sábado, 25 de marzo de 2023

Estados Unidos: los últimos 80's (y fin)

Y por fin, los Pixies. Hay mucha gente de mi generación, e incluso posteriores, que los consideramos como el cierre de un círculo que iniciaron los Beatles: la era de los grupos inmortales. Tal vez fueron los Who quienes liquidaron el período del rock clásico con “Quadrophenia”; pero la new wave y el punk dejaron algunos nombres más que, sin tener su carisma, casi llegan a su altura como los Jam o los Clash. Y la despedida de los Pixies, en un momento en el que ya se ve claramente la decadencia no solo de una época sino también de un modo de pensar y hacer las cosas (la tecnología digital lo cambió todo), vista con el paso del tiempo, tiene para mí la importancia de aquel disco de los Who. Resulta curioso además que los Beatles comenzasen su carrera discográfica en 1962 mientras que el último disco en la época clásica de los Pixies sea de finales del 91: treinta años justos, los treinta años de oro del formato Lp. Simbolismo puro. 

A finales de 1987 (recuerden, no había Internet) los Pixies debutan con un mini Lp titulado “Come on pilgrim” que en España no conoceremos hasta bien entrado el año siguiente, gracias al Ruta 66 y algunas tiendas de importación. Por entonces, he de reconocerlo, muchos estábamos ya más pendientes de las reediciones en CD de joyas ocultas de los 60 y 70 que de la actualidad. Una actualidad basada en el ruidismo, la deconstrucción de ritmos y la oscuridad temática y espiritual: eso que se ha dado en llamar “rock alternativo”, para entendernos. Y como casi todos los grupos de ese jaez parecían encantar a los redactores de la revista, para quienes cada novedad era más maravillosa que la anterior, algunos nos habíamos acostumbrado a sopesar la calidad y cantidad de alabanzas leyendo entre líneas, tratando de descifrar lo que pasaba por su subconsciente; no era fácil, pero a veces acertábamos. Y con los Pixies acertamos: había algo, entre las habituales loas y floripondios, que se apartaba un poco de la costumbre, había una especie de sorprendido respeto ante un grupo que tal vez tuviese similitudes con otros en algunos detalles (y que lógicamente tendría influencias contemporáneas), pero que al mismo tiempo parecía muy distinto. Así que cruzamos los dedos, encargamos el disco a la tienda importadora de turno y por fin lo tuvimos delante.

La estética de la portada, feísta, era otro signo de los tiempos, pero eso daba igual: correspondía al sello 4AD, uno de los más modernos de la época, que por lo general garantizaba unos estándares aceptables de calidad. Y pinchamos el disco en cuestión. Y ya solo con “Caribou”, la pieza casi fronteriza que lo abre, respiramos aliviados: aquello valía la pena. Luego viene esa curiosa pieza tan anfetamínica como espasmódica titulada “Vamos”, muy inteligentemente situada antes de la ya grandiosa “Isla de Encanta”, a modo de introducción: ahí vemos confirmada esa encantadora querencia que tiene el cantante, un tal Black Francis, por el chapurreo spanglish, al parecer debido a unos meses de estancia en Puerto Rico. Y claro, vamos viendo también que las letras son un tanto marcianas, sin sentido a veces, sangrientas con frecuencia y buscando la onomatopeya más que la trascendencia literaria que buscan otros; pero se nota un enfermizo sentido del humor que aligera mucho las salvajadas que canta o chilla a veces este Francis. Ah, y luego viene “Ed is dead”, con un ritmo un tanto arrastrado pero casi clásico -otra maravilla-, y así hasta el cierre con “Levitate me”, muy en la onda de la del pobre Ed… y hace ya un rato que me quedé extasiado: decididamente los Pixies son un grupo actual, muy actual, vanguardista incluso. Pero, entre otras cosas, respetan la melodía; y para conseguir las mezclas que hay ya en ese debut, deben de tener una formación musical tremenda. Al final resultaba que los 80 no estaban muertos del todo entre tanta mediocridad circulante, tanto nombre sobrevalorado. 


