jueves, 22 de diciembre de 2016

Navidad otra vez



Sí señor, ya estamos metidos otra vez en las navidades, el Fin de Año y demás excesos alcohólico - gastronómicos. Aquí he recordado más de una vez esa conocida sentencia que afirma que a medida que uno se hace mayor el tiempo pasa más rápido; por mi parte, ya casi prefiero contar el paso de las semanas que el de los días, que me resulta vertiginoso. Y sospecho que a la mayoría de los escasos pero fieles visitantes que vienen a este bar debe de pasarles algo parecido, porque aquí mucha juventud no veo. 

En fin, a la vejez viruelas (siempre hay un refrán para cada caso). Como ya saben ustedes aquí celebramos la llegada de estas fechas con una fiesta, que cada año procuramos amenizar con un tipo de música distinto para que no se me aburran. Aunque este año la novedad va a serlo solo en parte: escucharemos piezas instrumentales de los años 70. Y digo que solo en parte porque ya hemos tenido una fiesta dedicada a esa década y otra a las músicas sin palabras; pero en el primer caso eran piezas cantadas, y en el segundo nos centramos en los años 50/60 (que fue la edad de oro de ese estilo). La década de los 70 no fue muy prolífica en ese sector, pero buscando aquí y allá he conseguido reunir la cantidad de 12+1 selecciones, que como ustedes saben es el número preceptivo en este local. Así que vamos a ello: 

Comenzaremos con una cuya historia es un tanto rocambolesca: se titula “Groovin’ with Mr. Bloe”, y fue un éxito legendario a nivel europeo; sin embargo sus compositores son yanquis, de la escudería de Buddha Records, y por lo tanto procede del chicle pop. En 1969 se publicó por primera vez allá como simple cara B del primer single de los Wind, un grupo que solo llegó a grabar uno más; ese single se escucho en algunas emisoras británicas, y en la BBC se equivocaron de cara tal vez pensando que esta pieza era la estrella, ya que la A era un poco blandita. El caso es que un directivo del naciente sello DJM la escuchó y decidió regrabarla con músicos de su estudio, a los que reunió bajo el poco original nombre de “Mr. Bloe”: en verano de 1970 la pieza se convirtió en “viral”, como se diría ahora, y llegó al top 5 en media Europa (España incluida). La DJM intentó aprovechar el rebufo con unas cuantas piezas más, pero a Mr. Bloe ya le había pasado el momento de gloria. Entre los músicos oficiales del sello por entonces estaba un tal Elton John, que pronto sería su estrella principal pero que de momento figuraba como "chico para todo": ya había grabado algunas piezas de relleno y participó en la primera sesión de esta; sin embargo, al final fue sustituido. Y aquí la tienen ustedes; tal vez no recuerden el título, pero en cuanto la escuchen…


La transición entre una década y otra fue realmente convulsa, y está trufada de momentos memorables como el primer disco grande de Mott The Hoople, que se publicó en la Isla a finales de 1969 pero comenzó a circular por el resto del mundo al año siguiente. El disco se abre con una versión del “You really got me” de los Kinks, un hecho que en sí mismo no tiene nada de raro: se han hecho muchas. Pero la originalidad está en que se trata de una instrumental, y eso sí que tiene su mérito; por otra parte el ritmo se ralentiza y el sonido tiene mayor profundidad, con lo cual estamos ante una recreación en toda regla. Al final resulta ser un excelente inicio para un disco que mereció mejor suerte (sigo pensando que fue de los mejores de este grupo). 


Las escasas bandas de jazz rock isleñas vivieron su corto momento de gloria a finales de los 60, cuando el progresivo aún estaba comenzando y resultaba un estilo novedoso. De todas ellas la más interesante fue Colosseum, que tenía muy amplios recursos: sus tres discos oficiales, publicados entre 1969 y 1970, son realmente magníficos, por no hablar del doble directo. Y hay una pieza instrumental que siempre me ha gustado porque es un cruce de muchos estilos e incluso tiene un cierto sabor español: “The grass is greener”, que en los States se incluyó en un refrito con ese mismo título en 1970 y en Europa figuraba en un recopilatorio titulado “The collector’s Colosseum”, del año siguiente. Su desarrollo es magistral, con zonas apacibles y otras grandiosas, de puro clímax; son siete minutos y medio que se hacen cortos. 


