lunes, 27 de octubre de 2014

España: ascensión y caída (I)



Hace un tiempo se habló aquí de las primeras aventuras de la música “moderna” en nuestro sufrido país, comenzando por el rock and roll primitivo que trajeron los invasores hispanoamericanos, seguido por las bandas instrumentales y luego la llegada del beat: ahí lo dejamos, en 1965, que además de ser el punto medio de la década es también el año en que nos visitan los Beatles, los nuevos invasores. Un recuerdo aproximado de esa época podría sugerir que estábamos más o menos al tanto de las novedades sajonas; sin embargo, el número de aficionados crecerá muy poco a poco y las circunstancias que se describieron entonces (medios de comunicación pobres, material caro y de mala calidad, inquina del Poder) seguirán en vigor hasta la década siguiente. En España las cosas van muy despacio. 

En el verano de 1965, a principios de Julio, llegaron los Beatles. Y sí, también hubo fans chillando en el aeropuerto, pero muchas menos que en otros países. El Poder, inquieto ante la supuesta y difusa amenaza de una revuelta social o algo por el estilo, decidió controlar el evento para que no se les fuese de las manos: en Madrid al menos, es decir, en la Capital del Imperio, esos Beatles pasaron casi sin pena ni gloria porque entre el no muy numeroso público había casi tantos policías como aficionados. Mejor fue la cosa en Barcelona, rozando el lleno, pero ya se encargaron luego la prensa adicta, la televisión y el NO-DO de presentar aquellas dos únicas actuaciones casi como el parto de los montes: la inmensa mayoría de los españoles seguía siendo gente de orden y buen gusto, como debe ser.

Debido a la situación estructural española las modas musicales llegaban tarde, cuando llegaban: de la decadencia del beat por la irrupción de los mods casi no nos enteramos, salvo por dos o tres grupos minoritarios; y de la desaparición de los mods a manos de la psicodelia vimos más ejemplos en el vestuario y las decoraciones de los locales yeyés que en las canciones de los músicos. Hubo en esa época algunas otras bandas míticas que nos visitaron, como los Kinks o los Animals; pero entre la mala elección de los locales, el escaso número de aficionados y, también es cierto, la más que notable desgana de los propios isleños por tocar en un país subdesarrollado, su presencia fue ignorada excepto por ese pequeño número de fans que había entonces. Podemos resumir diciendo que la travesía del desierto duró hasta 1966/67, cuando comienza la primera parte del título de esta serie: la ascensión. 

Esa ascensión se debe en buena medida a los nuevos géneros que proceden de los Estados Unidos y que hasta cierto punto también están triunfando en la Isla: el soul, la Motown y las bandas de metales al estilo Chicago o Blood, Sweat & Tears influyeron mucho en un buen número de músicos españoles. Es más, tal vez aquí ese tipo de sonidos tuvo más impacto aún que en la propia Britania, ya que España es un país con cientos de orquestas (especialmente en el Mediterráneo y el norte occidental) en las que los instrumentos de viento son protagonistas junto a la voz, la percusión y un bajo poderoso: eso es algo que hasta cierto punto pasa también en el soul y el pop negro de Detroit. El resultado es una de las épocas más memorables en la historia del pop nacional, una época que ahora los coleccionistas denominan como la del “Spanish Soul” y que tiene lugar en el trienio dorado 1967-1969. Bueno, reconozcamos que el soul es una cosa un poco más seria, pero en fin: como etiqueta resulta cautivadora, ¿verdad? Lo curioso es que en esa misma época y en la Isla hubo un sector de aficionados mods que rechazaron la pujante psicodelia como algo ajeno a ellos: las parkas y las Lambrettas habían surgido al abrigo de los géneros negros como el r&b, el soul y la Motown, y a ellos volvieron para dar origen a esa huída al pasado llamada Northern Soul. O sea que, tal vez sin saberlo, los españoles estaban conectando con uno de los fenómenos británicos más populares. 

