viernes, 28 de junio de 2024

Verano '24

Buenos días, estimados parroquianos. 

Sí, la estación veraniega ha comenzado; al menos oficialmente, porque en esta zona la cosa no está muy clara todavía. Pero en este tugurio somos muy respetuosos con las vacaciones del personal, y por lo tanto echamos el cierre hasta el mes de septiembre, como es norma aquí. 

Así que mis esbirros y yo les deseamos un feliz verano, y que cuando vuelvan ustedes a visitarnos luzcan morenos. Por nuestra parte, aquí les dejo un pequeño presente para que las tardes en el chiringuito se les hagan más amenas. 

Suerte y cuidado con los calores. Hasta más ver. 


viernes, 21 de junio de 2024

Estados Unidos: los primeros años 60 (fiesta)

Bienvenidos a esta fiesta de entretiempo que nos toca vivir: la era del rock and roll ha terminado, y hay una languidez general que solo se resolverá con la llegada de los isleños, que arramblan con todo. Aun así, gracias al enorme tamaño de Estados Unidos, en todo momento es posible dar con algún destello de genialidad, y eso es lo que vamos a intentar. Como es norma, tienen a su disposición 12+1 piezas cuya calidad de sonido a veces es simplemente pasable, por la época y por el sello que le tocó en suerte a cada músico. Por ejemplo, hay que recordar que el sonido estéreo no era muy frecuente en singles, salvo algún grupo afortunado que grababa en casas grandes; y aún así, no todos (otra cosa son los falsos estéreos que se oyen a veces). En cualquier caso ese humilde formato fue la estrella de aquella década, e incluso ese tipo de carencias se hace entrañable con el paso del tiempo. Así que a disfrutar.

Una fiesta ambientada en los primeros años 60 de este país ha de ser inaugurada, forzosamente, por esa exaltacion del pop grandioso, arrasador, que simbolizó mister Phil Spector, cuya edad de oro es justamente esa. Spector fue, además de compositor, el productor estrella, el Wagner del pop, el creador de un término -El Muro de Sonido- que define muy bien su manera de trabajar: tanto las percusiones como las cuerdas o los instrumentos de viento iban doblados, triplicados… lo que hiciese falta con tal de conseguir un ambiente tremebundo, de “crear pequeñas sinfonías para los chavales”, como él decía (con razón Tom Wolfe lo llamó “El magnate de la adolescencia”). A veces los singles sonaban un poco sobrepasados en su calidad acústica, ya que los medios de la época eran muy justitos, pero no se puede negar su contundencia. Una de sus grandes especialidades eran los grupos de voces femeninas, y el primero que alcanzó la fama gracias a él fueron las Crystals: este tugurio se honra en comenzar la fiesta de hoy con “Da doo ron ron”, un top 5 en la primavera de 1963, una de las perlas más refulgentes del sello Philes, del cual Spector se había convertido en propietario único poco antes,  a la edad de veintiún años.

En agosto de ese mismo año llega El Cañonazo Total en las voces de las Ronettes: “Be my baby”, que para muchos especialistas es la mejor canción pop de los años 60 (o sea, de la Historia). Es imposible afirmar algo así con el acuerdo de todos, ya que, sin salir de una década tan majestuosa como fue esta, hay un buen puñado de canciones aspirantes a ese título, pero tiene una mayoría bastante solvente a su favor. Al frente de ese grupo de veteranas estaba la pizpireta Veronica Bennett, que para su desgracia acabó interesando a Spector más que por lo puramente musical. Ese interés la “convirtió” en Ronnie Spector, pero en fin: es una historia larga y desagradable que no viene a cuento ahora. Lo que importa es que tras unos cuantos años de trabajo junto a algunas familiares y amigas, Veronica es la estrella en un formato de trio que llega a lo más alto gracias a Spector y a composiciones suyas como esta. Fue también el momento de más gloria del propio sello, que a partir de ese año comenzará a perder su embrujo debido, entre otras cosas, a la llegada de los Beatles.

