lunes, 27 de mayo de 2024

Estados Unidos: los primeros años 60 (XII)

A principios de agosto de 1962, poco después de cumplir los veintiún años, Bob Dylan formaliza legalmente su nuevo apellido. El ambiente social que se vivía en gran parte de Estados Unidos por entonces era turbulento, con una fuerte carga política en las ciudades más industrializadas: no era frecuente llegar a extremos tales como las delirantes peleas callejeras que hubo en el Village entre trotskistas y estalinistas, pero la juventud urbana estaba muy al tanto de la actualidad y se movilizaba en gran número por unas causas u otras. Las revueltas estudiantiles eran constantes; la guerra del Vietnam, más el temor a una confrontación nuclear con los soviéticos, movilizaban manifestaciones con frecuencia; la lucha por la igualdad racial estaba en plena ebullición, y todo esto ocurría en un trasfondo de crisis económica todavía no resuelta. Es decir, había un caldo de cultivo favorable para los sucesores de Guthrie como Pete Seeger, Phil Ochs y demás cantautores vecinos del barrio, a los que se acababa de unir Dylan; quien por otra parte al poco de llegar había entrado en amores con Suze Rotolo, una activista que trabajaba en el Congreso de la Igualdad Racial y cuyos padres pertenecían al Partido Comunista. En conjunto hay una base amplia para que, con el añadido de la febril lectura de obras poéticas que este recién llegado está consumiendo a buena marcha, las consecuencias se muestren en poco tiempo. Y vaya si se mostraron.

“The freewheelin’ Bob Dylan”, publicado en mayo de 1963, es el resultado de toda esa suma de influencias. El material es propio, salvo dos versiones. Dylan presenta aquí verdaderos estereotipos para el futuro como la extensa “A hard rain’s a-gonna fall”, la descripción apocalíptica del infierno nuclear que hizo llorar a Allen Ginsberg cuando la escuchó en la radio por primera vez: esa belleza poética nacida en el horror le cautivó, porque de algún modo conseguía el objetivo que la generación beat buscaba. No es menor la carga “antisistema” que poseen otras como “Masters of war” o la hermosa y reivindicativa “Blowin’ in the wind”, que se convirtió en una de sus primeras canciones fetiche y que muchos afroamericanos consideraron como propia (¿Cómo consigue un chico blanco expresar esos sentimientos?, se pregunta Mavis Staples, una de las tres hermanas que formaban parte de los Staple Singers y activista por los derechos civiles). De todos modos, ese término de “canción protesta” con el que algunos la definen solo se puede usar si no está él delante: ya por entonces trata de huir de esa o cualquier otra etiqueta, y afirma que “Blowin’ in the wind” no lo es de ningún modo, que la ha escrito “como algo para ser dicho por alguien para alguien". Lo malo es que este tipo de frases, que no significan nada, va dando pie a algunos mal pensados del Village que insinúan que todo en él es fachada. Y las acusaciones suben de tono a partir del éxito planetario y los cientos de versiones que tiene esa canción: ahí ya es, directamente, un vendido al sistema. En cuanto a las canciones de asunto amoroso alguna de las grandes ya está aquí, como “Don’t think twice, it’s all right”, aunque da la impresión de que ya se sugiere un distanciamiento (de todos modos, en esa fotografía vemos a Suze aparentemente feliz aún). Hay por último retazos de folk blues, a veces en tono surrealista, y por lo general se nota creatividad también en el aspecto melódico. La producción va a medias entre Hammond y Tom Wilson, otro clásico; el disco anduvo cerca del top 20, y en la Isla llegó al primer puesto. La voz de Dylan ya no era un obstáculo para triunfar.


Pero no todo son alegrías, ni mucho menos. Dylan tiene ya un catálogo de canciones más que suficiente cuando llega a grabar, y puede permitirse el lujo de elegir unas u otras; de hecho, en la fugaz primera edición de ese disco hay cuatro que son rápidamente sustituidas por otras de mayor enjundia. Pero una en concreto lo es por orden directa del sello, ya que le está causando más de un disgusto: “Talkin’ John Birch paranoid blues”, un sarcasmo sobre, precisamente, la paranoia anticomunista que se vive en algunos sectores sociales del país (la John Birch Society es un grupo de presión fascista que se había creado tres o cuatro años antes). Y él echa más leña al fuego intentando actuar en televisión justo con esa canción, lo cual hace que la emisora lo vete. Mientras tanto el sello recibe presiones e incluso amenazas: de nuevo se sugiere que lo mejor sería rescindir el contrato, etc etc., y de nuevo Hammond consigue parar el golpe. Por otra parte los sectores progres del Village, que ya consideran a Dylan como algo propio, tratan de influir en él, de manejarlo, lo cual le causa un hartazgo creciente. Y por último está Suze. En esencia, fue ella quien lo había llevado de la mano para introducirlo en ese mundillo, fue ella quien le enseñó las mejores galerías de arte de la ciudad, fue ella quien lo “civilizó”, por decirlo así. Pero él estaba cambiando, comenzaba a tener otros intereses. Por entonces ella quedó embarazada y abortó, lo cual le hizo deprimirse; sumado a eso estaba el hecho de que a él se le veía cada vez más tiempo junto a Joan Baez, tanto en actuaciones como en acciones callejeras de protesta, y pronto comenzaron a mantener otro tipo de reuniones. Suze irá desapareciendo de la escena poco a poco, con algunos episodios de dramática dureza por medio.