Por supuesto, hubo también unos cuantos grupos de éxito que superaron el beat para llegar al pop: los Bravos se lo pusieron muy difícil a los Brincos, obligándolos a espabilar. El llamado “garaje” tuvo algunos representantes muy honrados por la historia, aunque de escasa popularidad en su época: los Cheyenes son un buen ejemplo; la psicodelia, como dije antes, fue más anecdótica que otra cosa, y con el blues rock pasó lo mismo o peor aún. Es decir, los géneros que en la Isla dieron lugar a grupos como Kinks, Pink Floyd o Fleetwood Mac, aquí casi no se estrenaron. Lo cual confirma una vez más que España es un país que por su idiosincrasia produce músicos pop de calidad, con buenas voces y facilidad para las melodías; pero el rock, la psicodelia, el progresivo y en general los estilos más genuinamente sajones no se nos dan bien. 

Y la consecuencia de ese tipo de carencias es que a finales de la década llega la caída: cuando el soul y el pop comienzan a pasar de moda, se ve que no hay alternativas. Las pocas bandas de metales supervivientes se dedican al jazz rock progresivo, un empeño en el que no se salva casi nadie (ni siquiera en la Isla). Las que hacían pop desaparecen, mientras que las nuevas se dedican al mercado de masas -como Fórmula V o Los Diablos, que tras un breve período inicial “arriesgado” entran pronto en el redil. Y los escasos grupos que intentan hacer rock se ven superados por la terca realidad: en esa época la distribución de música sajona ha mejorado mucho, porque las casas de discos ya se han dado cuenta de que ganan más y arriesgan menos con los grupos extranjeros que con los nacionales. Esto puede parecer una injusticia, pero… ¿alguien prefiere a los Cheyenes antes que a los Kinks? Creo que no, y esa es la razón fundamental: estamos en un país pobre, si no tienes dinero para comprar toda la música que quisieras vas a lo seguro, y lo seguro son los Kinks. 

No, no hay alternativas, porque los músicos españoles son incapaces de crear un estilo propio; o al menos dar un toque personal a los géneros de moda, como habían hecho con el soul pop. Así que estamos ante la tormenta perfecta: los grupos nuevos que se dedican al rock suelen ser fotocopias malas de los foráneos; la capacidad adquisitiva del comprador español medio es baja, lo cual le obliga a afinar mucho; y afinando, nuestro dinero va para los isleños o los yanquis. La situación se agrava con la pérdida de los mejores cantantes, que abandonan a sus grupos para comenzar una carrera en solitario tentados por el dinero que les ofrecen las discográficas: tras Bruno Lomas van Micky, Pedro Ruy-Blas, Julián Granados, Juan Pardo, Camilo Sesto… la lista es muy larga. Esos cantantes, en su mayoría, se dedicarán al mercado de masas; las loables excepciones como Pedro pasarán pronto al circuito de salas pequeñas. Por tanto, y al revés que en el mundo sajón, España involuciona en este final de década volviendo al reinado de los solistas, que no caerá hasta el último tercio de la década siguiente con el advenimiento de la Nueva Ola y los sellos independientes; es decir, cuando los españoles se liberen de complejos y hagan su propia música, para bien o para mal: la valentía a veces tiene premio. Como lo tuvieron Barrabas, la única banda española de los primeros años 70 que vendió discos en grandes cantidades incluso en el extranjero. ¿Por qué? Pues porque tenían carácter propio aunque recordasen a Santana u Osibisa. Y su creador, por cierto, fue Fernando Árbex. 