Entrados ya en 1965 la invasión británica había cambiado las reglas del juego, y ahora un personaje como Spector estaba sobrepasado. Fue entonces cuando vio a Ike y Tina Turner en una de sus arrasadoras actuaciones, y decidió ficharlos para llevar a cabo la grabación de unas cuantas canciones entre las que estaba la que, según él, era la más grande de toda su carrera como compositor: “River deep, mountain high”. Spector pensó que, interpretada en la voz de dinamita pura de Tina Turner, causaría una conmoción de tal calibre que le haría recuperar su lugar en el olimpo musical. Sin embargo, y aunque hay opiniones para todos los gustos, la cosa no resultó: tras cientos de sesiones de grabación en las que Tina acabó axfisiada, la participación de más de veinte músicos –media Wrecking Crew entre otros- y un montón de dinero corriendo a caño libre, el single no pasó de las profundidades del top 100 en Billboard (aunque en La Isla llegase al top 5, ¡y en España al número uno!), y como consecuencia el Lp tardaría cuatro años en publicarse en Estados Unidos. En el fondo, tal vez la cosa no sea tan difícil de entender: aparte de que “el Muro” acaba aplastando la canción, que por momentos suena saturada, a un monstruo como Tina no le va ese tipo de estilos ni de arreglos, y la versión que hizo luego con su marido tiene bastante más lógica. El caso es que ahí terminó el sueño adolescente en el que Spector había reinado durante menos de cinco años: tanto él como su público se habían hecho mayores.

Al mismo tiempo que Spector hacía florecer el pop, transitaba por todo el mapa de Estados Unidos una enorme cantidad de grupos que compaginaban en su repertorio piezas cantadas con instrumentales: por lo general, para citar las dos referencias más populares, su sonido estándar va desde los primeros Wailers hasta Johnny & The Hurricanes (especialmente las bandas del norte), e incluye todas las escalas de la música surf, que como es lógico afecta más a los californianos. Un buen ejemplo de estos últimos son los Rumblers, que como es de suponer se bautizaron así en honor a Link Wray (lo cual, por otra parte, ya da una idea de su estilo). Surgieron a finales de los años 50 en un barrio de Los Angeles, comenzaron a grabar en el 62 y con su segundo single alcanzaron su pase a la gloria en la que se alojan las bandas de segundo nivel: “Boss”, un cruce entre r’n’b y surf que se hizo muy popular en las emisoras californianas y con cuya inercia consiguieron atesorar una discografía que abarca un delicioso LP y algunos singles más. La carrera de este y todos los grupos de su estilo comenzó a declinar por, ya saben ustedes, la llegada de los ingleses esos…

Volviendo con los Wailers, cuya influencia no ha sido suficientemente reconocida, ya se pueden suponer que muchos músicos de Tacoma y Seattle fueron los primeros en seguir su estela. De entre todos sus vecinos tal vez los más brillantes fueron los Viceroys, que comenzaron su carrera más o menos al mismo tiempo que ellos, partiendo de un estilo parecido, y que en 1963 llegan a publicar un Lp en el que se nota una mayor densidad incluso de la que tenían sus maestros. Una de las piezas más destacadas de ese disco es la que lo abre, titulada “Goin’ back to granny’s” y que publicada también en single tuvo una relativa popularidad en el Noroeste. Los Viceroys llegaron justo hasta mediados de la década, ya que como muchos otros (y a diferencia precisamente de los Wailers) no supieron adaptarse a los nuevos tiempos.

