Y por fin, los Pixies. Hay mucha gente de mi generación, e incluso posteriores, que los consideramos como el cierre de un círculo que iniciaron los Beatles: la era de los grupos inmortales. Tal vez fueron los Who quienes liquidaron el período del rock clásico con “Quadrophenia”; pero la new wave y el punk dejaron algunos nombres más que, sin tener su carisma, casi llegan a su altura como los Jam o los Clash. Y la despedida de los Pixies, en un momento en el que ya se ve claramente la decadencia no solo de una época sino también de un modo de pensar y hacer las cosas (la tecnología digital lo cambió todo), vista con el paso del tiempo, tiene para mí la importancia de aquel disco de los Who. Resulta curioso además que los Beatles comenzasen su carrera discográfica en 1962 mientras que el último disco en la época clásica de los Pixies sea de finales del 91: treinta años justos, los treinta años de oro del formato Lp. Simbolismo puro.
A finales de 1987 (recuerden, no había Internet) los Pixies debutan con un mini Lp titulado “Come on pilgrim” que en España no conoceremos hasta bien entrado el año siguiente, gracias al Ruta 66 y algunas tiendas de importación. Por entonces, he de reconocerlo, muchos estábamos ya más pendientes de las reediciones en CD de joyas ocultas de los 60 y 70 que de la actualidad. Una actualidad basada en el ruidismo, la deconstrucción de ritmos y la oscuridad temática y espiritual: eso que se ha dado en llamar “rock alternativo”, para entendernos. Y como casi todos los grupos de ese jaez parecían encantar a los redactores de la revista, para quienes cada novedad era más maravillosa que la anterior, algunos nos habíamos acostumbrado a sopesar la calidad y cantidad de alabanzas leyendo entre líneas, tratando de descifrar lo que pasaba por su subconsciente; no era fácil, pero a veces acertábamos. Y con los Pixies acertamos: había algo, entre las habituales loas y floripondios, que se apartaba un poco de la costumbre, había una especie de sorprendido respeto ante un grupo que tal vez tuviese similitudes con otros en algunos detalles (y que lógicamente tendría influencias contemporáneas), pero que al mismo tiempo parecía muy distinto. Así que cruzamos los dedos, encargamos el disco a la tienda importadora de turno y por fin lo tuvimos delante.
La estética de la portada, feísta, era otro signo de los tiempos, pero eso daba igual: correspondía al sello 4AD, uno de los más modernos de la época, que por lo general garantizaba unos estándares aceptables de calidad. Y pinchamos el disco en cuestión. Y ya solo con “Caribou”, la pieza casi fronteriza que lo abre, respiramos aliviados: aquello valía la pena. Luego viene esa curiosa pieza tan anfetamínica como espasmódica titulada “Vamos”, muy inteligentemente situada antes de la ya grandiosa “Isla de Encanta”, a modo de introducción: ahí vemos confirmada esa encantadora querencia que tiene el cantante, un tal Black Francis, por el chapurreo spanglish, al parecer debido a unos meses de estancia en Puerto Rico. Y claro, vamos viendo también que las letras son un tanto marcianas, sin sentido a veces, sangrientas con frecuencia y buscando la onomatopeya más que la trascendencia literaria que buscan otros; pero se nota un enfermizo sentido del humor que aligera mucho las salvajadas que canta o chilla a veces este Francis. Ah, y luego viene “Ed is dead”, con un ritmo un tanto arrastrado pero casi clásico -otra maravilla-, y así hasta el cierre con “Levitate me”, muy en la onda de la del pobre Ed… y hace ya un rato que me quedé extasiado: decididamente los Pixies son un grupo actual, muy actual, vanguardista incluso. Pero, entre otras cosas, respetan la melodía; y para conseguir las mezclas que hay ya en ese debut, deben de tener una formación musical tremenda. Al final resultaba que los 80 no estaban muertos del todo entre tanta mediocridad circulante, tanto nombre sobrevalorado.