Pero no nos pongamos tristes: hoy comenzamos con una de las épocas más brillantes de la modernura nacional, y para llorar ya habrá tiempo. Además lo tienen ustedes muy fácil, porque cuando vean que comienza la tristeza dejan de leer y ya está. Ojos que no ven… 



martes, 14 de octubre de 2014

1972 (y fin)



Hoy nos despedimos por fin de este año tan productivo; y lo hacemos con una novedad de lo más interesante, porque parece que algo comienza a moverse en el señorial edificio del rock clásico. Con la llegada del glam se ponen en cuestión los planteamientos tanto musicales como estéticos, y este año surge una novedosa alternativa al rock machote o al progresivo circunspecto: Roxy Music. Una banda cuyo nivel creativo no tiene nada que envidiar a los grandes nombres y que además nos alegra la vista con su vestuario, tan arriesgado para la mentalidad del momento (salvo que se trate de Bowie). Porque tras los colorines psicodélicos y los excesos de los años 60, parece reinar en el ambiente algún tipo de mentalidad culpable que huye de cualquier signo de alegría: el uniforme de un músico serio ha de ser el pantalón vaquero y el jersey o la camisa de tonos oscuros. Y claro, si de repente aparece un grupo de individuos con las pintas que ven ustedes ahí arriba, la mayoría de los aficionados va a pensar que son una pandilla de horteras que se dedican al mercado adolescente. ¿O no? 

Pues no: las apariencias engañan, y lo que tenemos delante es a una banda que maneja estructuras musicales muy peculiares. De entrada resulta llamativo oír esa voz tan particular, de crooner antiguo, cantando melodías cercanas al estilo del music hall, cuyos apoyos tradicionales de guitarra, bajo y batería se refuerzan con un saxo o un oboe y una sección de teclados que va desde el piano al melotrón. Pero los instrumentos de viento suenan a veces sintetizados, se oyen cintas de vez en cuando y las escalas son un tanto extrañas. Si hacemos un repaso detenido se le ven las costuras al muñeco, porque ese tipo de recursos electrónicos ya los ha utilizado CAN o Van Der Graaf Generator; pero mientras aquellos andan cerca del progresivo free, estos se alimentan del art pop, mucho más alegre y chispeante. Y los ropajes glam son una leve mutación del vestuario usado por la farándula en los años 50/60, así que ya digo, no parece haber nada nuevo; en cambio, la fusión de todo ello es tan revolucionaria como Dean Martin encabezando una banda avant garde: estamos ante la invención del cabaret progresivo. 

Es precisamente su cantante quien da origen a esta extraña sociedad. Se trata de Bryan Ferry, cuya afición musical despierta durante sus estudios de Bellas Artes en Newcastle, y que tras participar en pequeños grupos llega a Londres a principios de la década con la intención de dar el salto junto a su amigo el bajista Graham Simpson. Su voz ya resulta atrayente por entonces: cuando King Crimson pierde a Greg Lake, nuestro amigo se presenta a una prueba para sustituirlo; y aunque Fripp considera que esa voz no cuadra en esa banda, lo recomienda a la agencia EG para que lo apoye (esa agencia ya está dirigiendo la carrera de T. Rex o E,L & P, además de los propios Crimson). Ferry, animado por tal apoyo, se apresura a buscar socios para su nueva idea y pone un anuncio buscando un teclista. Curiosamente, a ese anuncio responde un saxofonista que viene acompañado por un antiguo conocido de Ferry: el primero es Andy Mackay, un profesor de música sin experiencia en bandas; el otro es Brian Eno, alumno suyo y “ejecutante musical”, que posee un magnetófono y ha aprendido a manejar un sintetizador propiedad de Mackay. Qué raro, todo. Poco después, tras algunos cambios de personal, quedan fijados los puestos de guitarrista (el exótico Phil Manzanera, cuya infancia sudamericana fue acompañada por los boleros y a su vuelta a la Isla se pasó a la psicodelia progresiva) y batería (Paul Thompson, cuyo escaso pedigrí incluye su participación en los Influence de John Miles). 

