“ Vi mi pasado de rock and roll destelleando ante mis ojos. Y vi algo más: vi el futuro del rock and roll, y se llama Bruce Springsteen . Y en una noche en la que necesitaba sentirme joven, él me hizo sentir como si estuviese oyendo música por primera vez”.
Jon Landau
Estamos en 1974. Landau, a punto de cumplir los veintisiete años -una edad muy peligrosa en este negocio-, se siente cansado. Es un periodista musical de categoría, que incluso probó a ser productor: suya es la producción del primer disco de los MC5, ya en 1969, cuando tenía veintidós. Ese disco será famoso dentro de un tiempo, pero en su momento fue casi un fracaso comercial. Y las dudas existenciales lo agobian, porque en lo personal se enfrenta a un divorcio complicado y en lo artístico comienza a dudar sobre una música que ha dado sentido a su existencia pero que parece haber llegado a una situación terminal. Últimamente se refugia en las viejas glorias del soul y el blues buscando ánimo para seguir escribiendo unas crónicas que cada vez le aburren más. Hace poco escribió una sobre “The wild, the innocent and the E. Street shuffle”, el segundo disco de Bruce Springsteen, un chico de Nueva Jersey que comenzó a grabar el año pasado y que resulta ser una mezcla interesante de poesía urbana con apoyo de banda rockera, un cantante instrumentista -en este caso, guitarra- que dice ser fan de los personajes como Van Morrison o Joe Cocker y que ya lleva casi diez años en activo: ahora se presenta al frente de su E Street Band, pero no es más que un cambio de nombre porque algunos de sus músicos están con él desde hace tiempo. Y finalmente lo cazó CBS/Columbia: John Hammond, el mismo que había fichado a Dylan, lo fichó a él. Ha visto similitudes, claro; de hecho la primera campaña publicitaria trata de explotar la idea de “un nuevo Dylan”… aunque la imagen de Bruce es más atrayente, porque Bruce es tan rockero como poeta. Ese equilibrio es perfecto.
Pero a lo que íbamos, que Jon ha escrito una reseña sobre ese segundo disco, muy similar al primero: son buenos, pero les falta algo. Él cree que la producción, demasiado plana, no le está haciendo justicia a un intérprete tan vitalista, frontal y honrado como Springsteen: hace poco hablaron en un bar de Cambridge, Massachusetts, donde vive Jon y donde actuaba Bruce, y esa fue la imagen que le dio. Bruce había leído esa crítica, por lo demás muy positiva, y estaba intrigado con el asunto de la producción, que ya le habían comentado otros. Un mes después Bruce vuelve a actuar allí como telonero de Bonnie Raitt, coincidiendo con uno de los momentos anímicos más bajos de Jon; y Jon va a verlo, y ve la luz, y días después escribe para una publicación de Boston párrafos como ese de ahí arriba. “Me dio vergüenza durante muchos años haber escrito una cosa tan sensiblera”, dijo, “pero lo escribí para mí, para los lectores y también para él”. Pero resulta que entre los lectores estaba la propia CBS, que decidió montar la nueva campaña publicitaria sobre esas frases de Jon. Y Bruce comienza a preparar las sesiones de grabación de su nuevo disco, y es consciente del tipo de sonido que quiere: “Como si Roy Orbison cantase canciones de Dylan pero con el sonido de Phil Spector”, dice, y para conseguir ese sonido sospecha que Mike Appel, su manager y productor de los dos primeros, no va a ayudar mucho: hay un contrato, y debe respetarlo, pero pronto llamará a Landau para que eche una mano y dé su opinión.