La tentación de atacar el repertorio de la música sinfónica es tan vieja como la industria discográfica, e incluso en ese sector hay varias categorías: al lado de los grandes monstruos como Keith Emerson o Rick Wakeman, surgen a veces músicos que solo intentan rentabilizar una pieza aislada. Y aquí tenemos otra historia curiosa, al estilo de Mr. Bloe: una banda británica llamada Jigsaw, cuyo estilo anda a medio camino entre pop y rock, consigue en 1970 grabar su primer disco grande bajo el título de “Letherslade farm”. Ese disco incluye una pieza que no tiene nada que ver con su repertorio, una versión de “Jesús, alegría de los hombres”, cantata de Bach de la que eliminan la letra, aceleran su melodía y publican también como single a principios del 71, sin éxito. Pero Tom Parker, un viejo zorro del negocio que es músico de sesión, compositor y productor, le ve posibilidades y la regraba con otros colegas. Al igual que en el caso de “Mr. Bloe” las modificaciones son mínimas, pero consigue un éxito de parecido calibre: “Joy”, que así se bautiza, copa las listas occidentales en 1972. El supuesto “grupo” que lo interpreta lleva por nombre Apollo 100; llegaron a grabar dos o tres discos grandes repletos de versiones de todo tipo, que tuvieron unas ventas discretas en la Isla.


De vez en cuando también algunas novedades continentales llegan a competir con las isleñas: Holanda, como Alemania, ha tenido siempre un ambientillo muy interesante, y el rock progresivo va mucho con el carácter de ese tipo de países. Así que no es extraño que allí surgiese un grupo como Focus, la mayoría de cuyos miembros son de formación clásica pero al mismo tiempo muy actualizados. Y aunque el paso del tiempo no les ha favorecido (como le pasa a la mayoría de los grupos progresivos), hay que reconocer que algunas piezas suyas tienen mucho mérito; este es el caso de “Sylvia”, contenida en su tercer disco grande, del 73, y que junto con “Hocus Pocus” (también instrumental aunque aderezada con un canto tirolés) forma la pareja de composiciones más popular y reconocible de esta banda. 


Por supuesto en los Estados Unidos siempre hay donde elegir, sea el estilo que sea; y tratándose de alguien tan versátil como Frank Zappa, la satisfacción está garantizada. Una de las obras cumbres de don Francisco es “Apostrophe”, un disco publicado en la primavera de 1974 y en el cual se rodea de individuos muy notables; en concreto, para atacar la pieza que le da título tiene a Jack Bruce al bajo y a Jim Gordon en la batería. No hace falta decir más. Todo el disco es tremendo, y uno de los más populares en la historia de un músico que llegó a grabar no se sabe exactamente cuántos, pero esta en concreto yo diría que es la guinda del pastel. 



El folk norteño es una fuente inagotable, tanto por sus canciones como por las piezas instrumentales, y en consecuencia su fusión con el rock dio origen a un buen montón de grupos británicos. También en Irlanda los hubo, aunque en términos comerciales (dejando aparte a los venerables Dubliners o Chieftains, que son más puristas) solo uno consiguió llegar a la altura de sus colegas de la isla grande: los Horslips, que comenzaron siendo los más brillantes embajadores del rock céltico y en sus últimos años una banda bastante cañera que intentó entrar en el mercado yanqui con poco éxito. En 1974 publicaron su tercer disco grande, “Dancehall sweethearts”, que incluía una espléndida versión de la emocionante “King of the fairies”, pieza cuyo rastro llega hasta un grupo de canciones de baile del siglo XVIII; pero esta con la particularidad de que la leyenda le atribuye un poder convocatorio: si se toca tres veces seguidas, el Rey ha de presentarse en la fiesta. Para estar a la altura de tal embrujo, los Horslips hicieron un video con una supuesta actuación al estilo Beatle, sobre la terraza del Banco del Irlanda. Si alguien busca una definición rápida y ajustada del rock celta, este es el mejor ejemplo. 


