos hachazos: ese sonido será uno de los protagonistas principales en la nueva orientación del grupo, inaugurada en 1973 con el revolucionario “Larks' tongues in aspic”, que instaura también un estilo más radical en la batería y las percusiones. El resultado final tiene fases contundentes, pero creo que ya dije alguna vez que don Roberto sabe distinguir muy bien entre bronca e intensidad. Ah, por cierto: poco antes nos enteramos de que se ha hecho amigo de Brian Eno, y como fruto de esa amistad a finales de año se publica aquel disco tan vanguardista titulado “No pussyfooting”. Dice Fripp que “no teníamos ninguna intención de grabar un disco en común, sino de pasarlo bien”. Perfectamente. Sigamos pues con lo nuestro: justo por entonces termina la gira europea que trajo al grupo a España por primera vez, y a principios del 74 llegan al estudio repitiendo formación, sin alteraciones. Eso es una gran noticia, ya que significa que se sienten a gusto, sin los agobios de ocasiones anteriores, y que esa estabilidad ha de reflejarse en el disco; que se publica en la primavera, es decir, muy pronto, lo cual es una consecuencia lógica de lo anterior. 

El disco se titula “Starless and bible black”, y algunos pensamos que es una de las cumbres del grupo: se asienta claramente en el disco anterior, pero su evolución es admirable. En la cara A tenemos una sucesión de canciones cortas que comienza con “The great deceiver”, una especie de rock con un riff muy nítido y que se fracciona para dar entrada a las intervenciones vocales de Wetton, que consigue un estribillo muy origlnal; “Lament”, la segunda, parece buscar el reverso con una especie de balada suave que progresivamente se encrespa. Son dos piezas realmente accesibles para un público medio, lo que constituye un nuevo mérito que añadir a la perspectiva musical de Fripp, hasta ahora un tanto elitista. “We’ll let you know” es un desarrollo instrumental en gran parte improvisado, el primero que nos muestra la verdadera esencia de este disco. “The night watch”, la siguiente, la última cantada, es una nueva delicia con aspecto de balada y que junto con la primera será publicada en single. Por cierto, que luego nos enteramos de que las tres piezas cantadas son probablemente lo único que se pulió con posterioridad, ya que gran parte del material, aunque ensamblado en estudio, procede de una actuación en Amsterdam. Las dos últimas son “Trio”, un suave ejercicio de estilo, seguida por “The mincer”, un tanto inconexa. La cara B solo tiene dos piezas: la que da título al disco (una improvisación a cargo de cada músico donde quizá los momentos más contundentes son obra de la batería) y “Fracture”, una verdadera exhibición que teóricamente también está improvisada pero en la que destaca una escala obsesiva, un crescendo casi demencial a cargo de la guitarra de Fripp y que se ha hecho legendario. En conjunto, salvo alguna crítica aislada, este disco está considerado como una de las más altas muestras de la escasa vanguardia que se produjo a mediados de los 70, una época muy poco refrescante. 

Volvieron las giras, sobre todo en los Estados Unidos. Teniendo en cuenta que los yanquis son más propensos al rock puro y duro que a las florituras progresivas, tal vez a ustedes les interese conocer un comentario muy curioso de Bill Bruford: “En la Isla siempre hubo una concepción errónea sobre King Crimson: nos encasillaron como un grupo tremendamente intelectualizado. En los Estados Unidos nunca tuvieron estos prejuicios, siempre nos consideraron una banda de heavy metal, potente y contundente”. Sin embargo, Fripp decía que “No estamos aquí para divertirnos superficialmente, somos una banda intelectual, aunque no por ello dejemos de pasarlo bien”. Y parece que comienza a surgir el conflicto entre “pasarlo bien” y el agobio por tanto trajín soportando la presión del público, de los managers, la excesiva radicalización del sonido: aunque no hay una nota oficial (ni los propios músicos lo saben aún), King Crimson subirá por última vez a un escenario el 1 de Julio del 74 en Nueva York. Terminada la gira, vuelven a los estudios para grabar la que será su obra de despedida; David Cross se había marchado poco antes, pero Fripp lo llama para que participe. Da la impresión de que quiere cerrar el círculo iniciado en el año 68, ya que también acudirán casi todos los integrantes de las sucesivas secciones de viento que pasaron por el grupo: Ian McDonald, Mel Collins, Mark Charig y Robin Miller. El material, una vez más, está suficientemente rodado; la duda es si estaremos ante una continuación de los dos discos anteriores, algo que rompería la táctica tradicional. Ah, y para rematar la intriga resulta que Fripp, cada vez más inquieto y deseoso ya de irse a casa, delega la dirección en Wetton y Bruford: él se limitará a tocar su guitarra disciplinadamente. 

