viernes, 30 de septiembre de 2016

1974/75 (II)



Sí señor, los Kinks. De los grupos surgidos en el primer quinquenio de los años 60 ya solo quedan ellos en nuestro local: Who y Stones, los otros dos veteranos, se despidieron de nosotros el año pasado para dedicarse a capitalizar sus planes de pensiones. A partir de ahora esas bandas, como algunas otras, rentabilizarán su pasado haciendo caja gracias a las suculentas giras mundiales y de vez en cuando un nuevo disco, que se venderá por la pura inercia del nombre comercial. En comparación con ellos, los Kinks son el pariente pobre: hace ya mucho que sus discos, grandes o pequeños, no llegan al top 10. Pero por supuesto ese tipo de datos trae sin cuidado a sus fans, porque ser fan de los Kinks es una actitud ante la vida, una manera de ser, un estado de dignidad melancólica que solo ellos saben crear. A veces puede surgir algún ritmo furioso, algún estribillo pegadizo, pero por lo general lo que buscan es transportarnos a su mundo perdido de proletarios victorianos, con su añoranza del barrio de toda la vida y el té a las cinco; porque todos los que tenemos ya una edad, seamos del planeta que seamos, podemos comprender ese tipo de nostalgia.

El problema es que la densidad literaria, en una banda de rock, crea disfunciones con mucha frecuencia: a veces sus discos resultan aburridos porque Ray Davies parece prestar más atención a su vena poética que a la musical. La ópera rock es un formato peligroso que aprecia mucho, y ese es el espíritu que guía a la pareja de discos que componen “Preservation”: el año pasado hablé del primero, que se salva gracias a algunas piezas sueltas como la inolvidable “Sweet Lady Genevieve”, un fogonazo que recuerda a los Kinks más gloriosos; de su segunda parte, publicada en 1974 -disco doble, además- me reitero en lo que dije entonces, que me resultaba soporífero y prefería evitarlo (por supuesto es una simple opinión personal). La cosa funcionaba a medias en el directo, con un fuerte apoyo teatral, pero esta época nos metió el miedo en el cuerpo a muchos fans porque además de su poca brillantez había un denso regusto a las orquestinas americanas del estilo Nueva Orleans. Y no digo yo que esa sea una buena o mala influencia, pero no son esos los Kinks que amamos; tal vez Davies quiso congraciarse con un sector del público yanqui, siempre más fiel y tradicional que el europeo, pero por ese camino la cosa no podía durar. 

Por entonces una cadena de televisión británica les propone crear un musical, que Davies desarrolla y finalmente convierte en un nuevo disco del grupo: “A soap opera”, publicado en la primavera del 75. Sí, es otro disco conceptual, que en este caso trata sobre el cambio de perspectiva de un músico famoso viviendo de pronto la vida de una persona cualquiera; pero lo que importa es precisamente la música, y el panorama cambia mucho con respecto a la producción de los Kinks en los dos o tres años anteriores. Desde su arranque con la magnífica “Everybody’s a star”, nos demuestran que han rectificado el planteamiento de los últimos tiempos y de nuevo la construcción de las piezas vuelve a ser reconocible, con ese espíritu que estábamos echando de menos. Estamos ante uno de sus mejores discos en los años 70, con piezas de brillante exquisitez como “Underneath the neon sight”, una nueva queja melancólica sobre la vida moderna en la ciudad, la desaparición de las imágenes de la naturaleza a favor de la invasión urbana, el humo y los coches, en tono de balada tan del estilo Davies; o ese rock enloquecido que lleva por título “Ducks on the wall”, iniciado con los graznidos que solo otro loco como el pato Donald podría producir. Por supuesto hay momentos más flojos, pero en conjunto esta obra es casi una resurrección… que no se reflejó en las listas de ventas: en Estados Unidos rozó el top 50, mientras que en la Isla ni siquiera llegó al top 100. 

Da igual. Davies y sus socios parecen haber interiorizado su nuevo papel, casi de outsiders, y vuelven a sorprendernos a finales de año con una nueva joya: “Schoolboys in disgrace”. En lo literario se nos cuenta la historia de un colegial un poco atravesado que al final paga sus fechorías de mala manera, siendo puesto en ridículo por los profesores ante toda la clase; eso causa un cambio de carácter que lo agria y que tiempo después lo convertirá en el temible Mister Flash, que era el protagonista principal de la saga Preservation. Un curioso bucle temporal. Pero nosotros, a lo nuestro: aquí se confirman las buenas sensaciones que nos había producido el disco anterior, y ya sería valioso aunque solo fuese por “I’m in disgrace” y “The hard way”, dos nuevas muestras de la fortaleza rockera de los Kinks cuando están inspirados. Pero por supuesto también hay baladas como “Nine to five”, otra de sus clásicas piezas de tono “proletario”, con sus coros y su desarrollo cercano al cabaret, al igual que “Ordinary people”, la que abre el disco. Comprendo que a veces esos juegos corales, esas melodías tan supuestamente rancias pueden cansar un poco al oyente medio, pero se supone que un aficionado debería tener un poco de paciencia y dar una segunda oportunidad a las músicas que a primera escucha pueden parecer “intrincadas”: el público demuestra mucha más consideración con los Floyd, los Stones, los zepelines… quienes sean: a ese tipo de bandas se les consiente todo. Da igual lo que publiquen, será un éxito. 