La confección de ese disco fue muy laboriosa: dejando aparte las frecuentes diferencias de criterio entre un declinante Appel y un emergente Landau, el propio Bruce tuvo que aprender a matizar su a veces excesivo parlamento y equilibrarlo con la gran potencia musical que atesoraba casi sin saberlo, porque su magnífica banda estaba siendo infrautilizada. A finales del verano de 1975, después de más de un año de trabajo, se presenta “Born to run” el disco que lanza a Bruce Springsteen a la fama mundial… y que consagra a Jon Landau como el productor que estaba necesitando. Por suerte es un disco tan conocido que no hace falta esforzarse mucho en el aspecto descriptivo: desde su arranque con “Thunder Road” hasta el glorioso final con “Jungleland” esta viene siendo una obra cumbre del rock épico americano, más allá de cualquier moda o gusto personal. Y el mérito es tanto de Bruce como de Jon y de los músicos de la banda de la Calle E, que acaban de dar el salto a la categoría estelar. Pero aún falta liberarse de las obligaciones contractuales con Appel, y es entonces cuando recuerda que aquel contrato lo había firmado prácticamente sin leerlo, y descubre que Appel tiene una empresa editorial que es la propietaria de todo el repertorio del Boss. Decidió no grabar nada hasta que se solucionase la demanda judicial, cosa que no ocurrió hasta mediados del 77, y a partir de ahí, libre ya de cargas, su nuevo manager y coproductor (junto a él mismo) será Landau hasta bien entrados los años 90. Bruce ha madurado, y al igual que los Stones ha aprendido la lección: a partir de ese momento nadie volverá a engañarlo.
Tras aquel tercer disco llega en 1978 “Darkness on the edge of town”, una obra que hace honor a su título porque es la cara oscura del anterior: aquí nos enfrentamos a la decepción, a la amargura de comprobar cómo la realidad va destrozando la ilusión en una sucesión de canciones perfectamente resumidas en “Badlands”, con ese ritmo de marcha militar, de destrozo metrado. Bruce ha tenido tiempo para confeccionar un enorme repertorio durante el paro impuesto por los asuntos legales: que renuncie a canciones de la categoría de “Because the night” (una de las estrellas en el tercer disco de Patti Smith) por tratarse de “otra canción de amor” ya lo dice todo. Pero esa madurez también le ha dado un orden de prioridades: además de disfrutar con las giras quiere también vivir su vida privada sin agobios, y no publicará nuevo disco hasta que pasen otros dos años. Así que en 1980 lanza el doble “The river”, una especie de síntesis literaria y musical en la que la alegría y la tristeza van de la mano, y tanto su popularidad como su prestigio siguen creciendo, y por fin en 1981 llega la primera gran gira europea, en la que el momento álgido fue la actuación en Barcelona, y en 1982 Bruce vuelve a sorprender a la parroquia con “Nebraska”, esa colección de canciones acústicas grabadas con un magnetofón en su propia casa: su primera idea fue utilizarlas como maquetas para un disco “normal”, pero finalmente prefirió dejarlas así. Es una colección tan simple como oscura y realista, en la escuela de los grandes cantautores como Dylan o Woody Guthrie, y en cualquier caso la demostración de que Bruce ya puede grabar lo que quiera y como quiera, porque nadie va a rechistar.
Y en 1984 la situación vuelve a dar un vuelco con “Born in the USA”, que mantiene un gran equilibrio entre unas letras no tan oscuras como en el anterior pero sí agrias y hasta combativas, junto a un sonido actualizado y contundente, muy de la época, que lo llevó a ser el más vendido de toda su carrera. Hubo un sector de fans que lo atacó por “caer en las garras del pop” y otro por “exceso de patrioterismo”; en lo primero no se debe olvidar que una cosa es el sonido (casi todas las bandas de rock de la época utilizaban ya apoyo de sonidos electrónicos) y otra el ritmo, claramente en su estilo de siempre. Y en cuanto al patrioterismo, tampoco confundamos: Bruce es radicalmente yanqui, de eso no hay duda; pero es un yanqui de izquierdas, por resumirlo de algún modo. Y la letra de la canción que da título a ese disco es la mejor prueba de que no la han leído antes de hablar, una letra sobre vergüenza y asco no por el país sino por sus dirigentes, desde Vietnam o incluso antes. Siempre lo ha dicho, que no se puede confiar en un líder, que cada uno debe pensar por su cuenta, ser uno mismo. Y ese criterio, aplicado a su trabajo, significa que seguirá grabando lo que le dé la gana y cuando él quiera. Es la bendita libertad que da el genio creativo, que en él siempre se ha expresado junto a un riguroso sentido de la ética y el coraje. Bruce no es de mis preferidos, de su obra me gustan más algunas canciones sueltas que discos completos (salvo el inconmensurable “Born to run”), pero es de los pocos artistas a los que respeto sin reservas. Y me alegro de que sea él nuestro último invitado en este viaje.
Felicidades, pues: solo nos falta por celebrar la inevitable fiesta de fin de curso, y luego llegarán las ansiadas vacaciones de verano. Mientras tanto, aquí queda una breve colección de postales para recordar estos meses tan ajetreados.