Con un trasfondo tan complejo, Dylan publica a principios de 1964 “The times they are a-changin’”, donde ya no hay una sola versión. Por otra parte demuestra claramente que una cosa es alejarse del ambiente del Village y otra muy distinta renunciar a sus principios: en ese momento ya casi es completamente autónomo, independiente de partidarios o detractores, pero el mensaje político y social se refuerza. De hecho sorprende un poco que la evolución o el creciente enriquecimiento musical y melódico que había emprendido con el anterior aquí parece ralentizarse: no tengo muy claro si la intención viene directamente del mismo Dylan o de Tom Wilson, o ambos coinciden en ese objetivo, pero todo suena como más “reconcentrado”, y de ese modo las letras resultan más contundentes, con más intensidad. Siguiendo la táctica de abrir con una clásica instantánea, ese papel lo cumple a la perfección la que da título al disco, una especie de manifiesto para el futuro que se convirtió en otro tótem de su carrera, ayudado por una melodía con gancho. Siento una personal debilidad por el contenido de “With God on our side”: dejando aparte que, como en casos anteriores, tal vez hubiese quedado mejor condensándola en tres o cuatro minutos (este será un lastre que aqueja a unas cuantas canciones de Dylan), la letra de esa canción debería enseñarse en las escuelas, como tratamiento contundente contra las idioteces peligrosas como el nacionalismo iluminado o el fanatismo religioso. Hay también una inmensa tristeza social, familiar incluso, en piezas como “North country blues”, una de las que llevan los arreglos musicales justos, buscando ese ambiente reconcentrado que decía antes. De hecho, la tristeza es una de las grandes protagonistas de este disco (no hay un solo rasgo humorístico en él). Pero sin ser una obra “fácil”, las ventas andan muy cerca de las que tuvo el anterior: Dylan comienza a hacerse incuestionable, por encima de las dudas que puedan manifestar los jefes de la CBS, cuyas quejas ya se van mitigando a pesar del mote de "comunista" que algunos murmuran por lo bajo.

Poco después de la publicación de ese disco Dylan se embarca en su primera gira de ámbito nacional, que usa además para buscar alternativas a su visión de las estructuras musicales e incluso del tipo de letras. En otras palabras, comienza a mostrar su intención de ir más allá de los cánones de la estricta música folk "con mensaje". Justo en esas fechas llegaron los Beatles a Estados Unidos, y también ese hecho es un nuevo acicate para él: ya los había escuchado, y mostraba su sorpresa ante algunos conocidos por ese estilo tan vivo, tan “agresivo” que mostraban en sus primeras canciones (al igual que Harrison y Lennon estaban escuchando ya a Dylan, admirando sus letras). La primera consecuencia tangible de esa sorpresa es que, nada más volver a Nueva York, decide comprarse una guitarra eléctrica para ir acostumbrándose a ella: mala señal, sugieren algunos conocidos del barrio. Y aunque la secuencia no está muy clara, más o menos por entonces ocurre su primera experiencia con el LSD, seguida de su primer viaje a Europa (placer y trabajo). A la vuelta tiene prácticamente terminado el material para su nuevo disco, y su intención es la de resolver su grabación cuanto antes. Ya en ese momento parece que está planeando su siguiente paso.