Y muy poco después –mediados del 88, más o menos- llega “Surfer rosa”, el primer disco con duración de Lp, que mantiene todas las estructuras de su debut y las va ampliando: “Bone machine”, la que lo abre, es una excelente continuación, un “seguir donde lo habíamos dejado” genial (suelen tener una excelente vista con el orden de las canciones en los discos, muy orgánico, muy lógico). Como era de esperar, al Ruta le ha faltado tiempo para volver a citarlos, va ampliando datos y ya nos vamos enterando de más cosas. Resulta que el tal Francis es el compositor único y líder del grupo, además de segundo guitarrista: al parecer él y su amigo Joey Santiago (guitarra solista) buscaron la base rítmica a través de anuncios, dando con la bajista Kim Deal y el batería David Lovering. Aquí el productor ya es una estrella en ascenso, el señor Steve Albini, al que pronto veremos dirigiendo la grabación de la mitad de los discos que se publican en Estados Unidos por esa época. Y la portada es deliciosa, muy racial; o bueno, lo es al menos para los hispanos (a los que Francis hace cariñosos guiños con frecuencia). El disco sigue figurando como “alternativo” y en su momento no vendió mucho, pero a diferencia de la mayoría de sus coetáneos ha seguido haciéndolo en cantidades razonables hasta que llegó a superar el oro en su país, ya hace tiempo. Para entonces los Pixies comienzan a ser un secreto a voces, y como la cosa siga así no me extrañaría que el próximo disco ya se publicase hasta en España. Pero ni en nuestros más fantásticos delirios podríamos habernos imaginado lo que pasó.


Lo que pasó fue “Doolittle”, en la primavera del 89. Sí, se publicó en España, aunque le quitaron el libreto; menos mal que ya lo habíamos pedido fuera, por si acaso. Esta vez la producción corre a cargo del británico Gil Norton, que no modifica mucho el sonido pero le da un poco más de profundidad. Y creo que nos pasó a muchos: solo con escuchar la entrada a todo trapo con “Debaser” nos invadió una sensación de grandeza, de “esto es lo mejor que he escuchado en los últimos cinco o seis años por lo menos”, con esos gritos, esas guitarras, ese ritmo apabullante pero más medido de lo que pueda parecer, melodioso, verdaderamente épico, como si John Ford hubiese resucitado para dedicarse al hard rock. Y el resto del disco va a esa escala, incluso con canción para las radios convencionales: “Monkey gone to heaven”, que cierra la cara A. No es de mis favoritas, pero tal vez se deba a que de pronto, sin previo aviso, comenzó a escucharse en todas partes, y sentimos miedo: ¿otro “Sultans of swing”, otra muerte de éxito? No llegó a tanto, por supuesto, pero ese curioso trasfondo pop tal vez se hace cansino con el paso del tiempo y en su tamaño, a su escala, se volvió inevitable tanto en las emisoras modernillas como en los bares yeyés (juraría que se escucharon hasta en los 40 Impresentables). El caso es que “Doolitlle” fue la cumbre de los Pixies, la obra maestra y al mismo tiempo la más vendida. La década terminaba con una nueva estrella, un grupo que ya figuraba en el Olimpo de los dioses intemporales con ese dominio de la mezcla, en su justo punto, de histeria y elegancia.

Luego llegaron los 90, y hubo otros dos discos: “Bossanova” y “Trompe le monde”. Aquel ligero vaho pop se había enriquecido con ocasionales sonidos surf, y probablemente esos discos sean un poco más “accesibles”, por decirlo así. Pero eso no se reflejó en las ventas, bastante inferiores a las de “Doolittle”, y no lo entiendo: da la impresión de que hay un colectivo de fans exquisitos a los que esos discos deben de parecerles un desdoro, o algo así. Tal vez no tengan la altura de su obra anterior, pero ya nos gustaría que los demás grupos de aquella época y posteriores grabasen obras de esa categoría. Porque, para resumir, Black Francis habrá copiado a mucha gente; pero la supera y la sublima a toda. Y para entonces los Pixies eran una máquina infalible que arrasaba en sus directos, pero con problemas internos. Deal, por ejemplo, estaba harta del carácter un tanto dictatorial de Francis: quería meter composiciones suyas, pero era imposible. Finalmente, entre malos rollos y agotamiento por las giras, el jefe disolvió el grupo. De hecho ya había habido una época en blanco antes de “Bossanova”, con ocupaciones que esta vez se hicieron mucho más prolongadas: Francis mantuvo una carrera en solitario no muy brillante; Deal siguió con los Breeders, y los otros dos se dedicaron a participar en algunas grabaciones alternativas. Y sí, luego el grupo volvió (con nueva bajista): su directo sigue (o seguía) siendo arrasador, sus nuevos discos no tanto. Lo normal.