El disco se publica en otoño del 74 con el título de “Red”. En la contraportada vemos la aguja de un vúmetro entrando en la zona roja, que es el número 7: su séptimo disco. Muy simbólico. Una o dos semanas antes, Fripp había comunicado oficialmente la desaparición del grupo. Con estos antecedentes, a los fans nos invade el temor de estar ante una obra de compromiso, una simple obligación por contrato, pero resulta que la cosa es al revés: “Red” es un cruce perfecto entre los primeros y los últimos tiempos de la banda. El sonido, en conjunto, puede parecer similar al de los dos anteriores si no fuese por los instrumentos de viento y el uso del melotrón; la música va fluyendo desde el presente hasta el pasado con el arranque de la primera pieza, que le da título y es una clara herencia del estilo “Larks’ tongues in aspic”, hasta el cierre señorial que marca “Starless”, donde el tono de fondo recuerda inevitablemente a la Corte del Rey Carmesí, con su perfecto equilibrio entre balada electrónica y caos medido. Así que nuestros temores eran infundados, y esto es un canto del cisne en toda regla: una despedida perfecta, rotunda, a la altura de una banda tan especial como King Crimson. 


La obra de compromiso llega luego, con la publicación en la primavera de 1975 de un directo: se titula “USA” y como su nombre indica es una colección de piezas pertenecientes a actuaciones en aquel país, en su última gira del 74. No es un mal disco -desde luego es infinitamente mejor que “Earthbound”-, pero resulta un poco decepcionante porque la única pieza de sus primeros años es “21st Century schizoid man”; el resto, salvo la inédita “Asbury Park”, corresponde a los dos anteriores a “Red”, es decir, casi íntegramente a su última época, con lo cual queda una imagen sesgada del grupo, muy metalizada, muy al gusto yanki. El sonido es bastante bueno (hay overdubs en estudio) y como constancia del poderío de los Crimson en directo es un buen ejemplo, pero… esperábamos otra cosa, tal vez. Luego Fripp presentará un doble recopilatorio, seguirá sus trabajos con Eno, habrá un semi-retiro, creará una academia de guitarristas, volverá a lanzar a King Crimson en los años 80, etc etc. A mí nunca me cayó bien y su producción de esa segunda época no me parece ni de lejos a la altura de la primera, pero una vez más esta es una simple opinión mía. Eso sí, en la primera seguro que todos estamos de acuerdo: aquello fue fantástico. 



miércoles, 19 de octubre de 2016

1974/75 (V)

La psicodelia y el blues rock, los dos estilos más populares en la Isla en 1967/68, son la base de las infinitas evoluciones que arrancan a partir de entonces: ya hemos visto que de aquellas primeras bandas psicodélicas surgió el rock progresivo, y del blues rock casi todo lo demás. Esta segunda alternativa pronto dará paso al rock machote en sus variantes hard, heavy, metal y lo que vaya surgiendo; las más brillantes, como Led Zeppelin, Free, Deep Purple, Uriah Heep o Black Sabbath, también nos han visitado. Y del mismo modo que en el blues hay formidables grupos de segunda categoría que, sin el brillo de grandes nombres, son muy efectivos en directo (hablábamos de unos Groundhogs o Savoy Brown), lo mismo sucede en este sector. Es el caso de las dos respetables segundonas que son asiduas a este local desde sus inicios: Humble Pie y Mott The Hoople. Sus discos pocas veces han alcanzado el top 10 pero se defienden muy bien en las giras, que como en muchos otros casos son cada vez más frecuentes en los States que en su propio país. 