Y muy poco después –mediados del 88, más o menos- llega “Surfer rosa”, el primer disco con duración de Lp, que mantiene todas las estructuras de su debut y las va ampliando: “Bone machine”, la que lo abre, es una excelente continuación, un “seguir donde lo habíamos dejado” genial (suelen tener una excelente vista con el orden de las canciones en los discos, muy orgánico, muy lógico). Como era de esperar, al Ruta le ha faltado tiempo para volver a citarlos, va ampliando datos y ya nos vamos enterando de más cosas. Resulta que el tal Francis es el compositor único y líder del grupo, además de segundo guitarrista: al parecer él y su amigo Joey Santiago (guitarra solista) buscaron la base rítmica a través de anuncios, dando con la bajista Kim Deal y el batería David Lovering. Aquí el productor ya es una estrella en ascenso, el señor Steve Albini, al que pronto veremos dirigiendo la grabación de la mitad de los discos que se publican en Estados Unidos por esa época. Y la portada es deliciosa, muy racial; o bueno, lo es al menos para los hispanos (a los que Francis hace cariñosos guiños con frecuencia). El disco sigue figurando como “alternativo” y en su momento no vendió mucho, pero a diferencia de la mayoría de sus coetáneos ha seguido haciéndolo en cantidades razonables hasta que llegó a superar el oro en su país, ya hace tiempo. Para entonces los Pixies comienzan a ser un secreto a voces, y como la cosa siga así no me extrañaría que el próximo disco ya se publicase hasta en España. Pero ni en nuestros más fantásticos delirios podríamos habernos imaginado lo que pasó.
Lo que pasó fue “Doolittle”, en la primavera del 89. Sí, se publicó en España, aunque le quitaron el libreto; menos mal que ya lo habíamos pedido fuera, por si acaso. Esta vez la producción corre a cargo del británico Gil Norton, que no modifica mucho el sonido pero le da un poco más de profundidad. Y creo que nos pasó a muchos: solo con escuchar la entrada a todo trapo con “Debaser” nos invadió una sensación de grandeza, de “esto es lo mejor que he escuchado en los últimos cinco o seis años por lo menos”, con esos gritos, esas guitarras, ese ritmo apabullante pero más medido de lo que pueda parecer, melodioso, verdaderamente épico, como si John Ford hubiese resucitado para dedicarse al hard rock. Y el resto del disco va a esa escala, incluso con canción para las radios convencionales: “Monkey gone to heaven”, que cierra la cara A. No es de mis favoritas, pero tal vez se deba a que de pronto, sin previo aviso, comenzó a escucharse en todas partes, y sentimos miedo: ¿otro “Sultans of swing”, otra muerte de éxito? No llegó a tanto, por supuesto, pero ese curioso trasfondo pop tal vez se hace cansino con el paso del tiempo y en su tamaño, a su escala, se volvió inevitable tanto en las emisoras modernillas como en los bares yeyés (juraría que se escucharon hasta en los 40 Impresentables). El caso es que “Doolitlle” fue la cumbre de los Pixies, la obra maestra y al mismo tiempo la más vendida. La década terminaba con una nueva estrella, un grupo que ya figuraba en el Olimpo de los dioses intemporales con ese dominio de la mezcla, en su justo punto, de histeria y elegancia.
Luego llegaron los 90, y hubo otros dos discos: “Bossanova” y “Trompe le monde”. Aquel ligero vaho pop se había enriquecido con ocasionales sonidos surf, y probablemente esos discos sean un poco más “accesibles”, por decirlo así. Pero eso no se reflejó en las ventas, bastante inferiores a las de “Doolittle”, y no lo entiendo: da la impresión de que hay un colectivo de fans exquisitos a los que esos discos deben de parecerles un desdoro, o algo así. Tal vez no tengan la altura de su obra anterior, pero ya nos gustaría que los demás grupos de aquella época y posteriores grabasen obras de esa categoría. Porque, para resumir, Black Francis habrá copiado a mucha gente; pero la supera y la sublima a toda. Y para entonces los Pixies eran una máquina infalible que arrasaba en sus directos, pero con problemas internos. Deal, por ejemplo, estaba harta del carácter un tanto dictatorial de Francis: quería meter composiciones suyas, pero era imposible. Finalmente, entre malos rollos y agotamiento por las giras, el jefe disolvió el grupo. De hecho ya había habido una época en blanco antes de “Bossanova”, con ocupaciones que esta vez se hicieron mucho más prolongadas: Francis mantuvo una carrera en solitario no muy brillante; Deal siguió con los Breeders, y los otros dos se dedicaron a participar en algunas grabaciones alternativas. Y sí, luego el grupo volvió (con nueva bajista): su directo sigue (o seguía) siendo arrasador, sus nuevos discos no tanto. Lo normal.
Así que, como es de ley, son los Pixies quienes cierran con todos los honores esta serie dedicada a los últimos 80 en Estados Unidos. Una serie incompleta, imperfecta, despeluchada, desganada a veces. Lo confieso: estaba deseando dejarlo. Solo la seguridad de que serían los Pixies quienes iban a despedirla me ha mantenido en pie. Pero se acabó, por fin. Eso sí, como también es de ley ya saben que les debo una fiesta de despedida, que tendrá lugar tras la Semana Santa. Mientras tanto, a portarse bien.