Así que, como es de ley, son los Pixies quienes cierran con todos los honores esta serie dedicada a los últimos 80 en Estados Unidos. Una serie incompleta, imperfecta, despeluchada, desganada a veces. Lo confieso: estaba deseando dejarlo. Solo la seguridad de que serían los Pixies quienes iban a despedirla me ha mantenido en pie. Pero se acabó, por fin. Eso sí, como también es de ley ya saben que les debo una fiesta de despedida, que tendrá lugar tras la Semana Santa. Mientras tanto, a portarse bien.


martes, 14 de marzo de 2023

Estados Unidos: los últimos 80's (X)

Los músicos que no siguen las directrices que la prensa y los grandes sellos van marcando en cada época, por muy brillantes que sean, lo tienen difícil para sobrevivir en un mercado en el que cada día surgen cincuenta ofertas nuevas. Y ya no digamos si aún encima su estilo musical es indefinible, pues al menos los que trabajan el circuito de la nostalgia, por ejemplo, pueden conseguir un sector de público fiel. Pero dicen que el mundo es de los valientes, y a mediados de los años 80 no son únicamente los Young Fresh Fellows los que se atreven a ir por libre: mucho más abajo, en California precisamente, hay un grupo al que no se le ve muy conforme con el paisley underground, tan de moda por allí, y está creando un batiburrillo de estilos y ritmos que en teoría no tiene sentido: los adorables Camper Van Beethoven. Sí, con ese nombre ya se pueden ustedes imaginar que muy serios no son, a juego con las músicas que hacen, así que podemos considerarlos sin la menor duda como unos alter ego sureños de los Fellows. También siguen activos, como ellos, y por supuesto los fans que disfrutan con una banda disfrutan también con la otra; que tenemos el corazón partío, en resumen. 

Su origen viene dado por la reunión de unos cuantos músicos procedentes de dos o tres grupos de la zona de Redlands, una pequeña ciudad no muy lejos de Los Angeles. Aunque a lo largo de tanto tiempo ha habido varios cambios en la formación, siguen presentes el cantante, guitarra y ocasional bajista David Lowery, que comparte los mismos instrumentos con Victor Krummenacher (bajista “oficial” y segunda voz); casi desde el principio está también Jonathan Segel, violinista, teclista y varias cosas más, el solista Greg Lisher y el batería Chris Pedersen (ambos entraron en la grabación del segundo disco del grupo). La mayor parte de ellos son universitarios, bastante irreverentes y también, como los Fellows, muy celosos de su independencia artística. Eso significa que la mayor parte de su obra ha sido publicada por sellos diminutos (salvo una breve etapa en Virgin), lo cual hace que desaparezca y resurja en las tiendas dependiendo de si ha habido alguna reedición cercana o no. En cuanto a su “estilo”, resulta aún más enrevesado que el de sus vecinos norteños: Discogs los define como “California avant-garde/post-punk/country outfit”, lo que en esencia es bastante realista… aunque habría que añadir, según y cómo, algunos retazos de psicodelia, folk eurásico (preferentemente desde los Balcanes hasta la cuenca mediterránea oriental), ska, pop y unas cuantas cosas más.