“Another side of Bob Dylan”, publicado a mediados del verano de ese año, resulta ser por lo tanto el último disco que graba “a palo seco”. Aquí comienza su cambio de perspectiva tanto en lo musical como en lo literario. No hay más que escuchar “Black crow blues”: evidentemente es un blues con todas las de la ley, incluyendo la letra, pero además nos muestra a Dylan atacando un piano y ampliando su repertorio de gestualización vocal. Hay verdaderas perlas que sugieren fusiones de varios estilos, como en “To Ramona”, que podría recordar incluso las escalas de un vals (y que Dylan remató en un viaje a Grecia) y cuya letra, como tratando de reconfortar a una mujer doliente, podría sugerir la reciente ruptura con Suze. ¿Y esa parodia de “Psicosis” que es, en resumen, la letra de “Motorpsycho nitemare”, con ese blues medio arrastrado que podría figurar perfectamente en alguno de sus discos posteriores? Pero por si alguien echaba de menos la temática social, comprometida, del “antiguo” Dylan, no cabe duda de que “My back pages” tuvo que sentar como un tiro en los ambientes progres del Village o de cualquier otro sitio: ese resumen que hace diciendo “Era mucho más viejo antes, soy más joven ahora” tiene la contundencia de una lápida sobre una tumba. Dylan es a partir de ahora un compositor sin ataduras ideológicas, completamente libre, aunque no se atreverá a cantar esta canción en directo hasta mucho más adelante. Algo parecido, aunque más abstracto y surrealista, puede sugerir “I shall be free no. 10”: “Probablemente te estés preguntando de qué va esta canción. Lo que probablemente te tiene más desconcertado es para qué sirve. Para nada. Es algo que aprendí en Inglaterra”. Como era de esperar, la prensa folkie atacó el disco sin miramientos: “Sus nuevas canciones son de tipo interior, como buscándose a sí mismo (eso, al parecer, es malo). Resulta evidente que ha sucumbido a la fama”. Y las ventas bajaron significativamente, lo cual demuestra que aquí se pierde un público y habrá que ir buscando otro.

Pero Dylan ya anda en otra onda. Se está dejando crecer su pelo ensortijado y ahora viste de negro, mientras se deja ver por algunos locales modernos portando esas gafas Ray-Ban modelo Wayfarer -un nuevo icono pop- sea de día o de noche. Sabe que los Beatles han sido los primeros, pero no serán los únicos: como no se actualice, esa tropa de ingleses yeyés lo van a dejar fuera de juego, por muy buenas letras que haga. Por lo tanto, para que la Invasión Británica no acabe con él, necesita apoyarse en un formato de grupo. Bien, pues démosle tiempo: aquí lo dejamos hasta nuestra próxima visita a este país. Suerte, Bob.

lunes, 20 de mayo de 2024

Estados Unidos: los primeros años 60 (XI)

“De pequeño solo quería oír discos y aprender canciones. Cuando cogía la guitarra era feliz”
Bob Dylan
 
El folk moderno, que en Estados Unidos a finales de los años 50 estaba restringido a poco más que las élites urbanas, o las zonas industriales por su carga social (nada que ver con el country), consigue llegar a los circuitos mainstream gracias a Bob Dylan. Como buen bardo, sus antecedentes biográficos son un tanto difusos, a menudo contradictorios; por expresa voluntad suya, como es lógico. Hasta ese “Dylan” que adopta tiene un origen u otro según la época en la que lo estemos viendo: alguien de la prensa sugirió que era en honor del poeta Dylan Thomas, y todo el mundo se lo creyó porque don Roberto ni negaba ni asentía, hasta que ya en la década siguiente nos informará de que no es en absoluto un seguidor de Thomas (“Yo ni siquiera había leído nada de él por entonces”), sino que convirtió ese nombre en apellido -como antes había usado otros- simplemente porque le sonaba bien, ajustado a su personalidad. También tuvieron que pasar unos años hasta ir conociendo detalles sobre sus padres, su infancia o su adolescencia: no le gustaba hablar sobre eso, nada tenía importancia salvo el presente. Por tanto, con pequeñas pinceladas como el comentario que adorna la cabecera de esta entrada, era suficiente. Como es lógico, esa bruma sobre el pasado alimentó muchos rumores; los rumores ayudan a crear un mito, y eso es bueno para el negocio. Así que en sus primeros años, la escueta historia que se nos permitía conocer comenzaba con dicho comentario. 