También 1963 fue el año en el que se ponen los cimientos del rock de garaje. Ello es debido a que en la primavera de ese año, a la par que el éxito de las Crystals, se publica la versión más popular de “Louie Louie”, que corre a cargo de Los Kingsmen, de Oregon. La original, a medio camino entre los ritmos jamaicanos y el duduá, fue publicada en 1957 por Richard Berry, partiendo de una pieza cubana que había estado de moda poco antes; luego llegaron los Wailers en 1961 y le dieron la vuelta, marcando el estilo que habrían de seguir los grupos blancos, y a partir de ahí comenzó a formar parte del repertorio de muchas bandas del noroeste. Los Kingsmen la publican aprovechando ese rebufo con el apoyo de su manager, una de las figuras más populares en la radio de la zona, y que machacó la canción sin descanso. A eso se sumó la confusión de muchas emisoras negras, que la radiaron también pensando que se trataba de un grupo de su raza, y finalmente el single llegó al número uno tanto en Estados Unidos como en Canadá. Ni que decir tiene que a partir de ahí el número de versiones ha seguido creciendo hasta hoy mismo, y que gracias a ella los Kingsmen consiguieron mantenerse en el mercado durante varios años.

También de Bobby Fuller y su grupo la pieza más recordada es una versión, aunque con el paso del tiempo se ha hecho justicia a todo un repertorio que define muy bien la música estadounidense de transición entre épocas. Fuller era un tejano que había comenzado su carrera en 1961 con una buena parte de piezas propias en su repertorio, y algunas llegaron a ser bastante populares en la zona; sin embargo su proyección nacional no llegó hasta el verano del 64, cuando publicó su versión de “I fought the Law”. Se trata de una pieza compuesta por el guitarrista Sonny Curtis, que había entrado en los Crickets a mediados del 58 para cubrir la marcha de Buddy Holly. En aquel momento no pasó de ser una cara B en un single sin mucho éxito, pero en manos de los Bobby Fuller Four se convirtió en un éxito respetable que consolidó definitivamente al grupo. Aún tuvieron algunos éxitos más hasta la muerte de Fuller en verano del 66, en extrañas circunstancias. Nunca se sabrá a qué altura podría haber llegado: sus últimas grabaciones y su popularidad comenzaban a ser comparables con unos Paul Revere & The Raiders, aunque la "dictadura" de los británicos estaba amenazando también ese estatus.

Los músicos “de sesión” nunca han gozado de la popularidad que merecen, aunque su trabajo es imprescindible. Por ejemplo, en la rutilante “Mr. Tambourine man” de los Byrds, solo están sus tres voces principales y la guitarra de McGuinn: el resto son músicos de estudio, y sin ellos seguramente no tendría ese grado de perfección. Uno de los guitarristas que participaron en esa grabación fue Jerry Cole, como miembro de la legendaria Wrecking Crew. Su trayectoria es impresionante y abarca cientos de colaboraciones con todo tipo de músicos, así como docenas de discos grabados bajo seudónimos o en colaboración con otros; gran parte de su material son grabaciones de bajo presupuesto o versiones de temas de moda, pero también era compositor y productor. Su carrera comenzó con la década, siguiendo la estela de Link Wray, y ya en sus primeras grabaciones se nota su categoría: oigan si no esta cósmica “Buzz saw”, que grabó en 1961 junto a tres colegas bajo el nombre de los Gee Cees. Por por entonces ya se podrían considerar un supergrupo, ya que esos tres compañeros son Glen Campbell y el futuro dúo Seals & Crofts. Solo publicaron este single y luego cada uno siguió su camino, pero para el año en que se publicó su sonido resulta vanguardista.

Y ya que hablamos de los Byrds, ahora le toca el turno a la otra canción mítica que, junto con “Louie, Louie”, forma la pareja considerada como referentes primarios de la música de garaje: “Hey Joe”. Dejando aparte sus orígenes más o menos discutidos y que en esencia se sintetizan aquí, la primera grabación de esa pieza corre a cargo de un grupo de Los Angeles llamado The Leaves. Se habían formado en 1964, y los Byrds son el principal referente que hay en la ciudad por entonces; David Crosby, que ha escuchado la canción en un bar, la incluye en el repertorio y los Leaves la escuchan de ellos, grabándola casi a continuación: será su segundo single, publicado a finales de 65 y, como en el caso de “Louie, Louie”, ni se sabe la cantidad de versiones que existen de esta canción a día de hoy. Los Leaves llegaron hasta principios de la década de los 70; no consiguieron repetir el éxito que habían conseguido con aquella carambola, pero sus dos discos grandes (en los que evidentemente se nota la influencia de los Byrds) me parecen de más categoría que todo lo que hicieron los Kingsmen.

