Lewis Allan Reed (1942-2013)
“Cuando conocí a Lou, él trabajaba como compositor para una casa discográfica. Me interpretó algunas canciones, pero no me parecieron originales ni interesantes: eran del mismo tipo de las que se oían en la radio. Luego tocó otras que, según él, no pensaba publicar. La primera fue “Heroin”, y me dejó hecho polvo. Tanto la letra como la música eran contundentes, indecentes. Es más: esas canciones no podían plasmar mejor mi concepto de la música”.
John Cale
Bienvenido, Lou. Menudo año llevamos, ¿eh? Vaya por delante que no estaba deseando que vinieras, como no lo deseo de nadie; pero comprenderás que, en tu caso, tanta longevidad resultaba casi antinatural. “Soy un triunfo de la medicina moderna”, dijiste en Mayo, cuando te hicieron el trasplante de hígado, pero ya tu señora reconocía que la cosa había ido por los pelos. Y al final resulta que has tenido una muerte “decente”, cuarenta años después de aquella época en la que se te dio por muerto tantas veces. Porque hay que reconocerlo: tanto la prensa como los mitómanos “deseaban” secretamente para ti uno de esos finales de fiesta tan propios del rock, y tú lo sabías. Con tu leyenda, y aunque no se te pudiese incluir en el club de los 27, si hubieras desaparecido tras la grabación de “Berlin” tal vez oscurecieses al mismísimo Hendrix, o a Janis… o a Jim Morrison, al que detestabas. Ah, y que te quede claro que yo no estoy entre los que fantaseaban con esa idea, ¿eh? Tengo en gran estima tu carrera en la Velvet, cómo no, y tus primeros discos en solitario; eres uno de los más egregios nombres de la Nómina Fantástica, pero nunca me he sentido cercano a ti en lo personal. Aunque en aquella época te admirábamos por tu pose, tu estética, por haber roto todos los tabúes (y más a los ojos de un español, con el atraso que llevábamos), no eres mi tipo, por decirlo así.
De todos modos, te entendemos: cualquier psicólogo explicaría tu caso recurriendo a tu adolescencia y la cruda relación con tu padre, un hombre de orden, judío, que se asusta ante tu afición por el rock and roll y te pone en manos de un loquero para que te achicharre un poco a base de electroshocks. Es de suponer que algo así tiene que ser un recuerdo imborrable, aunque “esa experiencia”, dijiste luego, “acrecentó mi interés por la electricidad”. Mmmm… ahí ya vemos un cierto tono cáustico, que te marcaría para siempre. Y aunque te viste forzado a volver a casa varias veces, cuando las cosas no iban bien por tus flojitas composiciones para Pickwick Records (covers y poco más) y en otras épocas posteriores, no quiero imaginarme la tensión que debió de flotar en el ambiente. Tensión eléctrica, y perdona el chiste. Pero en fin, tus años de universidad fueron relativamente tranquilos, y provechosos además: en una universidad cara y de moral rígida como lo era la de Syracuse, donde los ricos mandaban a sus cachorros para ver de suavizarlos un poco, conociste a Sterling; y a Delmore Schwartz, el profesor poeta esquizofrénico y alcohólico que os enganchó inmediatamente, como era de esperar. Y aunque Delmore, en su locura, se apartó de vosotros creyendo que erais espías de Nelson Rockefeller -empeñado, según él, en impedir su divorcio-, la semilla ya estaba puesta: “las letras del rock and roll son una estupidez”, decía vuestro profesor, y esa frase te la tomaste muy en serio. Tú intentaste, desde entonces, darle mayor altura a esas letras, hacer verdaderos poemas, ser un intelectual del rock and roll... aunque por si acaso no le metiste muchas palabras a “European son”, la canción que le dedicaste luego.