Su nacimiento, a mediados de 1941, tiene lugar en Duluth, Minnesota, en una familia de origen judío (aunque estos datos los conoceremos mucho más tarde). El pequeño Bob se enamoró pronto del rock and roll y el blues (con un afectuoso recuerdo también para Hank Williams, la más respetada leyenda del country); pero con diecinueve años un amigo le cuenta maravillas de Woody Guthrie, el señor del revival folk estadounidense, el primer gran cantautor y maestro para todos los que vinieron luego. La curiosidad le lleva a leer “Bound for glory”, la autobiografía de Guthrie, que lo deslumbra. Y ahí comienza a surgir un “segundo” Dylan, solapado con el primero: hasta ese momento, su principal empeño era el de hacerse valer como músico, y a tal fin nos contaba esas bonitas frases sobre su amor por las canciones y sus creadores; ahora, tras el descubrimiento de la enorme entidad literaria –no solamente política- de Guthrie, llega a la conclusión de que sus letras han de tener también peso, han de ser recordadas. Por cierto, que también es Guthrie, con su particular forma de cantar, la mayor inspiración para el tono de Dylan: entre una y otra cosa, “solo con oír a Guthrie podías aprender a vivir”, resumió él más adelante. 

Iluminado por esa epifanía, Bob llega a Nueva York en enero de 1961 habiendo construido ya una biografía mítica a su medida: además de alguna gira acompañando a Little Richard, había participado en ensayos de grabación con Elvis, era amigo de varios bluesmen y, resumiendo, “he viajado por todo el país, siguiendo las huellas de Woody Guthrie”. En cuanto a sus padres o su lugar de nacimiento, había nacido en Oklahoma y pronto escapó de casa; luego la policía lo había devuelto allí, pero hace ya un tiempo que es huérfano. Esa sería, en esencia y sin muchos detalles, la filiación que iba a mostrar a sus nuevos amigos. Pero antes de nada, lo primero era presentar sus respetos al maestro: pocos días después de llegar a la ciudad, Dylan va a Nueva Jersey a visitar a Guthrie, que ya llevaba unos años afectado por una enfermedad nerviosa degenerativa y pasa la mayor parte del tiempo como residente del hospital psiquiátrico Greystone. Y dice la leyenda que el maestro, aunque ya muy perjudicado, escucha con emoción algunas de sus propias canciones interpretadas por este joven recién llegado, que al parecer se las sabe todas; y que recibe su bendición poco menos que como si fuese su sucesor en el apostolado (aunque por entonces ya estaba un Pete Seeger, por ejemplo, que aspiraba a lo mismo). 

Dylan comienza a hacerse amigos en Greenwich Village. La primera canción que dice haber escrito es “Song to Woody” (“Porque no hay muchos hombres que hayan hecho las cosas que tú has hecho”), que interpreta en los locales de ese barrio abrigado por las miradas aprobadoras del público folkie, en su mayoría de izquierdas y por supuesto devoto de Guthrie (quien en su guitarra llevaba escrita la leyenda “Esta máquina mata fascistas”). De momento la mayor parte del repertorio son versiones, por lo general clásicas del folk tradicional y una clara querencia hacia el blues -él mismo reconoce su admiración por los viejos santones como Lead Belly- que también suele ser compartida por ese público. Aunque, también por lo general, tal tipo de oyentes suele prestar más atención a las letras que a la música, y las escasas letras que van escuchando del recién llegado son muy atractivas: ha nacido, o eso creen ellos, un nuevo profeta. Dylan, como es lógico, se deja querer. En lo musical, su pasable dominio de la guitarra acústica, pero sobre todo de la armónica, le proporciona pequeños trabajillos adicionales e incluso algunas grabaciones como acompañante; también participa en festivales folkies radiados, lo cual aumenta su popularidad (“Un nuevo estilista de la canción folk”, dice el New York Times ya antes de que Dylan llegue a grabar). 

Finalmente, en el otoño de ese largo 1961, es detectado por John Hammond, el mayor de todos los cazatalentos de la época: además de que ya ha leido esa reseña del Times, su hijo lo ha visto cantar en el Village y ha llegado a casa contando maravillas. Justo por entonces debuta en CBS Carolyn Hester, amiga de Dylan, que lo llama para acompañarle con la armónica en las grabaciones. Hester se lo presenta a Hammond, este le escucha algunas canciones, decide que ese muchacho tiene madera y lo ficha: a partir de ahí, CBS/Columbia será su sello para toda la vida, salvo en algunas excepciones temporales muy aisladas.

- ¿Cuántos años tienes? 
- Veinte. 
- Entonces tus padres tienen que firmar el contrato. 
- No tengo padres, murieron hace tiempo. 
- ¿Y algún tío? 
- Bueno, tengo uno, que es traficante. Está en Las Vegas. 
- O sea, me estás diciendo que no hay nadie que pueda firmar por ti.
- Exactamente. Pero no te preocupes, John: puedes confiar en mí. 