Llegados ya a los albores del “garaje”, comienzan a surgir grupillos por doquier en los lugares más insospechados. Y uno de esos lugares es Minnesota, la patria chica de Dylan. Allí tenemos por ejemplo a los Gestures, uno de los primeros en los que los que se nota claramente la influencia beat isleña; de hecho, en su repertorio hay versiones de los Beatles, y ya en 1964 consiguen grabar un sonido bastante distinto a los estándares americanos del momento (aunque con frecuencia se nota un trasfondo surf en las guitarras y la batería). No duraron mucho, porque tanta novedad y el hecho de grabar en una pequeña casa local les cortó las alas, pero la cara A de su primer single es ya un clásico de los recopilatorios: se titula “Run, run, run”, llegó al top 40 e incluso fue publicado en la Isla. Por desgracia desaparecieron tras otro single sin repercusión a primeros del 65.

También de Minnesota son originarios los Castaways, que se establecen casi al mismo tiempo que los Gestures y cuya canción para la Historia es “Liar, liar”. En ella destaca la inolvidable voz de falsete que usa el cantante, apoyado en una marchita aparentemente tranquila pero endiablada que hizo bailar primero a sus compañeros de colegio y luego a medio país. A lo tonto consiguieron un top 10 en la primavera del 65, pero no solo eso: fueron también uno de los primeros grupos de garage a los que, por su procedencia colegial y por esa endemoniada manía que tienen algunos por inventar etiquetas continuamente, se les asignó la de “fraternity band”, es decir, nacida en las fraternity college parties. En consecuencia, el mapa de Estados Unidos está lleno de frat bands, surgidas en el ambiente estudiantil. Entre unas cosas y otras los Castaways duraron casi cinco años, y “Liar liar” ha sido objeto de versiones incluso en España: era la cara A de un single de los Íberos, uno de los mejores grupos nacionales de los 60/70.

Algunos de los músicos que formarán parte de las grandes bandas surgidas a partir de 1967/68 ya están fogueándose ahora: en concreto el guitarrista y cantante John Fogerty, su hermano Tom (guitarrista también), el bajista Stuart Cook y el batería Doug Clifford comenzaron su carrera juntos ya a finales de la década anterior en las cercanías de San Francisco. Por entonces se llamaban “Tommy Fogerty & The Blue Velvets” y andaban a medio camino entre el rock and roll blanco y la balada al estilo de los Everly Brothers. Pero a finales de 1964, influidos por la aparición de los Beatles, comienzan a cambiar de perspectiva, pasan a llamarse The Golliwogs y a partir del año siguiente su sonido suena más compacto, más vivo… hasta que en enero de 1968, en una nueva metamorfosis, pasarán a ser los Creedence Clearwater Revival: palabras mayores. Bien, pues la canción número 12 en esta fiesta corre a cargo de unos Golliwogs que están recorriendo el camino que los lleva desde sus orígenes irrelevantes hacia el estrellato más absoluto. En cierto modo su historia es un símbolo, una metáfora de esa convulsión general que está sacudiendo a Estados Unidos desde el momento en que aquellos cuatro de Liverpool aterrizaron por primera vez en Nueva York.