Y en 1965 Sterling te presenta a su colega John, que con su bagaje te deslumbró también: un galés con recia formación clásica, discípulo de LaMonte Young y John Cage, instrumentista de viola y piano, que ha llegado a Nueva York con la beca Leonard Bernstein pero al que pronto echan del Conservatorio por sus “incorregibles tendencias destructivas”. Y poco después encontráis un libro tirado en la calle, un libro que se titula “El Subterráneo de Terciopelo”, que se anuncia como “un documento sobre la corrupción sexual de nuestra era”, un librejo de la más baja estofa -sadomasoquismo barato- pero cuyo título os engancha: ya tenéis nombre para la banda. Y a finales de ese año se marcha vuesto batería oficial, el curioso Angus MacLise, un fanático de las filosofías orientales que repudia el dinero y que os abandona porque habéis conseguido vuestro primer concierto como teloneros y os van a pagar 75 dólares: “¡Os habéis vendido!” clama furioso mientras da el portazo. Y entonces aparece Maureen, el “personaje inexplicable” del grupo, una muchacha que estaba haciendo agujeros en las tarjetas de memoria que por entonces alimentaban las computadoras y que en ratos libres tocaba la batería... Pero en fin, era hermana de un amigo del colegio, y parecía buena chica. Y luego os circunda una pandilla estrafalaria, y la cosa llega a oidos de Andy Warhol, y…
Más tarde, cuando abandonas la Velvet y sigues solo, el mito crece. Tanto en lo musical como en lo estético eres uno de los santones para el arrobado David Bowie, y eso es decir mucho. No me extraña que produjese “amorosamente”, como dice Manrique, esa joya cósmica titulada “Transformer”, y menos aún que la etapa berlinesa de David fuese inspirada en tu siguiente disco: para mí fueron las dos obras cumbre de tu carrera. Luego ya viene la época de grabaciones irregulares -algunas muy buenas y otras como “Metal machine music” incomprensibles salvo para ti-, salpicadas de noticias sobre tu peligroso modo de vivir la vida. Y mucho después, siempre deseoso de que se reconociese tu vocación literaria, comienzas a meterte en ese mundo. Pero también accediste a un brindis por los viejos tiempos, con aquellas actuaciones parisinas de los cuatro Velvet que dieron a luz un magnífico disco hace ahora veinte años… o te enrolaste en esas grabaciones impensables con Metallica, que todavía hoy no entendemos muy bien. Y siempre, tanto en la vida diaria como en las entrevistas, esa pose chuleta, displicente, medio paranoica, que tal vez usaste como medio de defensa y que te distanciaba del mundo plebeyo.
Pero en fin, cada uno elige su personaje y el tuyo es tan válido como cualquier otro. Por otra parte, insisto, en tu tiempo de esplendor enfermizo, de gloria infecciosa, fuiste un verdadero tótem. Y eso hay que reconocértelo. Así que te has ganado tu sitio en la Historia del rock, un sitio muy destacado, muy apropiado para el espíritu de esa música: el corruptor, el degenerado, el inmoral… vamos, lo que viene siendo la "esencia ética" del género a los ojos de la gente formal. Gracias, Lou. Siempre es necesario alguien así en este negocio.
ACLARACIÓN
TARDÍA.
Don José
Fernández, en su comentario, me ha hecho recapacitar sobre un asunto en el que yo
debería haberles ofrecido la posibilidad de elegir: me refiero a la famosa
historia de los electroshocks. Hay dos versiones, y la más popular no es la que
se cita aquí. Lou dijo repetidamente, en sus años locos, que sus padres lo
habían sometido a esas sesiones para curar su pulsión bisexual (y es sobradamente
conocido que la tenía, al menos en esa época). Sin embargo, después la negó. ¿Cuándo
dijo la verdad y cuándo mintió? Los que tratan de aferrarse a esa versión citan
como prueba la letra de “Kill your sons”, que no nos aclara absolutamente nada
salvo que esas sesiones existieron. Y evidentemente, por tener más “glamour”,
esa es la versión más popular, la clásica en Internet.
Yo me he
ceñido en este asunto a lo que dice Ignacio Juliá en su libro “Feed-back: La
leyenda de Velvet Undergound”, ya que Juliá es un fan y profundo conocedor del
grupo. Los padres de Lou, cuando este anda sobre los doce años, le asignan un
profesor de piano; pero pronto se aficiona a los discos de rock and roll y, siguiendo
textualmente la descripción de Juliá, “en la escuela forma parte de algunos grupos,
lo que molesta profundamente a sus progenitores, quienes, viendo lo raro que
era el muchacho, le ponen en manos de un psiquiatra que inmediatamente recomienda
una saludable sesión de electro-shocks para combatir su alienación quinceañera”.
Ah, y en
otras páginas de Internet he leído “lobotomía”, que no tiene nada que ver con “electroshock”.
En todo caso, mea culpa: hay las dos versiones, y ahora elijan ustedes la que
prefieran. Me temo que, a estas alturas, nunca sabremos cuál es la verdadera,
aunque tampoco importa mucho: Lou siguió a lo suyo, en ambos casos.