Tiempo después Dylan podrá reclamar a Hammond las cintas originales de sus primeras grabaciones, aduciendo precisamente la invalidez de ese contrato por haberlo firmado siendo menor de edad. Y ahora entra en escena Albert Grossman, el manager que controlará la carrera de esta nueva estrella. Grossman era también otra leyenda viviente: una de sus últimas hazañas había sido la creación del festival folk de Newport, solo dos años antes. Y fue también él quien pronunció por entonces la frase premonitoria: “El público americano es como la Bella Durmiente, esperando a que el príncipe de la música folk la despierte con un beso”. 

Sin embargo los ejecutivos de la CBS, al escuchar las cintas que les presenta Hammond, tuercen el gesto: esa es la voz más horrible que han oído nunca. Algunos llegan a tildar aquello de “estafa”, y no entienden qué encanto oculto puede ver un veterano como él en una mamarrachada de tal calibre. Vamos, que estuvieron a punto de hacer el mismo ridículo que Dick Rowe con los Beatles al otro lado del océano. Pero estos finalmente transigen, porque Hammond tiene mucho poder de convicción y, sobre todo, lo avalan unos cuantos fichajes ya históricos (a ver si va a tener razón, otra vez: eso se llama prudencia), además de que les promete que el disco de debut va a salir muy barato. Y cumple: los gastos de grabación no llegan a quinientos dólares, lo produce él mismo y se graba en dos o tres días a finales de noviembre. 

“Bob Dylan”, ese debut, llegará a las tiendas a principios de la primavera del 62, y como era costumbre tanto por la época como por el estilo, la mayor parte del repertorio son versiones salvo dos originales. También como es costumbre en el folk más tradicional, solo escucharemos elementos acústicos: voz, guitarra y armónica. Y aunque no se puede negar que esa voz tan “desagradable” es el elemento sobresaliente, tal vez por inesperado, con su personalidad da carácter a cualquier pieza que cante: se nota que ha sabido entender y asumir el espíritu de las canciones que versiona. De todos modos es evidente que su parroquia del Village, deseosa de nuevo repertorio, se ensimisma en el homenaje a Guthrie y en “Talking about New York”, donde Dylan nos cuenta lo que, según él, le ha costado llegar hasta aquí desde su lugar de origen (¿Minnesota está en el salvaje oeste? ¡Ah, no, que era Oklahoma!), el frío que hacía cuando llegó, el desprecio inicial de las gentes que lo recibieron… En fin, una epopeya personal que hace las delicias de ese público. El disco tuvo inicialmente unas ventas muy reducidas, y algunos enemigos de Hammond en CBS (todo gran personaje tiene enemigos envidiosos) habían bautizado a Dylan como “el capricho de Hammond”. Entre una cosa y la otra, los directivos del sello comenzaron a ponerse nerviosos y sugirieron que tal vez sería mejor rescindir el contrato. Ahí es cuando Hammond, ayudado por el mismísimo Johnny Cash, se empeña en su defensa y poco menos que viene a decirles que no se están enterando de nada, que este solo ha sido un inicio, hay que tener paciencia. 


Por su parte, Dylan ya ha comprendido que necesita ir liquidando el repertorio de versiones y dedicarse a crear su propia obra, porque al menos en el mundillo en el que se está moviendo esa es la diferencia entre un músico respetado y un simple intérprete de café. Si quieres vender discos, tienes que ofrecer algo nuevo. Está asimilando las lecturas de poesía que hace a marchas forzadas, al mismo tiempo que se sumerge en el enormemente denso y complejo ambiente social y político de la época. Se está volviendo contestatario, próximo al activismo: otra alegría para su parroquia, otro dolor de cabeza para la CBS. Pero ya iremos viendo eso dentro de unos días, porque me he pasado varios pueblos con tanta charla.

lunes, 13 de mayo de 2024

Estados Unidos: los primeros años 60 (X)