Y la canción 12+1, teóricamente fuera de programa, refleja muy bien el estado de enajenación en la que cayeron algunos músicos yankis ante la invasiòn de marras. Los Knickerbockers eran un grupillo de New Jersey que se había formado en 1964 y que, si no tenían mucha personalidad propia, al menos hay que reconocerles que estaban completamente al día e imitaban unos cuantos estilos de moda. A principios del año siguiente publicaron un Lp en el que, junto a estándares como el Hully Gully o La Chica de Ipanema ya incluían una versión del “I want to hold your hand” de los Beatles, grupo al que admiraban rendidamente. Y de ahí a lo que vino luego hay un paso: decididos a rendir un homenaje a sus ídolos, no se les ocurre cosa mejor que, simplemente, fotocopiar su estilo e incluso el juego de voces y publicar una canción, titulada “Lies”, que durante un tiempo sirvió para poner a prueba los conocimientos de los fans. En ese ambientillo, unos cuantos bromistas hicieron creer a más de un incauto que esta canción era una pieza “perdida” de los de Liverpool que no se había publicado por alguna razón desconocida. No hay duda de que la voz principal recuerda mucho a Lennon, y el estilo básico es claramente beat; pero el tipo de guitarras, por ejemplo, no cuadra. En fin, que posiblemente aún hoy haya alguien por ahí intentando colársela a alguien. ¿Ustedes se lo creerían?

Y con este curioso “fake” termina la fiesta estadounidense de entretiempo, de una transición tristemente olvidada. Es verdad que la relevancia de sus protagonistas no alcanza ni de lejos el relumbrón de lo que vendrá luego, pero yo creo que fue una época entrañable, con mucha inocencia y mucha ilusión. Y por supuesto, aquí les dejo el paquetillo correspondiente. Hasta más ver.

lunes, 10 de junio de 2024

Estados Unidos: los primeros años 60 (XIV)

Tras el éxito fulgurante de “Mr. Tambourine Man”, Dickson decide que hay que sofisticar el mecanismo comercial de los Byrds con un buen jefe de prensa. Y aquí surge otra conexión con los Beatles: Derek Taylor, nada menos, será ese jefe. A Taylor lo había elegido Brian Epstein como asistente personal suyo y director de las campañas de los Beatles, pero a finales del 64 decidió marcharse porque no se entendía con él (la razón oficial de su marcha fue en forma de despido, y resultó bastante ridícula: al parecer Taylor había usado la limusina de Epstein sin su permiso). De todos modos estaba harto del clima británico, y había decidido establecerse con su familia en California. Su primer trabajo en Estados Unidos fueron los Byrds, seguidos por muchos otros: los Beach Boys, Mamas And The Papas o Nilsson, por citar solo tres, le deben mucho. Como es lógico, lo primero que hace Taylor es potenciar esa idea que prendía de forma espontánea en quienes escuchaban al grupo por primera vez: los Byrds son los verdaderos Beatles americanos, sin discusión, aunque otros sellos estén buscando un nuevo mirlo blanco hasta debajo de las piedras. Y al más puro estilo Beatles, también los fans enardecidos comenzaban a formar multitudes rodeando los locales donde actuaban.

A mediados de junio, CBS decidió publicar un nuevo single para alimentar la impaciencia ante el inminente lanzamiento del esperadísimo primer Lp. En la cara A estaba “All I really want to do” –de nuevo una versión de Dylan con el ya inconfundible sello Byrds- y en la B “I feel a whole lot better”, una pieza esplendorosa de Clark que demuestra su talla como compositor; es verdad que hay algunos rasgos que nos llevan a la versión de “Needles and pins” que hicieron los Searchers, pero tampoco se puede negar que tiene espíritu propio, y para muchos fans merecía haber ocupado la cara principal. Por otra parte, justo en esos mismos días, Cher publicó un single en el versionaba la canción de Dylan: ella y su marido habían estado en unas cuantas actuaciones del grupo, y se nota que hay detalles cuando menos “inspirados” en McGuinn y sus socios. Si a esto le sumamos el hecho de que el disco grande salió casi inmediatamente, y que las dos canciones venían en él, es lógico que en Estados Unidos este single no llegase ni al top 30 (a cambio, en la Isla fue un holgado top 5). Y de todos modos la responsabilidad es únicamente de los ejecutivos de CBS, que tras el primer éxito creyeron que cualquier cosa de Dylan funcionaría en las listas, pero se equivocaron de mercado: le fue mucho mejor a Cher, una fuerte apuesta pop de la competencia.



