lunes, 22 de marzo de 2010

Rule, Britannia (I)


A ver, esto que os quede claro: yo, en mi vida "oficial", fui estadounidense. Soy un amante de aquel país -que no de su gobierno-, hay muchas cosas de él que aún me gustan y otras que no me gustaron nunca. Pero nací en Nueva York, en Manhattan concretamente, y eso imprime carácter: siendo americano, no soy un cabeza cuadrada como mis compatriotas del interior o del Sur profundo, no soy un redneck ni cosas por el estilo. Ya sabéis lo que se dice allá, que los de NY somos los europeos de Estados Unidos; caemos mal a muchos "americanos de verdad" que nos consideran algo así como "tibios", una especie de quintacolumnistas, de traidores a la causa. Y recordaréis mis broncas con el Comité de Actividades Antiamericanas en la triste época de la caza de brujas del hipoputa aquel, McCarthy, que tanto daño hizo.

Si os he largado este rollo es porque lo que voy a contar ahora es sentido, no una pose. Cuando Sam y yo caímos en el Soho, enseguida nos dimos cuenta de que había un movimiento musical imparable: cientos, tal vez miles de jovencitos estaban aprendiendo a tocar un instrumento o simplemente a afinar la voz; su vida estaba repartida entre eso, oír y hablar sobre los bluesmen, los soulmen o los rockers americanos y andar de juerga. O sea, la vida que debe llevar un músico. A finales de los años 50 en la isla los cánones de la música popular estaban pasados de moda: lánguidos guaperas melódicos acartonados, grupos de supuestos tenores cantando opereta victoriana, orquestas de baile y cosas similares. Este sistema putrefacto estaba mantenido por managers y editores de cincuenta o sesenta años sin el menor interés por cambiar su status, en complicidad con propietarios de salas donde ver una melena era poco menos que ver a una bruja de Salem.

Mientras tanto el puerto de Liverpool, entre otros, era la entrada de miles de discos que venían de América con lo más fresco. Pero al tratarse de un país mucho más pequeño que el mío, había un único centro catalizador: Londres. Quien quisiera triunfar, tenía que hacer el rodaje en su ciudad y luego ir allí, pasar escaseces, hambre incluso, tocar puertas, patear los locales y esperar que su propuesta interesase a alguien. A principios de los años 60 lo más "avanzado" que había eran cosas como el "skiffle": canciones folk americanas un poquito aceleradas y con un acompañamiento de guitarras acústicas sobre una base percusiva de tablas de lavar. Como decía el gran Nick Cohn, "lo de menos era la habilidad musical: todo lo que se necesitaba era una natural disposición para el jaleo (...). En poco tiempo aparecieron solo en Londres unos tres mil clubs de skiffle. Hay que reconocer que cerraban tan pronto como abrían, pero de cualquier modo la cifra no dejaba de ser impresionante". El caso es que las figuras como Lonnie Donegan -astro del skiffle- o Cliff Richard -a medio camino entre el r'n'r y la balada pegajosa, como su amado Elvis- eran lo más presentable que había en esa época.

Pero llegaron los nuevos grupos que habían oido aquellos singles tan raros de r'n'b, de los géneros negros, y a la sombra de los Beatles comenzaron a surgir como esporas en todas partes, y los chavales comprendieron que ahora sí era posible tumbar el negocio clásico de los baladistas, introducir la energía eléctrica y liquidarlos. Y esa fuerza hizo que a principios de 1964 Gran Bretaña tuviese a punto una batería de bandas a las que la Isla ya les quedaba pequeña: no solo Beatles, Stones o Kinks, sino muy pronto también Animals, Who, Manfred Mann, Hollies, Troggs, Moody Blues, Yardbirds... la lista es interminable. Así que, armados de valor, miraron al otro lado del charco: había llegado la hora de saltarlo y matar al padre. Imagino a mr. Freud sonriendo para sus adentros ante la constatación de que su teoría iba a cumplirse al pie de la letra: se había puesto en marcha la "British Invasion".