Pero los irreductibles vamos a seguir adorando a los Davies y compañía: su mejor época ha pasado, eso es cierto; como ha pasado con los demás, aunque sigan vendiendo cantidades astronómicas. Sin embargo para los Kinks el año 1975 es uno de los más brillantes en esta década, digan lo que digan las listas de ventas. Y por supuesto, seguiremos atentos a lo que hagan. Que la Historia la escriban los ganadores, tampoco nos importa. 



martes, 20 de septiembre de 2016

1974/75 (I)



La Isla, y por extensión Europa, están entrando en una nueva era. El rock clásico, cuyo reinado se inició en 1968, ha vivido una edad de oro que abarca aproximadamente cinco años. Y ahora estamos asistiendo a su decadencia, que se consuma en una especie de “bienio negro”: la mayor parte de las bandas de categoría que siguen en activo desaparecen en esta época. Aunque por supuesto siempre hay excepciones, ya que muchos fans seguirán considerando interesantes a los actuales y/o futuros Stones, Pink Floyd o Who, por citar tres; para ese tipo de bandas el horizonte se presenta radiante, pronto serán figuras de estadio. Por otra parte, especialmente en Estados Unidos, un sector de las emisoras radiofónicas está diseñando la futura radio de Rock Orientado hacia Adultos (AOR) que dará mucho dinero a todos los implicados. Por supuesto los “adultos” son la generación del baby boom surgida a finales de la II Guerra Mundial, es decir, los que ahora andan por la treintena, como sus ídolos. Se da por sentado que esa gente ya no busca más aventuras: el repertorio estándar de las nuevas radios, que animarán el ocaso con las cancioncillas de unos renacidos e insospechados Fleetwood Mac o la dichosa escalera al cielo de los zepelines, hará juego con esa mansedumbre. 

A cambio, no podemos negar que la oferta es mucho más variada: si las ventas del blues han bajado un poco (aunque nunca pasará de moda), ya vimos el año pasado que otros géneros como el reggae o el jazz rock están ocupando su lugar en las tiendas. Sin embargo también vimos que esa amplitud es consecuencia de una fragmentación en la clientela, un hecho lógico: quienes andan en la treintena, el sector de más poder adquisitivo, ya tienen una personalidad definida, una formación suficiente como para pasar de los comentaristas musicales y crearse su propio universo. Así, aquellos que crean seguir vivos, renieguen del espíritu AOR y sigan fieles a su afición pueden ser, digamos, fans consolidados de King Crimson que ya desprecian a los de Deep Purple; quienes se adentran en el jazz rock deciden olvidarse de “infantilismos” como el hard o el heavy. De los géneros populares británicos, y ante el creciente descrédito del rock progresivo, solo el folk rock podría servir como aglutinante, pero ni siquiera eso es seguro. 

En cualquier caso, no olvidemos que este tipo de disquisiciones es para puretas: ahí fuera, entre las ruinas de un país empobrecido por una estrategia industrial suicida, por un proteccionismo económico que a finales de la década dará como resultado la llegada de Margaret Thatcher, está surgiendo una nueva generación, una leva adolescente y desesperada que no va a tener piedad con las figuritas de barro que otros seguirán alabando hasta la náusea. Esa nueva generación quiere volver a los orígenes, a las antiguas influencias yanquis de los años 60, antes de la decadencia hippie: la música de garaje, la bronca de Detroit, el nihilismo de Nueva York… porque, como siempre, serán los States quienes tengan que venir a salvar al achacoso reino isleño. Pero de momento solo algunos periodistas se han dado cuenta de lo que se les viene encima, y prefieren no airearlo mucho: hay algunos artículos sobre pequeñas bandas que se oyen en los pubs, en salas como Marquee incluso, pero que por lo general no congregan a más de unas pocas docenas de desclasados. El dinero sigue estando en los artículos laudatorios sobre los grandes dinosaurios. 

Así que de momento nos toca sestear un ratito; aunque esta serie sobre el Bienio Oscuro va a durar poco, y me alegro. Ya solo quedan dos o tres bandas que realmente me emocionen. Cuando entremos en el segundo quinquenio, solo un grupo británico de la vieja guardia seguirá teniendo las puertas abiertas en este bar: los Kinks. Y con barra libre, por supuesto.