Últimamente parece estar de moda el patriotismo, esa pasión que tantas desgracias ha causado a lo largo de la Historia. Pero ni siquiera los apátridas como yo podemos evitar un ligero estremecimiento irracional de orgullo, nostalgia o lo que fuere cuando descubrimos que tal artista o persona notable en general es de nuestro pueblo: alguna hilacha de la bandera queda alojada en el subconsciente, queramos o no. En la historia de la música popular tanto isleña como de Estados Unidos no suelen verse apellidos españoles, o al menos no con la frecuencia con la que vemos, por ejemplo, los de origen italiano o de países centroeuropeos; lo cual es lógico, por la menor incidencia de la emigración española allí (en este momento solo me vienen a la memoria Esteban Martin, de Left Banke, y Jerry García, cuyo padre era de Orense). Pero sí vemos unos cuantos oriundos de México. Y aunque, como los demás naturales de otros lugares, se integran en el sonido gringo en su práctica totalidad (salvo algunas excepciones tex/mex que nunca fueron de consumo mayoritario en ese país), espero que les haga gracia una breve semblanza de estos dos grupos que les traigo hoy.
Siguiendo el orden de aparición, comenzaremos con los Premiers: se trata de un grupo perteneciente a la época del pre-garaje, por decirlo así. Las familias de estos muchachos se habían establecido en el condado de Los Angeles, donde a principios de la década hay una clara diferencia entre los gustos de la juventud blanca moderna (el surf, sobre todo) y el rock and roll que siguen oyendo los afroamericanos. Por lo general, los chicanos -tal vez por un sentimiento de iguales oprimidos- comparten las preferencias de estos últimos, aunque también allí están llegando ecos de los Wailers, esa banda del Noroeste que está abriendo un camino intermedio. A finales del 62, tras algunos flirteos con otras bandas del barrio, los hermanos Pérez (Lawrence, guitarra; John, batería) se unen con otros jovenzuelos de su misma edad y procedencia para, bajo el nombre de Premiers, dedicarse a ello en serio. Y la madre de dichos hermanos, impresionada por la tremenda habilidad de sus niños, que eran capaces de versionar en media hora toda cuanta canción oían en la radio, los llevó ante Billy Cárdenas, uno de los jefazos chicanos de la producción musical angelina. 

Estamos a principios de 1964. Cárdenas también ha oído a los Wailers, y justo en ese momento los Kingsmen están arrasando con “Louie, Louie”. Así que busca en el catálogo del r’n’b alguna pieza parecida y encuentra “Farmer John”, que Don and Dewey habían escrito y grabado a finales de los 50: ese será el primer single de los Premiers, grabado en falso directo y que se convierte en un hit inmediato en California; lo cual llama la atención de la Warner, que compra los derechos de distribución del grupo, publica el single a escala nacional y consigue un top-20. En vista del éxito, el sello urge a Cárdenas para que prepare un LP inmediatamente y este les entrega “Farmer John live”, que aparece poco después con el mismo truco del falso directo (aunque la contraportada nos cuente una bonita historia sobre su actuación grabada en un famoso local, y el técnico de mezclas se haya pasado con el volumen de ambiente). Aparte de la pieza principal, el resto son versiones de r’n’b e incluso duduá en las que se nota destreza instrumental pero poca imaginación. Y ya nunca volverán a igualar el nivel de su primer single: fueron teloneros de Kinks y Stones, recorrieron medio país (durmiendo en las habitaciones reservadas para los negros), pero los singles posteriores -casi todos sacados de ese LP- se hundieron uno tras otro. Eso sí: gracias a ellos, “Farmer John” fue luego rescatada por personajes como Neil Young o los White Stripes.


Vamos ahora con la transición entre un mundo y otro, tanto “racial” como temporal; una transición que simboliza como nadie el señor Domingo Samudio, un todoterreno del negocio. Su familia mexicana se estableció en Dallas, y su curiosa “mala” voz ya lo había hecho destacar en el colegio; sin embargo, su primera opción en la carrera por la subsistencia fue enrolarse en la Marina, donde se echó seis años antes de recapacitar, tomárselo en serio y como él mismo dice “estudiar piano clásico por el día y tocar rock and roll por la noche”. Curiosa mezcla. Pero el caso es que para 1961 ya se cree preparado y organiza un grupo llamado “Los Faraones”, un nombre que ya se le había ocurrido a Richard Berry, y que Domingo (que ahora se llamará Sam The Sham) afirma haber tomado de una película de Yul Brynner. Pero aún han de pasar cuatro años, entre idas y venidas de músicos, hasta que por fin en Junio de 1965 tocará la gloria con “Wooly Bully”. 

Para entonces, Sam The Sham & The Pharaohs son un verdadero espectáculo visual: Sam, que suele cantar chapurreos a medio camino entre el spanglish y el no se sabe qué, aparece con un vistoso turbante en la cabeza mientras el resto del grupo suele vestir ropas árabes. Y a lo tonto la canción llega al puesto 2 nacional, a pesar de que algunas emisoras miedosas se niegan a radiarla por no entender qué dice en algunos pasajes, consiguiendo varias cosas: vendió tres millones de copias; solo con vender el primer millón ya se convirtió en la primera banda americana en alcanzar esa cifra durante la British Invasion, y Billboard lo declaró “disco del año” (hemos de dar un emocionado saludo al inolvidable Neil Bogart -de apellido original Bogatz: no es familiar mío-, que fue el primer productor y manager de radio en promocionar este disco cuando nadie creía aún en él). Se trataba de un desarrollo sobre una escala básica de blues, pero partiendo de ahí el bueno de Sam creó un ritmo a medio camino entre tex/mex y rock and roll que la hizo imbatible. 