El debut llega en 1985 con un single y seguidamente un Lp. La cara A del single es “Take the skinheads bowling”, que podría cuadrar más o menos con la definición de Discogs: en aquel momento no llegó muy lejos, pero con el paso del tiempo (y su inclusión doce años después en el documental “Bowling for Columbine” del señor Moore, que le proporcionó una nueva juventud) se convertirá en la canción emblema del grupo. Ah, y antes de seguir conviene aclarar el asunto de las letras: al igual que en gran parte de la obra de los Fellows, les gusta jugar con el sinsentido. Lowery decía que en una época como aquella, en la que las letras comenzaban a ser tan importantes o más aún que la música, “con tantos colegas haciendo poemas trascendentes”, ellos habían decidido ir a la contra también en eso. Las letras de los Beethoven, o son dislocadas y sin la menor lógica (este es el caso de su primer single) o son abiertamente humorísticas, irónicas, por momentos casi naif, haciendo juego con su música, redondeando el círculo. El Lp se titula “Telephone free lanslide victory”, que según ellos contiene un error tipográfico: en vez de “free” debería leerse “tree”. Son en total 17 piezas, incluida la de los skinheads, y ya con la primera, una instrumental titulada “Border ska” (un título muy coherente con esa música, o no), dejan claro que no pertenecen a la realidad convencional, tal vez a ninguna. El fascinante viaje nos lleva luego a ese country rock melancólico titulado “El día que Lassie fue a la Luna”, seguido por “Wasted”, otro mucho más vitaminado; luego el reggae pop –por resumir- “Yanki go home”, y así sucesivamente. En fin, que al terminar el disco no queda la menor duda de que hay que tomar una decisión radical: o todo nos ha parecido una coña sin la menor trascendencia o nos hemos enamorado de estos tipos.


Como en el caso de los Fellows, también los Beethoven llegarán a ser un grupo muy querido en las emisoras y el circuito universitario estadounidense, y aunque a menor escala entre algunos aficionados de países tan exóticos como el nuestro. Justo un año después llega su segundo disco, y la coña ya empieza por el título: “II & III”. Podría tener alguna lógica si fuese doble, pero no lo es; y tampoco es lógico que la cara A sea la 2, mientras que la B es efectivamente la B. Con lo cual ya quedamos avisados de que la esencia del grupo sigue inalterable, y el arranque con ese instrumental pantanoso, sureño, titulado “Abundance”, a mí por lo menos me infunde una cálida sensación hogareña. Quizá la única diferencia perceptible en algunas canciones es una mayor solidez en la batería, que a partir de ahora va a cargo de Pedersen, pero por lo demás esta es una espléndida continuación del primero: las mil y una formas que puede adquirir el country rock en sus manos quedan perfectamente sintetizadas en piezas como “Sad lovers waltz” o “I love her all the time”, mientras su amplia visión del folk mundial nos lleva desde ese norteño sonido que luce “No flies on us” hasta una particular fusión entre boogie y melodía con violín que es la instrumental titulada (acertadamente, creo yo) “Z.Z. Top goes to Egypt”. Y por medio diferentes graduaciones de rock, pop e incluso post punk que de nuevo confirman su bendita vocación iconoclasta. Para entonces, aunque las ventas no sean muy notables, ya los ha descubierto el Ruta 66 y hay un pequeño grupo de seguidores patrios; aunque no llegarán a actuar en nuestro país hasta finales de la década, justo al borde de su primera disolución.

Antes de que termine 1986 aún les queda tiempo para publicar el tercer disco grande, con título homónimo, y de nuevo viajamos en un tobogán de ritmos de todo tipo que sigue manteniendo muy alto el pabellón: desde una serie de cintas al revés que constituye el meollo de “Stairway to heavan” (sic) hasta una versión del “Astronomy domine” de los Floyd que resulta sobresaliente. El sello Virgin se fija en ellos y grabarán ahí otros dos discos igual de buenos hasta que, a causa de tensiones entre ellos y un cierto cansancio por no conseguir estabilizarse en el negocio, liquidan el grupo a principios de los años 90. Lowery se asociará con unos cuantos colegas de su ciudad para crear Cracker, una banda de rock más convencional pero que de vez en cuando recuerda a los Beethoven. Y con la llegada del nuevo siglo vuelve también la vieja banda. Su nuevo debut fue “Tusk”, titulado como aquel doble disco megalómano de Fleetwood Mac, y transcribo aquí un comentario de Krummenacher: “Parece un disco bueno según alguna prensa, pero en realidad solo es una horrible sucesión de excesos dañada por la cocaína. Supongo que por eso nos enfrentamos a él, y creo que lo mejoramos". Porque, en efecto, los Beethoven presentan, una a una, versiones de todas las canciones que componen aquel disco; como siempre la cosa va a gustos, pero yo prefiero este. Y hubo más discos, y siguieron adelante hasta hoy, aunque por desgracia no se les suele ver por aquí.