Pocos días después llega ese primer disco grande, que como era costumbre por entonces lleva el título de su reciente éxito. Aparte de las cuatro canciones que ya estaban en los singles, hay otras dos versiones de Dylan: “Spanish Harlem incident” y “Chimes of freedom”; en ambas se paladea esa “atmósfera Byrds” que lo ilumina todo y que por supuesto supera a las originales. De las otras tres versiones que contiene el disco, mi preferida es “The bells of Rhymney”, aunque por supuesto la carga emocional de la letra más esa melodía de canción infantil son la base principal de su encanto. Pete Seeger ya había hecho el “refinado” de la letra, extraída en su mayor parte de un poema compuesto por Idris Davies, un poeta galés, en los años treinta, y cuyo argumento es el diálogo de las campanas de varios lugares sobre un desastre minero ocurrido poco antes (y de forma tangencial, el comportamiento ruin de los patronos frente a los mineros indefensos). Pero quienes elevan esa canción a lo más alto son los Byrds, y la mayor parte de las versiones posteriores está basadas en la suya; por cierto, que George Harrison admitió haber utilizado algunas escalas de McGuinn en esta canción para componer “If I needed someone”. Por último, de las tres nuevas originales hay una, “Here without you”, compuesta por Clark en solitario: se nota su gusto por los tonos melancólicos, con esa belleza añadida de unos juegos vocales que, en efecto, superan a los Beatles. Las otras dos van a medias entre él y McGuinn: en la soberbia “You won’t have to cry” las influencias que ejerce la personalidad de uno y otro van casi al cincuenta por cien, mientras en “It’s no use” se hace más evidente la querencia eléctrica de McGuinn, cumpliendo con esa etiqueta “folk rock” que la prensa ya utiliza para definirlos. Como era de esperar superó el top 10 tanto en Estados Unidos como en la Isla, aunque allí se publicó dos meses más tarde, justo tras su desastrosa primera gira británica.


El desastre comenzó ya por las condiciones climáticas, que dejaron acatarrado a medio grupo. Por otra parte -esto ya se les echaba en cara en su país- su actitud distante, su aparente desgana tampoco les favoreció, teniendo en cuenta que Taylor había cargado las tintas insistiendo en la etiqueta de Beatles americanos: ese truco tal vez funcionase aún en Estados Unidos, pero en la Isla se vio como un poco chulesco. Y por último estaba la nubosidad continua en la que vivían, producto de las ingentes cantidades de marihuana que trasegaban, afectando a su destreza. Entre unas cosas y otras la prensa británica, de Chris Welch para abajo, los vapuleó. Aquí tenemos uno de los comentarios inspirados en su actuación de poco más de media hora en Londres, con un sonido bastante malo, por otra parte: “Creo que son un coñazo. No tienen presentación en el escenario y todos sus números suenan como 'Mr Tambourine Man'. No son malos, solo muy, muy aburridos". Probablemente se pasaron un poco pero en el fondo tenían razón, porque los Byrds -como muchos otros- tardaron tiempo en conseguir un directo aceptable; un directo que forzosamente va mejorando a medida que la venta de sus nuevos discos disminuye. Es un problema bastante frecuente: los músicos más creativos prefieren el estudio a la esclavitud del directo, “embrutececedor”, como muchos lo han calificado. Es útil para rodar las canciones que vayan a formar parte del disco siguiente, pero hasta ahí: si los Beatles, que se lo podían permitir, lo dejaron tan pronto, por algo fue. El directo es la principal fuente de ingresos cuando los discos no se venden lo suficiente, cuando los derechos de autor no bastan para mantener el ritmo de vida al que las estrellas se acostumbran tan pronto. Y eso que estoy hablando de los años 60/70, la edad de oro del vinilo. Los baños de masas no significan nada, digan lo que digan los rockeros irredentos.