Y poco después comenzaron los problemas: el desigual reparto del dinero creaba disputas en el grupo, pero además los singles y los tres LP’s (cuyo material era bastante previsible) que publicaron luego ya no alcanzaron ni de lejos el éxito de “Wooly Bully”. Solo “Li’l Red Riding Hood” llegó al puesto 2 brevemente, pero ya estábamos en 1967 y con una formación casi totalmente nueva. Por esa época comienza la guerra entre Israel y Egipto, por lo que Sam decide cambiar su denominación comercial, que ahora será “Sam The Sham Revue”: a pesar de la brevedad de esta denominación, tuvo tiempo para grabar un LP entre rock and roll y country muy decente (casi lo prefiero a su obra anterior). Y por fin se presenta como solista a partir de 1968, grabando algunos discos en los que, apoyado por músicos de renombre, da un buen repaso al blues, country e incluso soul. Hoy en día reparte aún su tiempo entre la composición de canciones (dice tener cientos de ellas), la poesía –escrita y recitada- y la enseñanza de la Biblia bilingüe en un programa federal. Como ven, este hombre es polifacético.



lunes, 6 de mayo de 2024

Estados Unidos: los primeros años 60 (IX)

Ya se han citado aquí unos cuantos grupos a los que sus casas discográficas consideraron como la alternativa americana a los Beatles. Ese tipo de comparaciones no suele hacerle ningún bien a nadie, pero es un truco muy usado desde siempre. Lógicamente, lo mismo tenía que pasar con los Stones, y pasó: dos buenos ejemplos de esta alternativa publicitaria son los Seeds y la Chocolate Watchband, ambos de Los Angeles. Comenzaron casi al mismo tiempo, su vida fue igual de corta y, como sus ídolos, del r’n’b del 65 pasaron por medio del pop a la psicodelia en el 67 con parecidos resultados. Son por tanto dos bandas de transición entre épocas radicalmente distintas. 

Conviene recordar que el trienio 65-67 es probablemente la secuencia más convulsa de toda la década, tanto en los States como en la Isla, y a veces obliga a los músicos a moverse demasiado rápido. Eso le ocurrió a la mayoría de los que hemos visto hasta ahora, y lo mismo le ocurre a los de hoy: la influencia primaria del british r’n’b frecuentemente se abandona muy pronto, tal vez demasiado para sus capacidades; y sin esa referencia, lanzados a una vorágine psicodélica donde no hay término medio –o te encumbras o te hundes- pocos sobreviven más allá de un año o dos. Si los Beatles abandonaron el género en el 67 y los Stones (de los que parten nuestros dos protagonistas de hoy) nunca llegaron a su altura, es evidente que la cosa está muy cruda. Por mucho que los fanáticos opinen lo contrario, la psicodelia es un género de singles salvo muy pocas y honrosas excepciones: los discos grandes realmente buenos no llegan a la docena. Y con el rock ácido americano pasará lo mismo.
Los Seeds se basan en dos personajes fundamentales: Richard Marsh, un músico de Utah que se traslada a Los Angeles en su adolescencia y que bajo el nombre de guerra de Sky Saxon deja atrás sus orígenes en el duduá para reinventarse, y el teclista Daryl Hooper. Saxon es el frontman y compositor principal, mientras que Hooper es técnicamente la base musical del grupo y además del órgano ejecuta también el bajo de teclados (siendo precursor  e inspiración para otros músicos, como Ray Manzarek en los Doors). La influencia del r’n’b al estilo británico es patente (sobre todo en este "nuevo” Saxon, admirador de Mick Jagger), hasta tal punto que el mismísimo Muddy Waters llegó a decir de ellos que eran “los Rolling Stones americanos”. Y con ese aval consiguen grabar su primer single en verano del 65: “Can’t seem to make you mine”, una especie de balada que con el gemido estilo nasal de Saxon fue un éxito regular en el área de Los Angeles y les permitió publicar el segundo a finales de ese año, “Pushing too hard”, un poco más rápida y con una obsesiva línea melódica mecida por el teclado de Hooper. Ese disco anduvo cerca del top-30 nacional, y ahora es la típica pieza que aparece una y otra vez en la mayor parte de los recopilatorios garajeros: si hemos de considerar, como suele hacerse con tanta frecuencia, que los Seeds son otra de esas bandas de un solo éxito, ya saben cuál es.


