Hace un tiempo se habló aquí de las primeras aventuras de la música “moderna” en nuestro sufrido país, comenzando por el rock and roll primitivo que trajeron los invasores hispanoamericanos, seguido por las bandas instrumentales y luego la llegada del beat: ahí lo dejamos, en 1965, que además de ser el punto medio de la década es también el año en que nos visitan los Beatles, los nuevos invasores. Un recuerdo aproximado de esa época podría sugerir que estábamos más o menos al tanto de las novedades sajonas; sin embargo, el número de aficionados crecerá muy poco a poco y las circunstancias que se describieron entonces (medios de comunicación pobres, material caro y de mala calidad, inquina del Poder) seguirán en vigor hasta la década siguiente. En España las cosas van muy despacio.
En el verano de 1965, a principios de Julio, llegaron los Beatles. Y sí, también hubo fans chillando en el aeropuerto, pero muchas menos que en otros países. El Poder, inquieto ante la supuesta y difusa amenaza de una revuelta social o algo por el estilo, decidió controlar el evento para que no se les fuese de las manos: en Madrid al menos, es decir, en la Capital del Imperio, esos Beatles pasaron casi sin pena ni gloria porque entre el no muy numeroso público había casi tantos policías como aficionados. Mejor fue la cosa en Barcelona, rozando el lleno, pero ya se encargaron luego la prensa adicta, la televisión y el NO-DO de presentar aquellas dos únicas actuaciones casi como el parto de los montes: la inmensa mayoría de los españoles seguía siendo gente de orden y buen gusto, como debe ser.
Debido a la situación estructural española las modas musicales llegaban tarde, cuando llegaban: de la decadencia del beat por la irrupción de los mods casi no nos enteramos, salvo por dos o tres grupos minoritarios; y de la desaparición de los mods a manos de la psicodelia vimos más ejemplos en el vestuario y las decoraciones de los locales yeyés que en las canciones de los músicos. Hubo en esa época algunas otras bandas míticas que nos visitaron, como los Kinks o los Animals; pero entre la mala elección de los locales, el escaso número de aficionados y, también es cierto, la más que notable desgana de los propios isleños por tocar en un país subdesarrollado, su presencia fue ignorada excepto por ese pequeño número de fans que había entonces. Podemos resumir diciendo que la travesía del desierto duró hasta 1966/67, cuando comienza la primera parte del título de esta serie: la ascensión.
Esa ascensión se debe en buena medida a los nuevos géneros que proceden de los Estados Unidos y que hasta cierto punto también están triunfando en la Isla: el soul, la Motown y las bandas de metales al estilo Chicago o Blood, Sweat & Tears influyeron mucho en un buen número de músicos españoles. Es más, tal vez aquí ese tipo de sonidos tuvo más impacto aún que en la propia Britania, ya que España es un país con cientos de orquestas (especialmente en el Mediterráneo y el norte occidental) en las que los instrumentos de viento son protagonistas junto a la voz, la percusión y un bajo poderoso: eso es algo que hasta cierto punto pasa también en el soul y el pop negro de Detroit. El resultado es una de las épocas más memorables en la historia del pop nacional, una época que ahora los coleccionistas denominan como la del “Spanish Soul” y que tiene lugar en el trienio dorado 1967-1969. Bueno, reconozcamos que el soul es una cosa un poco más seria, pero en fin: como etiqueta resulta cautivadora, ¿verdad? Lo curioso es que en esa misma época y en la Isla hubo un sector de aficionados mods que rechazaron la pujante psicodelia como algo ajeno a ellos: las parkas y las Lambrettas habían surgido al abrigo de los géneros negros como el r&b, el soul y la Motown, y a ellos volvieron para dar origen a esa huída al pasado llamada Northern Soul. O sea que, tal vez sin saberlo, los españoles estaban conectando con uno de los fenómenos británicos más populares.
Por supuesto, hubo también unos cuantos grupos de éxito que superaron el beat para llegar al pop: los Bravos se lo pusieron muy difícil a los Brincos, obligándolos a espabilar. El llamado “garaje” tuvo algunos representantes muy honrados por la historia, aunque de escasa popularidad en su época: los Cheyenes son un buen ejemplo; la psicodelia, como dije antes, fue más anecdótica que otra cosa, y con el blues rock pasó lo mismo o peor aún. Es decir, los géneros que en la Isla dieron lugar a grupos como Kinks, Pink Floyd o Fleetwood Mac, aquí casi no se estrenaron. Lo cual confirma una vez más que España es un país que por su idiosincrasia produce músicos pop de calidad, con buenas voces y facilidad para las melodías; pero el rock, la psicodelia, el progresivo y en general los estilos más genuinamente sajones no se nos dan bien.
Y la consecuencia de ese tipo de carencias es que a finales de la década llega la caída: cuando el soul y el pop comienzan a pasar de moda, se ve que no hay alternativas. Las pocas bandas de metales supervivientes se dedican al jazz rock progresivo, un empeño en el que no se salva casi nadie (ni siquiera en la Isla). Las que hacían pop desaparecen, mientras que las nuevas se dedican al mercado de masas -como Fórmula V o Los Diablos, que tras un breve período inicial “arriesgado” entran pronto en el redil. Y los escasos grupos que intentan hacer rock se ven superados por la terca realidad: en esa época la distribución de música sajona ha mejorado mucho, porque las casas de discos ya se han dado cuenta de que ganan más y arriesgan menos con los grupos extranjeros que con los nacionales. Esto puede parecer una injusticia, pero… ¿alguien prefiere a los Cheyenes antes que a los Kinks? Creo que no, y esa es la razón fundamental: estamos en un país pobre, si no tienes dinero para comprar toda la música que quisieras vas a lo seguro, y lo seguro son los Kinks.
No, no hay alternativas, porque los músicos españoles son incapaces de crear un estilo propio; o al menos dar un toque personal a los géneros de moda, como habían hecho con el soul pop. Así que estamos ante la tormenta perfecta: los grupos nuevos que se dedican al rock suelen ser fotocopias malas de los foráneos; la capacidad adquisitiva del comprador español medio es baja, lo cual le obliga a afinar mucho; y afinando, nuestro dinero va para los isleños o los yanquis. La situación se agrava con la pérdida de los mejores cantantes, que abandonan a sus grupos para comenzar una carrera en solitario tentados por el dinero que les ofrecen las discográficas: tras Bruno Lomas van Micky, Pedro Ruy-Blas, Julián Granados, Juan Pardo, Camilo Sesto… la lista es muy larga. Esos cantantes, en su mayoría, se dedicarán al mercado de masas; las loables excepciones como Pedro pasarán pronto al circuito de salas pequeñas. Por tanto, y al revés que en el mundo sajón, España involuciona en este final de década volviendo al reinado de los solistas, que no caerá hasta el último tercio de la década siguiente con el advenimiento de la Nueva Ola y los sellos independientes; es decir, cuando los españoles se liberen de complejos y hagan su propia música, para bien o para mal: la valentía a veces tiene premio. Como lo tuvieron Barrabas, la única banda española de los primeros años 70 que vendió discos en grandes cantidades incluso en el extranjero. ¿Por qué? Pues porque tenían carácter propio aunque recordasen a Santana u Osibisa. Y su creador, por cierto, fue Fernando Árbex.
Pero no nos pongamos tristes: hoy comenzamos con una de las épocas más brillantes de la modernura nacional, y para llorar ya habrá tiempo. Además lo tienen ustedes muy fácil, porque cuando vean que comienza la tristeza dejan de leer y ya está. Ojos que no ven…