miércoles, 1 de marzo de 2023

Estados Unidos: los últimos 80's (IX)

Aunque pronto parecerá que la única distinción del Noroeste es la de haber dado a luz ese novedoso estilo conocido como “grunge” -con permiso de alguna que otra banda que, junto a Wipers de Oregon, está en sus orígenes siendo de otro sitio (léase Pixies)-, lo cierto es que el panorama allí es más amplio de lo que parece. Otra cosa es que el tal grunge acabase eclipsando todo lo demás, pero para los fans disidentes hay entretenimiento incluso en Seattle, que se supone la Meca de la nueva religión futura. Y hoy nos visita uno de los grupos más agradables y al mismo tiempo más intemporales de aquella ciudad: los Young Fresh Fellows, que nadando contra corriente, con altas y bajas, idas y vueltas, siguen en activo. Son los músicos como ellos los que consiguieron que la gente como nosotros, ya en la treintena y sin la menor ilusión ante el cariz que estaba tomando el mundillo musical, no perdiésemos el interés por seguir acudiendo a la tienda o leyendo revistas musicales. Ellos y otros cuantos serán quienes den sentido -al menos en esa época- a la etiqueta “indie”, a la que por fin vemos cierta utilidad: ¿todo lo que no sea grunge, britpop, rap o los 40 Insoportables es indie? Bueno, pues al menos sirve para centrarse un poco en lo que buscamos. 

La historia comienza a principios de la década de los 80, cuando en esa zona los estilos más populares son el punk y derivados. Su creador, compositor principal y por lo tanto líder es el polifacético guitarrista Scott McCaughey, que además canta; debutan junto a él Chuck Carrol (guitarra solista) y su primo Tad Hutchinson a la batería. De momento no han encontrado un bajista, así que durante un tiempo será McCaughey quien ocupe ese puesto. Tienen un amigo que pronto se convierte en su primer fan y al que por otra parte convencen para que haga también su propia música. Ese amigo se llama Conrad Uno, y les hace caso a medias: compone algunas canciones, pero acaba dándose cuenta de que lo suyo son las mesas de mezclas y buscar grupos nuevos. Así que, cuando los Fellows tienen material suficiente para grabar un disco -cosa que pensaban hacer por su cuenta, ya que nadie en la ciudad apuesta por ese tipo de música tan infantil-, su amigo Conrad les dice que ha decidido convertirse en productor y de paso crear un sello para distribuirlos, a ellos y a otros cuantos jovenzuelos de la zona que no estén dispuestos a seguir el Nuevo Orden. Ese sello es PopLlama, que a los seres como el que esto suscribe nos ha dado muchas horas de felicidad y consuelo, especialmente en aquella época tan tenebrosa para nosotros.