Ferry tenía preparado material suficiente para un disco grande como mínimo, y tras solo dos meses de ensayos y actuaciones en locales pequeños convencen a sus padrinos de EG, que preparan y financian unas grabaciones producidas por Pete Sinfield, el ex letrista de los Crimson. Al cabo de una semana ya tienen todo hecho; muy ufanos, se presentan ante Chris Blackwell, el jefazo de la bendita Island Records, para que les dé su plácet -o sea, un contrato de grabación- pero… ¡oh, dioses caprichosos! Blackwell no parece impresionado por lo que oye y los rechaza. Sin embargo, pocos días después ocurre una de esas situaciones estrafalarias que nos hacen dudar de en qué manos está este negocio, aunque esas manos sean las del mismísimo Blackwell; quien una mañana entra en su refulgente edificio Island y ve al manager de los Roxy (al que conoce por serlo también de los Crimson y Cat Stevens, figuras señeras del sello) echando un vistazo a algunas fotografías aspirantes a portada de discos. Entre ellas está una glamurosa pin up estilo años 50, que capta la atención del señor Blackwell. Y entonces suelta la frase que pasará a la Historia: “¡Qué buena pinta! ¿Ya hemos fichado a esos?” sin saber, por supuesto, quiénes son “esos”... cuya afición por las señoritas de buen ver pasará a ser el tema central en las portadas de sus discos, por cierto. 

En verano, “esos” presentan en sociedad a esa primera señorita, y solo con escuchar la canción que abre el disco ya es suficiente para darnos cuenta de que estamos ante algo insólito: “Re-make/re-model”, que así se llama ella, arranca entre el lejano bullicio de una fiesta, con el piano dando la señal para un ritmo a medio camino entre rock and roll y caos, con inesperadas intervenciones de cada instrumento asomando la cabeza en el medio de un galopar incansable que la batería y el conjunto mantienen salvo en esos momentos en los que todo queda suspendido mientras el instrumento de turno suena solo, a su aire… Para mí al menos, esta pieza resulta inolvidable. Y luego llega la deliciosa “Ladytron”, una especie de balada electrónica con el sabor español que le dan unas castañuelas, en la que Ferry intenta seducir a ¿un robot femenino? y donde los manejos lunares de Eno acompañado por el oboe de Mackay son finalmente redondeados por la guitarra de Manzanera dando los trallazos definitivos para considerar a esta canción como otro clavo en la tumba del progresivo tradicional. Sí señor, el futuro ya está aquí. 

Para qué seguir, este tipo de música no es encasillable. Aunque… he de ser agradecido y destacar el entrañable homenaje que Ferry me dispensa con la última canción de la cara A. Su título es “To Humphrey Bogart”, resumido en “2HB”, y en ella dice cosas tan bonitas como “Tu muerte no podría matar mi amor por ti”, “La romántica situación del night club humeante”, etc. Es la ocasión perfecta para que Bryan luzca su piano eléctrico mientras canta mi señorial aceptación de que la chica se vaya, y esa aceptación es acompañada por el saxo de Mackay, quien por momentos recuerda vagamente el “As time goes by”: ya saben, la canción que tengo prohibida en mi tugurio. Snif… gracias, muchachos. Y dos meses después llega “Virginia Plain”, un verdadero cañonazo que aúna el glam con el art pop, que no está en el disco grande y obliga al personal a recordar que aún existe el humilde formato single; un single que alcanza el top 5 y tira de paso por el LP haciéndolo entrar en el top 10. 

En cierto modo se puede entender la desgana inicial que afectó al señor Blackwell: el disco es irregular, no hay precedentes en ese sonido y tanto la portada como el aspecto de los músicos, en esa época, puede jugar a favor o en contra. Probablemente la ventaja de que la grabación ya estaba hecha y pagada por EG influyó en su ánimo tanto o más que la encantadora señorita de la foto, pero la jugada ha salido redonda. Y con el paso del tiempo Roxy Music perderá su chispa, se convertirá en una tierna banda de baladas para toda la familia, su música será tan acomodada como sus trajes, la prensa británica apellidará “Ferrari” a Ferry (en el país del Aston Martin, ese es un insulto muy gordo), y del art pop no quedará nada. Pero aún en sus últimos años surgirá alguna buena canción de vez en cuando, del mismo modo que las primeras grabaciones de Ferry en solitario no eran tan horribles como la gente se empeña ahora en decir. No, el problema sigue siendo el mismo de toda la vida: si haces rock eres un tipo auténtico y estás autorizado a que tu carrera dure hasta que te entierren, aunque la trayectoria sea patética. Pero cuidado: como hagas pop, al primer fallo te vas a tu casa o te lapidaremos. Y eso es lo que hay, ahora y siempre. Este negocio está lleno de machotes muy auténticos, muy rockeros. 