Su primer LP, de título homónimo, se publica en la primavera del 66 incluyendo esas dos caras A; todo el material está compuesto por Saxon salvo dos canciones, que van a medias con todos sus colegas. Se trata de un hecho inusual para la época pero también engañoso, ya que aun siendo un buen disco se nota que hay dos o tres patrones de composición y no se sale de ahí. De todos modos, una vez más se demuestra que el público medio estadounidense no está aún preparado para este tipo de sonidos, y el disco no llega al top 100. Lo mismo pasará con el siguiente, “A web of sound”, que aparece en otoño y donde una vez más todas las piezas son propias, mientras el sonido y la composición maduran un poco; yo diría que aquí tenemos una de las esencias de los futuros Doors (sobre todo en el cierre con la extensa “Up in her room”, casi quince minutos), aunque evidentemente sin su calidad. Y en 1967, influenciados por la psicodelia imperante, publican su tercer disco grande, que resulta un nuevo fracaso: aunque hay alguna pieza notable (rescoldos de su estilo anterior), la mayoría de los temas andan entre el flower power y los alucines místicos –una debilidad de Saxon- que no los lleva a ningún sitio. Y de pronto dan un salto al blues presentándose como The Sky Saxon Blues Band: con ese nombre publican en 1967 un disco bastante decente bajo el título “A full spoon of seedy blues”. Mereció mucha mejor suerte, pero de nuevo pasó sin pena ni gloria, a pesar de que la presentación del disco corre a cargo de mr. Waters. Un directo del 68 es su despedida, aunque Saxon siguió explotando la leyenda hasta su muerte. Para mí los Seeds son uno de los grupos más infravalorados de aquella época, y una buena prueba de que el éxito momentáneo puede hacer más daño que bien.


Chocolate Watchband son otros Stones; o eso pretendía en un principio su productor, Ed Cobb, a quien ya conocemos por su trabajo con los Standells. Cobb, que los descubre actuando en la ciudad bajo el nombre de The Hogs, admira su querencia british y se hace cargo de ellos. De momento, para foguearlos en estudio, decide que debuten a finales de 1966 con una pieza instrumental que por otra parte demostrará su calidad técnica, y les asigna “Blues theme”, una versión de la que había hecho poco antes Davie Allan & The Arrows para la película motera “The wild angels”. Pero el single se hunde (entre otras cosas porque es casi un calco de la original), y Cobb pasa a mayores: primero les cambia el nombre y luego les entrega “Sweet young thing”, una pieza de tono Stones, como ya había hecho con “Dirty water”, la canción fetiche de los Standells. Se publica a principios del 67, y aunque las ventas no fueron muy allá Cobb no pierde la ilusión. Su nuevo single, titulado “Misty Lane”, se publica a mediados de ese año; suena un poco más melódico y ligeramente aromatizado por la psicodelia que ya se aproxima.


Y poco después llega “No way out”, su primer LP, uno de los mejores de la época y en el cual demuestran que, además de su dominio de la escuela Stones (oyendo la versión de “Come on”, e incluso “It’s all over now, baby blue” de Dylan, un neófito podría pensar que se trata de Jagger y sus muchachos), ya están probando otros caminos: su dominio de las instrumentales queda reflejada en las magníficas “Expo 2000” o “Dark side of the mushroom”, una especie de psicodelia surf encantadora, aunque no quedaron muy conformes con la elección de las piezas ni con la intervención de los ingenieros de Cobb. Pero también se atreven con un gigante del soul como Wilson Pickett y versionan “In the midnight hour” con una solvencia admirable. Sin embargo los problemas se amontonaron: las crecientes diferencias con Cobb -siempre hay diferencias con este hombre-, el exceso de substancias ilegales y los enfrentamientos internos hicieron que cuando el disco salió a la luz la banda original ya no existiese. Cobb (que ya se lo estaba oliendo) había encargado una bonita funda para ese disco, pero sin fotos de los músicos y muy pocos datos sobre ellos. Y lo mismo pasará con el siguiente: una formación casi de compromiso consigue completar ”Inner mystique”, formado básicamente por piezas sobrantes del primero y publicado en 1968. El resultado ya se lo pueden imaginar. Y así se nos fue una de las bandas que para mí podía haber tenido un futuro de lo más interesante. Eso sí: su primer LP, como los dos primeros de Seeds, son hoy en día muy alabados. Por desgracia, con el paso del tiempo esas alabanzas son ya lo único que cuenta.