Cinco años después de aquel renacer de la música popular en la Isla con el advenimiento del punk y la nueva ola, ya comienzan a notarse signos de agotamiento: al igual que en la década anterior, a medida que nos acercamos a la mitad de esta los grupos que están surgiendo son un pálido reflejo de los que les precedieron. Cada vez es más raro dar con una propuesta realmente original, y quienes tratan de evolucionar sobre lo ya inventado no tienen la categoría suficiente como para sorprendernos. Eso confirma que estamos ante otro final de ciclo, algo que en sí mismo no tendría por qué ser preocupante. Pero hay un factor nuevo que sí lo es: la carencia absoluta del menor signo que anticipe algún tipo de evolución o revolución. El quinquenio beat del 61/65 fue seguido de una magnífica transición a través del pop y la psicodelia del 66/67 que llevó al quinquenio dorado del rock en el 68/72; y después de un mediocre trienio llegamos a la revuelta del 76/77 que nos ha traído hasta aquí. Pero ahora la situación es distinta: la madurez y aburguesamiento de muchos músicos que comenzaron aquella nueva ola no encuentra contestación entre los que están surgiendo ahora ni rechazo en el público más joven, como había pasado en las décadas anteriores. Hay una sensación de acomodamiento general.
La industria musical se divide entre la oferta mainstream de los sellos grandes y la supuesta alternativa de los sellos independientes. Y digo "supuesta" porque esos independientes han ido consiguiendo más renombre y más cuota de mercado: se siguen admitiendo "rarezas", pero cada vez son menos. Si se quiere mantener el alto nivel de gasto que suponen unos contratos bastante suculentos unidos a unas campañas de publicidad en radio y televisión a todo trapo, hay que buscar la rentabilidad como sea. Los vídeos musicales, por ejemplo, son cada vez más refinados, más barrocos... más caros. Y por supuesto esa rentabilidad solo puede conseguirse acercándose a los circuitos en los que hasta ahora solo trabajaban los sellos grandes. Pero para entrar en el circuito de salas grandes o los estadios hace falta una oferta mainstream, y volvemos al principio: las ofertas alternativas no mueven a una cantidad de clientes tan grande como para llenar estadios, si queremos llegar ahí tenemos que abandonar las aventuras minoritarias. Ya lo dijo Adam Ant: "Ser héroe de culto significa ser un perdedor". Por cierto, ¿alguien recuerda a Adam Ant?
Como suele suceder cuando la creatividad escasea, la industria se dedica a inflar la oferta cargando las tintas en el envoltorio, y esa estética vacía de pelos oxigenados, ropajes de cuento principesco y maquillajes insólitos comienza a ocupar más tiempo de exposición en los medios generalistas que la música en sí. De los muchos ejemplos posibles podemos elegir como símbolo de la decadencia a Culture Club, la "nueva sensación" en 1982, cuyo pretencioso planteamiento ya comienza por el nombre del grupo (según ellos, por el origen diferente de cada uno de sus músicos). Boy George, su líder, busca una estética de drag queen blando, de chica adolescente a la última moda; y esa imagen, sin verdadera carga vanguardista, roza el ridículo: nada que ver con el Bowie de sus buenos tiempos glam. Por supuesto los otros músicos también van "arreglados" pero no llegan a la ostentación del otro, para no hacerle sombra. Bien, pues todo ese montaje dio para dos discos de mucha venta (dos o tres buenas canciones y el resto relleno) y otro que ya iba en caída libre: en total fueron tres o cuatro años en la cresta de la ola, con miles de fans chillando en sus conciertos, muchos vestidos como su ídolo, con conflictos internos y una implosión final entre problemas de drogas y descuadres contables.
Un detalle muy revelador es que el origen de esta creciente hipertrofia se encuentra en la evolución de un estilo concreto: el punk. Tras una primera época de crudeza protagonizada por los Pistols (que, no lo olvidemos, ya nos anticipaban su deseo crucial de hacerse millonarios cuanto antes), llega luego el período "post" en el que comienza a desarrollarse la alternativa oscura, cuya primera gran referencia es Siouxsie. En paralelo surge también el gusto por una estética mucho más refinada, más ampulosa, que muy pronto deviene en lo que comienza a denominarse "gótico siniestro". Y ya en esta década, del espíritu juvenil que había traído la new wave no queda rastro: el pelo cardado, las ropas principescas o el amaneramiento son tan representativos de siniestros como de rockeros, del bando oscuro y del bando poppy. En ese tránsito han perdido el punk y la new wave toda su frescura y su atrevimiento, su razón de ser.
Por último hemos de dar cuenta de una novedad industrial que a primera vista no es más que eso, pero que en pocos años pondrá patas arriba el mercado y las mentalidades: comienza a comercializarse el disco compacto, el primer formato digital para contenidos musicales, de datos e imágenes. De momento los sellos estarán encantados con un artilugio que rebaja los costes de fabricación y que les permite revender todo su catálogo anterior a un precio casi de novedad con menos de la mitad de inversión. Sin embargo han abierto la entrada al caballo de Troya: a mediados de los años 90 ya comienza a ser factible para cualquier usuario de un ordenador personal hacer las copias que quiera, y todos los sistemas de protección que vaya inventando la industria fallarán sistemáticamente.
El principio del fin de ese formato llegará con la aparición de Internet, que viene asociada con el tránsito de datos: poco antes de terminar el siglo surgirá Napster, el primer sistema P2P, inventado por un chaval de diecinueve años. Pero en vez de comprender que el futuro para los consumidores estándar iba a ser la Red y no un soporte determinado, los sellos atacaron Napster por tierra, mar y aire con la clásica acusación de piratería; no les sirvió de mucho, porque cuando Napster cayó ya faltaba poco para la llegada de E-Mule y otros sistemas P2P. Con el surgimiento de las descargas directas, apoyado básicamente en el sistema de blogs, la muerte del disco compacto a escala masiva era inevitable, demostrando una vez más que no se pueden poner puertas al campo. Y como resultado, desde entonces cualquiera puede hacerse una buena colección de música casi gratis. En teoría, esa es una buena noticia; en la práctica, quizá no tanto. Que una persona pueda "escuchar", por encima, quince o veinte discos al día es como si no hubiese escuchado nada. Y esa levedad se contagia al criterio: la mayoría de las músicas actuales son de usar y tirar.
Pero en fin, esto es solo una opinión de alguien que procede de otra época, y los de mi edad ya no somos significativos en el mercado de los ochenta en adelante. Pero nos queda una última alegría: en 1984 Phil Smee da a luz el concepto de "Freakbeat" y comienza a publicar la serie Rumble. Ahí cambia definitivamente nuestro curso vital. A partir de entonces la búsqueda compulsiva de modernuras ya será asunto de la nueva generación, y los demás nos limitaremos a ir echando una ojeada de vez en cuando.