Humble Pie, la banda de Steve Marriott, nunca ha tenido mucha popularidad en la Isla. En su primera época el repertorio era un equilibrio entre su vocación rockera y la tendencia más acústica, suave, de Peter Frampton; sin embargo, en las giras se impuso casi desde el principio el estilo contundente de Marriott, lo que dio como resultado la marcha de Frampton en el 70 tras la grabación del tercer disco, en el que su aportación ya fue muy pequeña. A partir de entonces, los Pie son una mezcla de hard rock con r’n’b y soul que en directo funciona muy bien pero en disco resulta previsible, salvo excepciones como el magnífico “Eat it” del año 73 (la mejor prueba es que su disco más vendido sea el doble directo en el Fillmore). Ese giro los alejó definitivamente de sus compatriotas, y muy rara vez se les ve a este lado del Atlántico. Pero ni siquiera al otro lado las ventas de discos son suficientes para mantenerse, y tanto Marriott como el resto del grupo comienzan a hartarse de recorrer el país sin descanso. 

En 1974 presentan “Thunderbox”, su nuevo disco, pero solamente en los Estados Unidos; es de suponer que tanto su sello A&M como ellos mismos dan por perdido el mercado británico. Las Blackberries, el trío de negritas que nos alegraba en “Eat it”, sigue presente en algunos momentos de esta nueva obra en la que la mayoría de las piezas son versiones. Da la impresión de que el soul ha ganado terreno al hard, llegando incluso a tonos funky como en “Groovin’ with Jesus” o “Rally with Ali”; hay una agradable versión blusera del “No money down” de Berry, se aproximan al estilo Stones en “Ninety-nine pounds”, y a veces suenan a los Pie de siempre como en la que le da título, pero en conjunto estamos ante una obra mediocre, de esas que olvidas al cabo de diez minutos. 

La sensación de cansancio se convierte en malestar general; especialmente por parte de Marriott, que tiene broncas con el resto del grupo y ya está pensando en seguir una carrera en solitario más relajada. Sin embargo A&M quiere al menos un último disco y, sin su permiso, recopila unas cuantas piezas a medio rematar (algunas pensadas para el primer disco en solitario del propio Marriott) que entrega a Andrew Loog Oldham para que las produzca. Es curioso lo de Oldham: recordarán ustedes que fue el jefazo de Immediate, aquel sello donde se produjo la transición de Small Faces a Humble Pie, pero al que las deudas liquidaron afectando de lleno al grupo. Resulta extraño que A&M recurra a él para elaborar la despedida, que a principios del 75 se oficializa con el título de “Street rats”; pero no empeora la sensación que habían dejado el año anterior, y eso ya es algo (aunque ni el grupo ni sus fans más acérrimos quieren saber nada de esta última obra). Aquí tenemos una mezcla de originales y versiones en tres o cuatro estilos distintos; parece claro que la mayoría de esas piezas no estaba pensadas para ese disco, pero el sonido es bastante decente y algunas tienen su gracia, como la que le da título, o las versiones Beatles totalmente “originales” de “Drive my car”, “We can work it out” y “Rain” (más previsible resulta el “Rock and roll music” de Berry). 

Poco después se embarcan en una nueva gira, que será la última: Humble Pie desaparecen a mediados de 1975. Marriott desarrolló una carrera en solitario mediocre, rehízo el grupo varias veces, volvió a grabar en solitario, siguió peleando hasta su muerte en 1991. “All or nothing” fue la canción que sonó en su funeral. 