Manfred Mann es un músico sudafricano cuya especialidad son los teclados, y desde su llegada a la Isla en 1961 ha sido una de las figuras recurrentes en la historia musical del país hasta casi ahora mismo. Comenzó dirigiendo una de las bandas más populares de aquella década con un rango de estilos que abarcaba desde el r’n’b hasta el pop, y que disolvió en 1969 para crear Manfred Mann Chapter III, más centrada en el jazz; pero la cosa no funcionó, y en 1971 se reinventa al frente de la la Manfred Mann’s Earth Band, que en cierto modo es una evolución de su primer grupo pero con un sonido mucho más actual y teclados electrónicos. Esa mezcla de rock con tintes progresivos pero con buenas melodías (más algunas versiones de Dylan, uno de sus ídolos), se hizo muy popular a mediados de la década de los 70. Y justo en 1975 se publica su sexto disco, “Nightingales and bombers”, una de cuyos temas estrella es esta pieza anfetamínica: “Countdown”. 


Otra agrupación ya muy veterana en este negocio es Hawkwind. Son posiblemente los creadores de lo que se dio en llamar “rock espacial”; en cierto modo, podríamos decir que son la versión heavy de Gong. El número de músicos que ha pasado por esa banda es incontable, como también lo es su producción discográfica; si además tenemos en cuenta que ha habido formaciones y grabaciones alternativas bajo otros nombres como Hawklords o Hawkind Zoo, comprenderán ustedes que reunir esa discografía puede convertirse en una de las mayores torturas para un coleccionista (o un mayor placer, según su grado de masoquismo). Un ejemplo: en 1975 se publicó un single cuya cara A (“Kings of speed”) figuró después en su nuevo disco grande, mientras que la B (“Motorhead”) no. Para los fans del ex-Hawkwind Lemmy aquello los trajo de cabeza, ya que esa es la pieza fundacional de su nueva banda, pero el problema con la cara A no es menor: grabaron también una versión instrumental de la que no se tuvo noticia hasta varios años después, cuando apareció en otro single a nombre de Hawkind Zoo, y mucha gente piensa que es mejor que la primera. Afortunadamente, gracias al invento de los cedés, hoy no resulta difícil localizarla. 


Llegamos a la cumbre de los nombres intemporales con Bowie. En el segundo quinquenio de los 70 ya ha encontrado un nuevo personaje que le acompañará hasta el final de la década: el Duque Blanco. La influencia de las bandas alemanas sobre su música, ahora más electrónica y cerebral, lo lleva a grabar un trío de discos llamado justamente así, la “trilogía alemana”. El segundo resultó ser el más popular, por el enorme gancho de su tema central: “Heroes”, verdadero himno para una generación o puede que dos. Pero como esta es una fiesta sin palabras vamos a la cara B, que se abre con una pieza muy curiosa titulada “V-2 Schneider” y que Bowie compone como homenaje a Florian Schneider, miembro de los Kraftwerk, una de sus grandes referencias en esta época. Por otra parte recordarán ustedes que los temibles V-2 fueron aquellos misiles balísticos que machacaron la Isla y casi acaban con los británicos. Escuchando la ominosa entrada de este “homenaje”, con ese sonido inquietante, llega uno a la conclusión de que Bowie tenía un extraño sentido del humor, por decirlo así. 



