La nómina de solistas asiduos de este local se cierra hoy con las dos grandes voces de la época: Rod Stewart y Joe Cocker. Ambos se han trabajado su carrera con una perseverancia similar a la de Bowie, pero mientras Rod se hizo relativamente popular casi desde el principio alternando grabaciones en solitario con su participación en agrupaciones históricas como Steampacket, Shotgun Express o la primera banda de Beck, el pedigrí de Cocker no es tan lustroso. En cualquier caso los dos se consagraron definitivamente a finales de la década pasada, llegaron a la cumbre a principios de los 70 y se hallan ahora en un momento decisivo.
Rod tiene que batirse contra la memoria de “Every picture tells a story”, su disco del año pasado; un disco de sombra muy alargada, que dejando aparte su éxito comercial ha quedado también como el más brillante de toda su carrera. Y como buen conservador que es, decide que el disco siguiente ha de parecerse en todo lo posible, así que “Never a dull moment”, publicado en la primavera del 72, es una fiel continuación. Tanto que un hipotético disco doble, es decir, que contuviese el material de los dos, habría sido lo más lógico: tiene su mismo espíritu, el mismo sonido, casi los mismos músicos y un éxito de ventas parecido. No hay una nueva “Maggie May” porque eso es imposible, pero “You wear it well” (compuesta de nuevo, al igual que Maggie, por Rod y Martin Quittenton) se defiende bastante bien en su lugar. Y su homenaje periódico a Dylan se cumple esta vez con “Mama you been in my mind”, una de esas piezas de segunda fila que ni siquiera fue publicada en su época y que Rod hace suya, por supuesto.
Hay que llegar hasta el final de la cara B para encontrar uno de los momentos más memorables del disco, la versión que Rod nos presenta de “Twisting the night away”: esa versión hace justicia a su pasado, le hace quedar en paz con una de las influencias más notables en toda su carrera hasta entonces. Una influencia que él mismo reconoció de este modo: “Años antes, hubo un momento en el que comprendí que no me parecía a nadie; bueno, sí, me parecía un poco a Sam Cooke. Así que me puse a estudiarlo”. Cooke es uno de los santos patrones de la parroquia mod, y no es extraño que un cantante conocido como “Rod el mod” diga eso: la historia del soul no sería la misma sin Sam Cooke, y la carrera de Rod tampoco. Volviendo al disco, quedan algunas joyitas como “Lost paraguayos”, uno de esos divertimentos creados a medias entre él y Wood, o la sorprendente versión del “Angel” de Hendrix, otro homenaje a un amigo muerto. En conjunto, y aun admitiendo que “Every picture…” es imbatible, esta es una continuación muy digna que confirma su estrellato y por otra parte complica su pluriempleo en los Faces: su relación con ellos va de mal en peor, su desgana es notable y casi no aparece por el estudio donde el grupo está preparando un nuevo disco, que saldrá el año próximo. La cosa pinta mal.
Joe Cocker también tiene que batirse contra una sombra, la suya propia, que es muy grande: en solo dos años (1969/70), con dos discos en estudio más un doble directo legendario y algunas giras, entró por la puerta grande en la historia del rock gracias a una voz prodigiosa y a un espíritu que se entrega completamente en cada canción hasta extremos casi insanos. Y esa entrega, sumada al alcohol y otras substancias que lo mantuvieron en pie mientras tanto, casi acaba con él. Fue demasiado trabajo concentrado en muy poco tiempo: tras el shock anímico y físico que lo recluyó durante más de un año, es lógico que haya dudas sobre si su recuperación ha sido plena o no, si se ha domesticado o sigue dando zarpazos. Y “High time we went”, aquel single tremebundo que lanzó su sello a mediados del año pasado para entretener la espera, ha dejado muy buenos recuerdos, pero de eso ya hace tiempo: hasta finales de 1972 no llega su nuevo disco grande, titulado “Something to say”. Es decir, hay un período exacto de tres años entre su anterior trabajo en estudio y este. Muchas cosas pueden haber cambiado.
Como siempre, Chris Stainton y su amplia nómina de músicos están presentes, lo cual parece indicar una continuidad. Sin embargo llama la atención el hecho de que solo hay tres versiones: la mayor parte de las piezas son propias, a diferencia de los discos anteriores; esto tiene su lógica, ya que tanto tiempo en el dique seco ha permitido a Cocker y Stainton concentrarse en la escritura. La cara A, donde todas son originales, se abre con “Pardon me sir”, una pieza de medio tiempo, muy agradable, y tras ella viene la ya conocida “High time we went”; las otras tres son un tanto cansinas, muy americanas, entre la balada y el blues con un vago aroma a Nueva Orleans. En la cara B es donde se hallan las versiones, de las cuales dos son en directo tal vez para recordarnos que ahí sigue estando su fuerza; se trata del “Do right woman, do right man” que popularizó doña Aretha Franklin cinco años antes, y “St. James Infirmary”, una standard cuyos orígenes parten del siglo XIX y que salta a la fama a finales de los años 20 gracias a Louis Armstrong. La primera, que ya era formalmente un góspel en la voz de Aretha, se lentifica y se hace más intensa, más desgarrada; la segunda, cuyo título original incluía el término “blues”, se renueva totalmente con respecto a las versiones tradicionales para convertirse en una balada blues rock. Y la versión en estudio resulta un tanto decepcionante al menos para mí, aunque tal vez sea debido a que se trata de “Midnight rider”, una de las canciones bandera de los Allman Brothers: me recuerda un poco a Feeling alright”, la pieza de Traffic que había versionado años antes, y tampoco aquella me acabó de convencer. Emparedada entre las versiones encontramos una original, “Woman to woman”, una especie de funky muy contundente con una escala de viento que se repite de forma obsesiva y convierte a la canción en una de sus clásicas.
En resumen yo diría que nos hallamos ante un buen disco, pero que la memoria de los anteriores lo oscurece un poco: hace tiempo leí una crítica donde se decía que casi sonaba como un veterano que ya hubiese pasado su época dorada. Tal vez hay algo de eso, tal vez el agotamiento que le causó esa época lo haya marcado. Las ventas en los States siguen a toda marcha, mientras que en la Isla parece cundir la decepción. Pero posiblemente no le importe mucho: oyendo el disco de nuevo es evidente que no quedan influencias británicas, si es que alguna vez las hubo. Cocker parece tener claro que su futuro tanto artístico como económico está al otro lado del charco. Y eso mismo le pasará muy pronto a Stewart, por cierto. Incluso el aspecto de las portadas de los dos discos, un tanto desdibujadas, casi nostálgicas de otro tiempo, parecen tener una intención oculta que no conseguimos descifrar.