Mott The Hoople también tuvieron dos épocas claramente diferenciadas: antes y después de la intervención salvadora de David Bowie. Ya vimos que en sus primeros años fueron recorriendo un camino que les llevó desde una discreta medianía hasta el anuncio de su desaparición en la primavera del 72, momento en el que Bowie, fan suyo, los resucitó escribiendo para ellos “All the young dudes” y consiguiéndoles un contrato con CBS. Desde entonces su situación financiera ha mejorado, al igual que su repertorio: al rebufo del glam, Ian Hunter fue abandonando su fijación anterior con Dylan y mostrando un tono más personal. Por otra parte, como consecuencia de las continuas altas y bajas que se producen en el grupo -en especial la marcha de Mick Ralphs para formar Bad Company- es ahora el principal compositor. En 1974, cuando publican “The Hoople”, la situación es contradictoria: probablemente están en el mejor momento de su carrera, pero cada día que pasa hay más tensiones entre los músicos. 

El disco se abre con una de las grandes clásicas de los Hoople: la señorial “The golden age of rock’n’roll”, uno de esos momentos de gracia que casi justifica por sí solo la compra del disco porque lo tiene todo, desde su presentación hasta el final, con esa grandeza de sonido, los coros, el ritmo tradicional pero arrebatador… Una pieza para single, claro. El resto, aunque ya no recupera esa altura, se defiende sin agobios: el tono general es bastante más alegre que de costumbre (solo hay dos baladas: “Trudi’s song”, con buenos arreglos de cuerdas, y “Through the looking glass”, al estilo usual de Hunter al piano y acompañamiento de orquesta), con momentos brillantes como “Crash Street kids” o “Roll away the stone”, otro single que además había sido uno de los últimos momentos de Ralphs con la banda. En resumen, estamos ante uno sus discos más populares; que resultó ser el último en estudio, aunque en aquel momento nadie lo sabía aún. 

O tal vez Hunter sí lo sabía. Al igual que Marriott en los Pie, está cansado de las broncas en el grupo; y las ventas de este último disco, compuesto casi íntegramente por él, parecen demostrar que podría defenderse en solitario. Pero antes de marcharse parece lógico publicar un directo, ya que casi todas las bandas tradicionales lo han hecho, y un dinerillo de más nunca viene mal. Con ese objetivo grabaron parte de su última gira tanto en la Isla como en los States, a finales del 73, y deciden publicarlo justo un año después, al mismo tiempo que Hunter anuncia su marcha acompañado por Mick Ronson, que poco antes había llegado a los Hoople en sustitución de Luther Grosvenor (a.k.a. Ariel Bender), que a su vez había llegado a principios de ese año en sustitución de Mick Ralphs… Uf. Pero a lo que íbamos: este directo, sin ser uno de los grandes, tiene un pase; hay un buen arranque con “All the way from Memphis”, mientras que la inevitable “All the young dudes” se ve realzada por la suavidad de su precedente “Rest in peace”. El truco de ofrecer un medley también es usado por los Hoople, que alternan piezas propias con dos clásicas como “Get back” y “Whole lotta shakin’ goin’ on”. Suena todo un poco embarullado, pero tuvo unas ventas decentes. 

La carrera en solitario de Hunter, bastante prolífica, tiene algunos momentos buenos (sobre todo hasta principios de los 80, cuando ya empieza a sonar desfasado). El resto de los Hoople pasan a llamarse simplemente “Mott” y con nuevos fichajes consiguen grabar dos discos, que al menos para mí son mediocres (por cierto, que Nigel Benjamin, su nuevo cantante, curiosamente tiene un timbre de voz parecido al de Steve Marriott). Luego hay más cambios y se hacen llamar British Lions, luego hay reuniones de miembros originales en plan nostalgia… Pero todo eso ya sobra: los Hoople, como los Pie, son otros ilustres fantasmas de un tiempo pasado.