Conrad debuta como productor y distribuidor junto a los YFF, que a mediados de 1984 tienen su primer disco grande circulando por medio país. Pronto se verá que su amigo también ha sabido tejer una red muy efectiva de marketing y distribución, ya que no pasará mucho tiempo hasta que una o dos tiendas españolas comiencen a importarlo. Solo hay que ver la portada y el título de ese disco para darse cuenta de que estos muchachos van por libre, ajenos tanto al dramatismo que está ensombreciendo las almas juveniles en esa parte del país como a los neo hippies paisley del suroeste: “The fabulous sounds of the Pacific Norwest”, que así se llama, es una parodia de un disco promocional para turistas publicado a finales de los años 50 por la compañía de comunicaciones Bell, en el que un presentador va describiendo los encantos de la zona añadiendo músicas y sonidos característicos como la bocina de niebla de un transbordador. Y la cosa no termina ahí, ya que varias canciones en el debut de estos muchachos vienen encabezadas por recortes de aquella grabación publicitaria, con lo que el ambiente general resulta alegre, casi de broma. Se nota que tanto Conrad como sus amigos están empezando, ya que el sonido es un tanto casero, al estilo maqueta. Pero da igual: una tras otra hasta un total de quince, las canciones se van sucediendo con ese tono general retro que podría recordar el espíritu de las antiguas bandas de garaje pop, con melodías infecciosas que van desde el surf hasta baladas de trasfondo folkie pasando por el rock and roll e incluso el beat, pero siempre con mucha energía y vitalidad. Ya digo, el sonido es muy amateur, pero creo que justamente eso es lo que acaba de redondear su encanto. Y pronto se vio que la semilla del Ruta había caído en tierra fértil, porque además de convertirse en pequeños ídolos de las radios universitarias en su país, esa misma atracción comenzó a sentirse en otros dos tan alejados como Japón y… ¡España! (en la página de la Wikipedia viene una foto del grupo actuando en Galicia. Este tipo de gente va mucho con nuestro carácter).


Poco después entra en el grupo Jim Sangster, un bajista con experiencia, y de ese modo MacCaughey pasa a ser el guitarra rítmica. En 1985 llega el segundo disco grande: “Topsy turvy”, que así se llama, es la confirmación de que este grupo tiene futuro. Dejando aparte el hecho de que el sonido ha mejorado bastante (un mérito que habrá que adjudicar a Conrad), hay una mayor mezcla de estilos y más brillantez en las composiciones de MacCaughey. Pero no se pierde el sentido del humor: el primer ejemplo ya es ese arranque con “Searchin’ USA”, una especie de country/pop/rock con mandolina y steel guitar, como debe ser, pero que por momentos podría parecer que lanza un guiño al “Surfin’ USA” de los Beach Boys. Al igual que en su debut el panorama puede cambiar completamente de una canción a otra; es decir, que podemos pasar del folk al pop rock, a la psicodelia o al rock vitaminado de un momento para otro. No hay más que escuchar, por este orden, el trío de piezas formado por “Where is Groovy Town?”, “The new John Agar” y “Sharing patrol theme”, pero las sorpresas siguen, una tras otra, hasta el final del disco. Un disco que muchos de sus fans más veteranos consideran como el más brillante de su carrera. Yo no lo tengo tan claro -aún nos esperan muchos momentos gloriosos-, pero en todo caso sí es verdad que es uno de los más brillantes, y quizá el de más ventas.

En 1987 publican el “mini-maxi” -así lo llaman ellos- titulado “Refreshments” y “The men who loved music”, el nuevo disco grande. Entre uno y otro se va reforzando la vena más rockera del grupo, aunque por supuesto siguen manteniendo el “suspense” sobre qué tipo de canción será la que nos espera después de haber escuchado la anterior. Para entonces los Fellows comienzan a ser una banda clásica de giras por medio mundo, al estilo de unos Fleshtones por ejemplo, aunque para mí son mejores. Es una pena que ese carácter que se les atribuye como banda casi exclusivamente ”de directo” haya influido negativamente en la venta de discos, porque al menos durante los 80 y gran parte de los 90 no hay uno malo. En cuanto al señor McCaughey, un verdadero estajanovista de la música, probablemente le suene a los fans de REM, ya que ha tocado con ellos en muchas de sus giras aprovechando épocas en blanco (es además amigo personal de Stipe y Buck), e incluso mantiene a rachas un grupo alternativo: los Minus 5, que creó a medias con Buck y algunos miembros de los Posies. Otro grupo encantador, aunque por supuesto oscurecido por la estela de los otros dos. Pero podemos consolarnos sabiendo que, más tarde o más temprano, los Fellows volverán a presentarse no muy lejos de aquí…