Así que, de vuelta al estudio, los Byrds comienzan a preparar el segundo disco grande, que se publicará a principios de diciembre, justo a tiempo para las compras de Navidad. Dos meses antes llega un single que contiene el que será su título, y por lo tanto tema estrella: “Turn! Turn! Turn!”, que subió como un cohete al número uno. Es otra pieza cuya línea musical fue creada por Pete Seeger, esta vez tomando la letra a partir de un fragmento del Libro del Eclesiastés, y que McGuinn ya había reinterpretado en la versión que grabó junto a Judy Collins; aquí, electrificada, se convierte en otra de esas maravillas que casi justifican por sí mismas toda una trayectoria. Como había pasado con su primer Lp, esa canción estrella es también la que abre el disco; tras ella viene la reinterpretación de la que ahora se titulará “It won’t be wrong”, muy bien pulida, y luego “Set you free this time”, de Clark, la primera en un total de tres. Por lo general las canciones de Clark me dan la impresión de estar por encima de las de los otros dos, pero supongo que esto es puramente subjetivo: “Wait and see”, de MacGuinn y Crosby, mantiene el tipo muy bien. Como también es notable la habilidad de McGuinn para encarar las piezas tradicionales, algo que demuestra sobradamente con la hermosa “He was a friend of mine”. Por lo general es suficiente con electrificar la pieza para darle un aire nuevo: eso pasa también con “Satisfied mind”, que tras haber sido interpretada por personajes como Ella Fitzgerald llega a manos de Joan Baez, y de ahí a los Byrds. En cuanto a “Oh! Susannah”, sintiéndolo mucho, no puedo opinar: nunca me ha gustado, la cante quien la cante. Por último, hay otras dos canciones de Dylan, bien resueltas, sin más. En suma, es un disco claramente continuista: si te gustó el primero, te gustará este. Puede que por esa razón las ventas bajaron un poco: un top 20 en Estados Unidos y por debajo del 10 en la Isla. En cualquier caso, estos dos primeros discos marcan la época más popular del grupo en términos de ventas.


Pero esa época toca a su fin, y por medio hay varios conflictos que no auguran nada bueno: Clark ya está cobrando un buen dinero por derechos de autor, y los otros lo envidian; Crosby, además de envidiar a Clark, tiene sus más y sus menos con McGuinn, que al parecer trata de dirigir el grupo con la ayuda de Melcher y Dickson. Según él, entre uno y los otros "boicotean" las canciones que él escribe Y esto es solo por resumir. En cualquier caso, aquí termina el año 65 y con él la fase “beat” de los Byrds, que para entonces ya son más bien los precursores del folk rock. El año 66 será tremendamente convulso, pero ese tiempo ya no es el nuestro ahora. Así que con ellos, a lo grande, rematamos nuestro primer viaje sesentero por Estados Unidos. Lo cual significa que dentro de unos días celebramos el preceptivo fin de fiesta, al que por supuesto quedan todos ustedes invitados. No es necesaria etiqueta. 

lunes, 3 de junio de 2024

Estados Unidos: los primeros años 60 (XIII)

"The Byrds son la piedra angular del rock americano. Su aparición fue providencial, y su influencia tan decisiva como la de los Beatles o Dylan. Más aún: su bumerán devolvió a estos la inspiración prestada, y planeó sobre las futuras evoluciones de ambos: ni "Rubber soul" ni "Highway 61" existirían sin ellos (…). Por primera vez, algo propio se erguía en la parálisis americana que siguió a la invasión británica: solo había un grupo competente, los Beach Boys; pero, ajenos a los tiempos y a los cambios, seguían con sus playas y sus chicas. Mezcla de casualidad y genio, los Byrds querían ser los Beatles. Y en el camino surgió una chispa completamente nueva: un sonido levitativo de guitarras campanilleantes y un mágico fervor vocal de agridulce belleza".
Jose María Rey
 