A partir de 1976, con la llegada del punk y la new wave, la situación cambia completamente: en vez de música muy elaborada, con largos desarrollos, profundidad y, por qué no decirlo, con exceso de afectación a veces, lo que se busca ahora es la inmediatez, las piezas cortas y contundentes; la frescura, en resumen. Una frescura que por supuesto puede ser también la excusa para tapar las carencias de muchos músicos que no llegan a dominar sus instrumentos, pero no se puede pedir todo. Por esa razón, las piezas instrumentales serán muy escasas; pero en poco tiempo algunos comienzan a coger soltura, y de vez en cuando nos sorprenden con piezas vitamínicas como esta “Walking distance” que figura en el segundo disco de los Buzzcocks, titulado “Love bites”, del 78. Recordarán ustedes que en esa banda, creada justo en el 76, se dieron a conocer dos personajes fundamentales en la escena británica: su líder era Pete Shelley; pero en un principio ese liderazgo fue brevemente compartido con Howard Devoto, que se marchó muy pronto para crear Magazine, otro nombre mítico para el futuro. 



Se completa la docena con otro de esos grupos que, como Buzzcocks o Magazine, se consideran ahora “de culto” (lo cual nunca está claro si es bueno o malo para ellos): los Monochrome Set. Corresponden a la fase post punk, es decir, la segunda generación, y su creatividad es muy amplia; su única conexión con el punk es su tendencia a las piezas cortas y de diseño simple, pero bajo esa apariencia hay mucho más trabajo del que parece. Son un grupo contradictorio, indefinible, mezcla de surrealismo, new wave, películas de terror serie Z, sonido surf, acordes que recuerdan al spaghetti western… En fin: comprenderán ustedes que para algunos frikis entre los que me cuento, esta es otra de esas bandas adorables que alegran la vida. Ah, y tras algunas idas y vueltas siguen aún en activo, aunque por supuesto su edad de oro pasó hace mucho tiempo; de esa edad es “Lester leaps in”, procedente de su segundo single, en el 79. 


Y la selección 12+1, la que nunca figura en el programa, es una prueba de que aún quedan músicos herederos de aquella tradición de los 60 basada en teclados vitamínicos y ritmos bailables. Hace dos años, cuando hicimos la primera fiesta sin palabras, esta selección estuvo ocupada por Big Boss Man, un trío fiel al órgano Hammond y las percusiones sesenteras, que había publicado un nuevo disco muy poco antes. Da la impresión de que ese trío ya no existe; pero su líder, que se hace llamar The Bongolian y ya había comenzado una carrera en solitario antes de la creación de ese grupo, tiene nuevo disco a su nombre, el quinto: se titula “Moog maximus” y vio la luz este verano. Ahí vienen piezas tan alegres como este “Londinium calling”, que por supuesto no tiene nada que ver con los Clash pero sugiere que en esa ciudad siempre hubo y habrá más de una alternativa musical (Londres es también la ciudad en la que se domicilia el tal Bongolian). Lo dicho, que este estilo no muere. 




Bien, pues ya hemos llegado al final de la fiesta navideña. Como siempre, tras los atracones sólidos y líquidos que se otean en el horizonte, les deseo un venturoso tránsito; no solo intestinal, sino también de un año a otro. Que 2017 les sea propicio, o al menos que no resulte peor que este. Y por mi parte, aquí les dejo el paquetillo que contiene las piezas de la fiesta más un pequeño regalo sorpresa. Muchas felicidades, y el año que viene volveremos a “vernos”. 



miércoles, 7 de diciembre de 2016

1974/75 (y fin)



No hay mucho más que contar sobre este bienio, que resulta especialmente sombrío porque lo viejo no acaba de morir y lo nuevo aún está en la cuna; hay un vacío creativo alarmante y la impresión general es la de no saber hacia dónde vamos. En la Isla se vive una sensación parecida a la que hubo entre finales de los años 50 y principios de los 60, cuando el rock and roll estaba agonizando y las únicas alternativas eran un supuesto pop ejecutado (y nunca mejor dicho) por orquestinas con baladistas acartonados o las musiquillas de andar por casa que producían los incontables grupos de skiffle o trad. Y como siempre, como ya está haciendo Bowie, habrá que ir a buscar inspiración a los Estados Unidos. Algunos chavales revuelven en los rastros o en las tiendas de segunda mano y encuentran discos -singles sobre todo- anteriores a la época hippie: toda una sorpresa, porque de aquellos tiempos la mayoría no conocen nada que no fuesen los primeros Beatles o Stones. Así descubren que hubo una ola musical que los yanquis llamaron “garaje”, según dicen los puretas que regentan esas tiendas; ah, y añaden que en la propia Isla existió una extraña tribu llamada “los mods”. No, por entonces no había Internet. 