Y aquí termina el año 1972. Ya falta poco para que una de las épocas más brillantes de la música popular desaparezca tragada por una pretenciosidad que la está llevando a la decadencia, pero seguramente aún quedan cosas por ver antes de que tal hecho suceda. Otro día nos pondremos a ello. 



martes, 7 de octubre de 2014

1972 (XIII)



Ya queda poco para despedir el año, y hoy nos acompañan dos de nuestros más recientes fichajes: Wishbone Ash y Rory Gallagher. Hay un cierto parecido entre ellos, ya que siendo teóricamente músicos adscritos al rock su formación es bastante amplia y abarca desde el folk hasta el blues, pasando en algunos momentos por territorios cercanos al jazz. Incluso el sonido de las guitarras en la pareja solista de los Ash podrían llegar a recordar a veces al gran Rory: son igual de exquisitos y limpios que él. Por último, da la casualidad de que ambos están en lo mejor de su carrera. 

Wishbone Ash han llegado al momento que muchos músicos temen, el tercer disco grande: o te confirmas o te hundes. Pero su convicción en el estilo que desarrollan parece sólida, ya que el disco anterior se limitaba a perfilar muy acertadamente las bases del primero, y su público ha ido creciendo poco a poco aunque el sonido de esta banda no es para grandes masas. Incluso comienzan a ser muy respetados no solo como compositores sino también como técnicos; especialmente Ted Turner, que participó con sus guitarras acústica y eléctrica en el “Imagine” de Lennon el año pasado. Pero resulta evidente que ante un tipo de música que con sus largos desarrollos y ecos acústicos puede llegar a hacerse un tanto melancólica, es más importante la originalidad y los arreglos que cualquier otra cosa, así que cruzamos los dedos y damos la bienvenida a “Argus”, que ya solo con su portada (una de las grandes obras de Hipgnosis) nos hechiza: ese guerrero impávido -o no- contemplando la llegada o caída de un platillo volante, con esa niebla que da un aspecto irreal a la escena, se convierte al momento en una de las portadas más imaginativas en la historia del rock. Pero eso no es suficiente, ¿verdad? 

Les contaré mi propio caso: en aquella tienda, a pesar de que el grueso de su negocio eran las planchas, las bombillas y las lavadoras, había un pequeño cuartucho muy funcional en el que las cajas de discos estaban enfrente y a un lado del equipo, y a los asiduos se nos permitía usarlo libremente sin injerencias del encargado de la sección… Un autoservicio, vamos. Al otro lado había dos sillas y una mesa, pero creo que yo no las usé nunca: prefería quedarme de pie ante el plato, viéndolo girar, con los altavoces a medio metro de mis orejas. Después de un buen rato absorto en la funda saqué el disco rogando que fuese al menos un poquito bueno, solo un poquito, lo suficiente como para justificar el llevármelo a casa: sí, estaba dispuesto a comprarlo por esa funda, lo reconozco. Pero hubo suerte, porque se me pasaron las dudas en cuanto comenzó a asentarse “Time was”, la que abre el disco, que tras esa lánguida entrada acústica, un tanto larga, se despereza para transformarse en un folk rock con tintes progresivos, con un luminoso juego de punteos, un bajo en estado de gracia… y solo es la primera, y luego resulta que no es la mejor. Claro que aún hoy no sé cuál puede ser la mejor, teniendo en cuenta que en la cara B están las majestuosas “The King will come”´y “Warrior”, por no hablar del exquisito juego de cuerdas acústico en la lírica “Leaf and stream” o el cierre de la cara A con “Blowin’ free”, ese boogie rock que fue su mayor éxito en single. 

