Hoy nos visitan Ten Years After, la banda que nos faltaba en nuestra lista de asiduos procedentes de aquella eclosión del blues rock isleño a finales de la década pasada. Alvin Lee, su guitarrista, principal compositor y líder, siempre me ha recordado a Rory Gallagher, ya que tiene muchos puntos en común con él: ambos parten del blues y el rock and roll como tendencias más arraigadas, pero su estilo incluye el folk y el country, e incluso se acercan al jazz en ocasiones. Y por supuesto ambos son grandes guitarristas; Alvin tiene tal vez un rango de matices más amplio que el de Rory, del mismo modo que la digitación de este consigue un tono más cálido. Incluso si especulamos con la bobada esa de calificar a los guitarristas por su velocidad, Alvin estaba considerado -a su pesar- como el más veloz, seguido muy de cerca por el propio Rory (lo siento por el señor Blackmore y demás vanidosos velocistas del gremio). Por último, también les hermana ese aspecto de personas normales que otros no tienen: tanto uno como otro pertenecen a ese tipo de músicos que caen bien, que no se vuelven locos con gestos megalómanos, que basan su conducta y su música en la sencillez, aunque no tengan nada que envidiar a nadie. Como consecuencia, cuando su trayectoria vaya declinando (la decadencia siempre llega), seguirán siendo respetados incluso por quienes no son fans suyos. Puede parecer una tontería, pero tiene su mérito.
Sin embargo, el repertorio de Ten Years After es más complejo de lo que parece: su base está efectivamente en la fusión de blues y rock and roll al estilo clásico (para ellos se creó la etiqueta “blues and roll”), pero la debilidad de Alvin Lee por los sonidos atmosféricos y la experimentación en estudio pronto situó al grupo en una curiosa dualidad: los fans de su repertorio más evidente ensalzan sus directos, su poderío abrasador cuando interpretan piezas que se han convertido en himnos, como “I’m going home” -a ser posible en su versión “canónica” de Woodstock, donde se consagraron ante el público yanqui. Pero Lee comenzó a cansarse pronto de las giras continuas repitiendo siempre los mismos tics ante el delirio de la parroquia y llegando a ser, como él mismo se definió, “una juke box humana”. Y si nos fijamos en la discografía del grupo vemos que ese estilo simple y contundente, esa mezcla de blues y rock se enriquece pronto, tras el segundo disco (que por otra parte es un directo): a partir de “Stonedhenge”, el tercero, su sonido es mucho más elaborado y adquiere un sinfín de matices. Comienza entonces la época más brillante de la banda, con un magnífico equilibrio entre las piezas incendiarias -cada disco tiene tres o cuatro clásicas inmediatas- y otras que suelen ser de tiempo medio junto a algunas baladas tan originales como sus arreglos, cercanos a veces a una rara especie de psicodelia progresiva (aunque siempre muy difusos, lejanos, sin alterar la esencia de la canción).
Como era de esperar, esa tendencia hacia la sofisticación hizo que sus discos, con ser muy populares, lo fuesen más en la Isla (con un top 5 de media) que en los States (colocados en el top 20), aunque las giras yanquis fueron su principal fuente de negocio durante prácticamente toda su carrera. En 1971 pasan de Decca a Chrysalis publicando “A space in time”, cuyas ventas son inferiores a la media, pero a cambio consiguieron una popularidad tremenda con “I’d love to change the world”, una de sus piezas convertidas en single. El disco grande hace honor a su título: de principio a fin queda claro que siguen siendo TYA, pero el grado de exquisitez que consiguen con piezas como esa y otras cuantas, su sonido atmosférico, su gusto por los pequeños detalles “ornamentales” pero inesperados, hacen que algunos fans entre los que me cuento nos rindamos ante su belleza: para mí esta es una de las grandes joyas semiocultas del rock británico. Y tras ese espacio en el tiempo, el año siguiente llega “Rock and roll music to the world”, un disco irregular aunque en él figure alguna nueva clásica como “You give me loving”: TYA han vuelto a ser los de antes, pero en este negocio los pasos atrás no suelen presagiar nada bueno. Y justo cuando estábamos con las dudas sobre cuál sería su futuro, nos encontramos con el doble “Recorded live”, que como su nombre indica es un directo: las dudas quedan aplazadas.
El grupo aprovecha su gira europea de principios de este año para hacer una selección de repertorio que alterna las piezas de sus últimos tiempos con otras clásicas: la apertura queda a cargo de “One of these days” -que también abría aquel majestuoso “A space in time”- y el cierre lo hace “Choo choo mama”, un rock and roll de su disco más reciente; precedido, eso sí, por la inevitable “I’m going home”. Por otra parte el sonido es excelente, con lo cual estamos ante el mejor directo de la banda, mucho más pulido que sus grabaciones en Woodstock o en el Fillmore de poco tiempo antes (que si no fueron publicadas en su momento, por algo era). En consecuencia las ventas son magníficas, y el disco ha pasado a formar parte de los grandes directos en la historia del rock. Por entonces aún no sabíamos que, en muchos casos, un doble directo magistral suele cerrar la época clásica de una banda, pero pronto nos íbamos a enterar.
En 1974 llegará un nuevo disco, titulado “Positive vibrations”, y muy poco después TYA anuncia su disolución. Ese fulgurante tránsito, de escasos meses entre una cosa y la otra, tiene como principal motivo la poca calidad del disco (una sombra de todo lo que llegaron a ser): Lee y su banda son conscientes de que su época gloriosa ha terminado, de que su creatividad ya no da para más. Pero a esto hay que sumar el hastío que siente hacia el directo, las legiones de fans aullando, la vida de estrella del rock, que siempre ha detestado, y en consecuencia esa decisión resulta inevitable. Hay otras muchas bandas a las que no importa seguir adelante todo el tiempo que puedan aunque sus discos no tengan el menor interés porque lo que cuenta es el dinero, pero TYA decide despedirse con honor; y esa actitud, tan poco frecuente en este negocio, los eleva a la categoría de íntegros, de gente respetable en un mundo en el que casi nadie lo es. No importan las secuelas posteriores, que quince años después haya una fugaz vuelta para publicar un nuevo disco casi anecdótico o que los otros tres miembros del grupo lo pusiesen a funcionar de nuevo ya este siglo: habían renunciado al dinero que muchos otros de su quinta consiguieron en la época de los años 70/80 viviendo de giras mundiales gracias a una fama conseguida mucho antes.
En cuanto a Alvin, siguió adelante colaborando con músicos menos famosos que él, o con su pequeña banda haciendo pequeñas giras. Murió en España, en 2013: en esos últimos años se dedicaba a pintar y a “aprender” a tocar la guitarra española. Gracias, Alvin. Tú, Rory y pocos más nos enseñasteis que la humildad era posible en ese gran teatro de vanidades que es el rock.