Pero hablando de discos, cada día que pasa se nota con mayor nitidez la gran diferencia que hay entre los discos de actualidad, los que uno puede encontrar en las tiendas "normales", y la música que se escucha en la calle. Para la generación que anda a medio camino entre pubertad y juventud, es la misma diferencia que hay entre ellos y sus hermanos mayores: los mayores, los que vivieron la época de los años 60, por lo general ya tienen un trabajo estable, se van amansando y sus preferencias incluyen el rock progresivo, el jazz rock o cosas por el estilo; los más jóvenes gastan el poco dinero que tienen en los bares o los pubs. Y en esos locales hay grupillos que no tienen talla para desarrollar grandes mogollones al estilo King Crimson, sino que se dedican a repasar el catálogo intemporal del rock and roll, el rockabilly e incluso algunas piezas de ese “garaje” del que hablan los puretas de las tiendas. “Es lo que pide la gente”, dicen. ¿Lo que pide la gente? ¿Qué gente? Ah, ya: esos jóvenes, esos que no llegan a la comprensión intelectual de los Crimson, esos que no tienen dinero, los desclasados, los gamberros, los salvajes. Hay una palabra en inglés para esa gente: punk. Pero no adelantemos acontecimientos. 

Hoy, como capítulo final de esta triste y corta serie dedicada al bienio oscuro, nos visitan Dr. Feelgood, hijos del rock de pub aunque los historiadores, más elegantes, los definan como banda de r’n’b. Su historia comienza a principios de la década, cuando Lee Collinson (voz, armónica y guitarra) y John Sparkes (bajista) deciden asociarse con John Wilkinson (guitarra y voz) para reactivar The Pigboy Charlie Band, un trío que ya llevaba unos cuantos cambios de personal. Pero la entrada de Wilkinson resulta vivificante, y buscan un batería para formar un grupo con todas las de la ley; ese batería será John Martin. El siguiente paso es cambiar el nombre del grupo al mismo tiempo que cada músico se pone un alias: Collinson pasa a llamarse Lee Brilleaux; Sparkes lo deja en un simple “Sparko”; Martin será The Big Figure y Wilkinson será Wilko Johnson. Wilko es el personaje central: por su fecha de nacimiento (1947) debería militar entre los fans de los grandes nombres sesenteros, pero en su adolescencia se quedó enganchado en el rock and roll tradicional y su evolución en la Isla durante los años 50/60. Luego abandonó durante un tiempo la afición para centrarse en sus estudios universitarios, y al volver, a principios de los años 70, la música que triunfaba por entonces no le impresionó lo más mínimo. Pero a lo que íbamos: la banda comienza a recorrer el circuito de pubs en 1971, y su nivel de popularidad va creciendo al mismo tiempo que la afición a la música “rancia” que se escucha en estos locales. Parece que la nueva generación busca frescura, que paradójicamente se encuentra en la vieja escuela, la de toda la vida. 