Estamos ante un disco de los que crean afición, y en el cual encaja todo: esa portada hace juego con las letras, que lo convierten casi en conceptual sin que los Ash se lo hayan propuesto (no es su estilo); su calidad técnica y musical es sobresaliente, con la única pega -como siempre- de la voz. Y el resultado es que el Melody Maker lo valora como el “El mejor disco británico”, algo parecido a lo que hace la Sounds Magazine considerándolo “El mejor disco de rock del año”. A veces se le ha comparado con los zepelines cuando se acercan al folk rock, aunque la mayor parte de los que dicen eso prefieren a los Ash -como yo, por cierto. Y por último hay que tener en cuenta que “solo” ha llegado al puesto 3 de las listas, lo cual confirma que si su calidad no es para un público de masas tal vez se deba a que ese público debería esforzarse un poco: en 1972 hubo muchos discos realmente grandes, y es curioso que dos de las revistas más importantes de la Isla coincidan en una banda supuestamente menor. 

En cambio a Rory Gallagher no hace falta alabarlo porque es sobradamente popular y su carrera ya está en lo más alto desde hace algún tiempo, aunque también a él le toque ahora sacar su tercer disco grande. En estos momentos tiene una actividad frenética encadenando una gira con otra, lo cual le impide tener a punto material nuevo para este año, así que ha decidido aprovechar el rebufo y publicar un directo. Hay que tener en cuenta que su sello publicó el año pasado otros dos de Taste, su antigua banda, y podría temerse un empacho; pero a la mayor parte de sus seguidores todo lo que publique el irlandés les sabe a poco. Lo cual resulta lógico: en Rory tenemos todas las escalas anímicas que dan los géneros tradicionales junto a una digitación sobria y luminosa, que por otra parte alcanza momentos de gloria en directo ya que su sonido limpio pero contundente consigue una gran nitidez. Por tanto “Live en Europe”, su primer directo en solitario, publicado a principios del verano, es recibido con los brazos abiertos por la clientela. 

Rory no quiere que esa grabación sea una especie de “grandes éxitos”, el truco más común en este tipo de discos, y solo ataca dos canciones de su repertorio. El disco se abre con una clásica entre las clásicas: la legendaria “Messin’ with the kid” de Junior Wells, que con el paso del tiempo ha sido recurrente en la carrera de muchos músicos y desde luego en la de Rory, porque ya en esta época parece suya; la soberbia entrada va seguida por “Laundromat”, que abría su primer disco en solitario y brilla a la misma altura. Esa altura se mantiene todo el tiempo, con deliciosas incursiones acústicas en “Pistol slapper blues” o “Going to my home town”, haciendo unas versiones que las recrean. A mí al menos este disco me hace recordar los directos de Cream y, sintiéndolo mucho, no hay color: también Rory, a veces, puede hacerse un poco aburrido con esos blues mastodónticos de diez minutos, pero aquí el trío se contiene, no hay excesos en la batería ni el bajo porque no los hay tampoco en la guitarra, que es la que manda. Y la prensa británica lo tiene claro: Rory es el guitarrista del año 72, al igual que sus dos primeros discos lo fueron también del año 71. 

Este fue el primer disco de oro en su carrera, pero más importante es el rastro que dejó. El ejemplo tradicional, el que siempre se cuenta, es el caso de dos escolares que tras oírlo decidieron ampliar sus estudios añadiendo la guitarra: se trata de Larry Mullen y Dave Evans, al que gusta que llamemos The Edge; aún no se conocen, pero pronto lo harán y luego ya saben ustedes a lo que han llegado (para bien o para mal, esa ya es otra cuestión). Rory seguirá ejerciendo su influencia con el paso del tiempo: años después, en una actuación berlinesa donde coincide con los circunspectos Curved Air, el batería de esa banda, un tal Stuart Copeland, ve la luz y decide abandonarlos. Pronto será uno de los fundadores de Police, que por supuesto suenan mucho más frescos y aireados que los Air. En fin, que estamos casi ante un profeta para algunos músicos del futuro. Y el futuro, como decía Radio Futura, ya está aquí.