De entre las altas registradas el año pasado en el censo progresivo, no cabe duda de que King Crimson entraron en la élite por la puerta grande. Ya sé que este sustantivo (élite = minoría selecta o rectora. Del DRAE) produce sarpullido; a mí el primero, siendo como soy un humilde fan del pop -mi género preferido, género banal donde los haya. Pero hay veces en que la supuesta lejanía espiritual con otros mundos, si somos de mente abierta, nos enriquece porque esa misma lejanía permite que los veamos sin una expectativa clara, preconcebida. Y los Crimson, dejando aparte el perfil megalómano de Robert Fripp, tienen cosas que enseñarnos: ya he dicho alguna vez que lo que cuenta es la obra, y no la estupidez de muchos de los personajes que aparecen en estas entradas. Así que vamos a ello.
King Crimson se hallan en un momento crítico. O, para ser más exactos, digamos que a don Roberto se le acumulan los problemas: superar, o al menos mantenerse a la altura de su primer disco es una tarea muy difícil, casi imposible. La convulsión creada con aquella obra hace que tanto el público como la crítica estén esperando el nuevo material con impaciencia, no exenta de cierto escepticismo; reforzado por el hecho de que, ya en su primera gira americana, comenzaron las deserciones: Ian McDonald y Peter Giles aceptan cumplir las actuaciones pendientes hasta las Navidades del 69 y a principios de Enero oficializan su marcha, descontentos con el rimo frenético del show business y con el aura “siniestra y fantasmagórica” del grupo. Mucho más pausados y tendentes al lirismo, se pondrán a trabajar en el estudio con la ayuda de Michael -el hermano de Peter- y Steve Winwood para dar a luz un disco que, a pesar de su belleza, pasó casi inadvertido (y que en cierto modo recuerda la primera época que vivieron los hermanos Giles junto a Fripp). Las bajas hacen que el grupo suspenda sus actuaciones hasta nuevo aviso; lo cual le viene bien a Fripp para escribir material mientras busca músicos. Y consigue un acuerdo con los hermanos Giles, que antes de irse le ayudarán en la grabación de su nuevo LP.
“In the wake of Poseidon” sale en Mayo y tiene una estructura muy similar a la del primero (incluyendo ruiditos iniciales), pero sin su altura. Lo cual no quiere decir que sea malo, ni mucho menos: tras los ruiditos llega “Pictures of a city”, una magnífica pieza… que recuerda inevitablemente al Hombre Esquizoide. “Cadence and cascade”, la siguiente, va en el mismo tono en el que iba “I talk to the wind”. Y la última de la cara A, que da título al disco, es por momentos un trasunto de “Epitaph”. El panorama cambia un poco en la cara B, que tras un pequeño ejercicio de estilo con la guitarra acústica a cargo de Fripp nos presenta a “Cat food”, algo así como un extraño rock and roll deconstruido que, en una versión más corta, llegó a ser un single de relativo éxito. Y luego nos enfrentamos a “The devil’s triangle”, una especie de suite dividida en tres partes (o al menos eso pretende Fripp dándoles títulos independientes) que arranca de forma casi inaudible hasta llegar a lo que parece un bolero; cuya intensidad va creciendo hasta llegar a un clímax que trae luego unos momentos de paz, seguidos de un nuevo crescendo a base de mellotrón y una cierta cacofonía final: se agradece ese “Peace - an end” que remata el disco, con la voz de Lake casi arrullándonos. En conjunto es una obra bastante decente salvo algunos rasgos excesivos que siempre acompañarán a Fripp y si olvidamos que, en efecto, este disco está “in the wake of” el primero.
Pero tras la despedida de los hermanos Giles se anuncia la de Gregg Lake, tentado por Emerson para formar un trío tremebundo, así que don Roberto y su amigo Sinfield tienen una gran tarea por delante. Lo primero que hace Fripp es asegurarse la continuidad de los fichajes que había conseguido para su segundo disco: Keith Tippet es un espíritu libre, un gran pianista aficionado al jazz que prefiere figurar como músico de estudio antes que como miembro del grupo, pero al que aún veremos participando con los Crimson hasta finales del año que viene. Otro de los que seguirán de momento es Mel Collins, con saxo y flauta; y también el bajista y cantante Gordon Haskell, antiguo miembro de los legendarios Les Fleur de Lys y colega de Fripp desde la infancia. Con este plantel más el fichaje del batería Andy McCulloch (cuyo magnífico pedigrí incluye, entre otros, su trabajo con Manfred Mann) y el trompetista Mark Charig, la pareja Fripp-Sinfield ya puede ensayar las nuevas piezas que están componiendo con una cierta tranquilidad: las giras seguirán suspendidas durante todo el año. Y a mediados de Diciembre llega a las tiendas su tercer disco.
Ese disco se titula “Lizard”, y junto con el próximo constituye una pareja de oscura belleza. Tal vez se eche de menos la contundencia de algunas piezas anteriores, sustituida por un tono más melódico, y ese cambio hace que las ventas decaigan: si sus dos primeros discos -bueno, el primero y su estela- llegaron al top 5, a partir de ahora los Crimson no pasarán de unas ventas estables pero sin superar el puesto 30 en las listas. Siempre se ha insistido mucho sobre la orientación jazzística de “Lizard”, e incluso se cita a Miles Davis como influencia principal; lo cual no es extraño, ya que los dos indivíduos que trabajan en la sección de viento son fans suyos: en algunos momentos se detectan rastros del “Concierto de Aranjuez” y especialmente de la Saeta (ambos en el “Sketches from Spain” de Davis), con esa entrada casi de bolero -un género al que Fripp parece tener mucho cariño. Algunos nos sonreímos por lo bajo: resulta un tanto irónico que un personaje como él, que según sus propias palabras da preponderancia a la técnica sobre el sentimiento, se entregue a los efluvios del señor Davis, en las antípodas de semejante discurso. Claro, estas cosas pasan por hablar más de la cuenta.
Pero también hay grandes contrapuntos entre la extraña melancolía que imprime el tono de voz de Haskell y los cortes de melotrón con que nos obsequia Fripp en piezas como “Cirkus”; o al revés, su entonación desvariada en la estructura de jazz casi formal de “Indoor games” y su consecución “Happy family”. La cara B se inicia con esa preciosa “Prince Rupert awakes”, una introducción cantada por Jon Anderson (Yes) en lo que para mí es de los mejores momentos de su carrera; seguida por el largo desarrollo de -otra vez- un bolero que da paso a varios planos distintos y a veces un tanto cansinos, aunque también brillantes. No es una obra para masas, de acuerdo; pero volvemos a lo de siempre: también los amantes del expresionismo, de los trabajos estructurales, tienen derecho a la vida. Y aunque a veces cuesta meterse en el mundo de los Crimson, suele compensar.
Así que don Roberto ha conseguido mantener el tipo salvo por el asunto de las deserciones, que parece ser un problema endémico en su banda (McCulloch y Haskell se largan antes de que “Lizard” llegue a las tiendas). Eso le impide, de momento, volver con las giras. Pero a nosotros nos basta con los discos: lo demás es cosa suya.