Por fin, en 1974 consiguen un contrato discográfico con United Artists, el único sello posible (¿se los imaginan ustedes en Island o Virgin? Por supuesto que no). Y en Enero de 1975 se publica “Down by the jetty”, su primer disco, que es toda una declaración de intenciones: salvo alguna versión como el “Boom boom” de John Lee Hooker o la instrumental “Oyeh!” que lanzaron los Dakotas, la mayoría de las piezas son de Wilko; sin embargo suenan como si fuesen intemporales, podrían haber sido publicadas quince años antes. Ahí se encuentran los primeros fetiches de la banda como “Roxette”, “She does it right” o “Keep it out of sight”, que pasan a convertirse en piezas standard del pub rock, un “estilo” que dentro de un tiempo se oficializará como una especie de country rock británico, pero que de momento está mucho más cerca del r’n’b (Wilko decía que el blues que se había hecho en la Isla en los 60 no tenía nada que envidiar al yanqui). Ah, y los Feelgood rematan el disco con un nuevo homenaje, esta vez en directo, interpretando “Bony Moronie” y “Tequila”. Pero hay un homenaje más difuso y al mismo tiempo más íntimo, que está en la base del estilo de Wilko en su composición y en su modo de tocar la guitarra: uno de sus maestros es Mick Green, guitarrista y compositor de “Oyeh!” que, entre otros, militó en la banda de Johnny Kidd & The Pirates, uno de los nombres sagrados para el señor Johnson. Y aquí volvemos a la frase sobre el blues: para Wilko, también las bandas británicas como esa estaban a la altura de las que hubo al otro lado del océano (aunque el rock and roll tradicional en los States es asunto más de solistas que de bandas permanentes salvo muy escasas excepciones, como la de Buddy Holly con los Crickets, con lo cual esa comparación lleva las de ganar). 

El disco no tuvo grandes ventas, pero comenzó el runrún sobre esta “novedosa” banda; y poco después llega “Back in the night”, un regular éxito en single que precede la publicación de “Malpractice”, segundo disco grande y primer top 20… y en 1976 alcanzan el número 1 con “Stupidity”, el tercero, que es toda una alegoría porque se trata de un directo: los Feelgood han conseguido su momento de gloria haciendo lo que mejor saben hacer, que es rodearse de gente y volver al pasado durante un rato. Y a partir de ahí comienza una suave decadencia causada por el exceso de presión, las broncas entre Wilko y Lee, que se saldan con la marcha del primero, y la llegada de los emergentes punkis y nuevaoleros que ya se están haciendo con las listas de ventas. Pero ese estilo nunca muere, y con unos miembros u otros Dr. Feelgood lleva 40 años en los escenarios; finalmente se ha convertido en una especie de franquicia en la que no hay un solo miembro fundador en activo. Lo cual tampoco importa mucho porque esa es precisamente otra de las características de las bandas de pub, que hoy tocan unos y mañana tocarán otros. El espectáculo debe continuar. Y su verdadera importancia tal vez sea la de haber dignificado a ese rango de músicos, mientras que su insolencia llegando a las listas es en cierto modo el acicate para toda una generación de jóvenes que comienzan a creer en la posibilidad de un cambio, en que tal vez el Rock Señorial tenga los días contados. 

Porque las señales de tal cambio se multiplican: en 1975 los pubs del sur de la Isla también acogen a otros grupillos como los 101ers, donde milita un tal John Mellor, futuro Joe Strummer; otro tal Paul Weller ya lleva dos o tres años tratando de sacar adelante a su banda, los Jam (ha descubierto a los mods hace poco y está flipando). Entre el público asistente vemos a John Lydon -futuro Johnny Rotten-, que se ha cansado de escuchar a sus antaño queridos Pink Floyd y comienza a frecuentar ambientes poco recomendables; lo mismo debe de estar haciendo Malcolm McLaren, personaje caótico que en 1974 anduvo por los States y llegó a ser manager de los New York Dolls un ratito: ha vuelto a la Isla, tiene una tienda de ropa, pero ya está tramando alguna otra insensatez… También anda por el medio Ted Carrol, propietario de la tienda Rock On Records, que piensa que si Richard Branson comenzó con otra tienda y llegó a crear un sello discográfico sin tener afición siquiera, un gran aficionado como él podrá hacerlo también: a finales de 1975 nace Chiswick Records, la primera independiente de la nueva época; y pronto llegará la Stiff, y así sucesivamente. La carga explosiva se va nutriendo… Hay esperanza, después de todo.