Hace unos días vimos al señor Dylan entrando en una tienda de Nueva York para comprarse una guitarra eléctrica. Sabe que los Beatles son mucho más que el último capricho de unos fans adolescentes, y ha comprobado en su primera visita a la Isla que no están solos, que ese término de “invasión británica” no es exagerado en absoluto. Así que tiene que ir preparando su defensa, porque los isleños vienen fuertes. Lo que posiblemente no esperaba, o no lo esperaba tan pronto, es que le surgiese competencia de entre sus propios compatriotas, pero así fue: en California se da a conocer un grupo que debe tanto a Dylan como a los de Liverpool, y que ha sabido aprovechar muy bien las enseñanzas de ambos. Su creatividad y los juegos de voces que tan bien describe don José María, sumados a la combinación cristalina de las guitarras Rickenbacker y Gretsch, dieron como resultado el sonido jingle jangle, un término inmortalizado poco antes en la letra de “Mr. Tambourine man”… que será la pieza que lanzará a ese nuevo grupo al estrellato. Y hay más elementos circulares en el origen de esta historia, porque pronto será común entre los aficionados considerarlos como los Beatles americanos. Es lógico, ya que los Byrds, partiendo del beat folk, son los padres del folk rock, un estilo que como todos los grandes será de ida y vuelta: pronto surgirán algunos grupos isleños siguiendo el camino que ellos inauguran.

Jim McGuinn nació en Chicago y vivió allí sus primeros veinte años. Al cumplir esa edad ya era un músico bastante solvente con los instrumentos acústicos de cuerda, especialmente guitarra y banjo, además de dominar las armonías vocales. El descubrimiento del rock and roll blanco en su infancia lo había llevado al country, especialmente por las voces tan bien empastadas de unos Everly Brothers, por ejemplo: esa vertiente “pop”, más melódica, tiene mucho que ver con el folk, y son también los juegos vocales lo más destacado en algunas agrupaciones folkies como los Kingston Trio, que también le interesan. En su adolescencia decidió cursar estudios en una escuela de folk tradicional, y gracias a ese aprendizaje comenzó muy joven a trabajar como acompañante, tanto en directo como en estudio,  de algunas figuras que en su mayoría ya estaban haciendo esa mezcla entre folk y pop: Judy Collins, Simon y Garfunkel o Bobby Darin son los más conocidos, pero no los únicos. Por otra parte también comienza a escribir sus primeras canciones, e incluso llega a trabajar en la flotilla de compositores del Brill Building. Todo este trabajo tiene lugar siendo ya Nueva York su residencia oficial; pero desde allí se dirige a principios de 1964 a Los Angeles, de donde ha recibido una oferta para actuar en algunos clubes.        

Gene Clark, de Missouri, es un poco más joven que McGuinn pero también tiene ya un historial a sus espaldas y una evolución muy parecida en sus gustos musicales: comenzó en grupos folkies e incluso ha llegado a grabar en uno de ellos -los New Christy Minstrels, por entonces muy famosos-, pero el descubrimiento de los Beatles lo ha transtornado hasta el extremo de abandonar ese último grupo y buscar nuevos aires en Los Angeles. Tiene buena voz, grandes aptitudes como compositor, domina la guitarra, la armónica y la pandereta. Al poco de llegar descubre a McGuinn cantando en un club y su repertorio le demuestra que tienen intereses muy parecidos, es decir, folk y Beatles. Ya están actuando como dúo cuando aparece ante ellos un tal David Crosby, con intereses y bagaje parecidos. En su adolescencia había protagonizado algunos trabajos escénicos, teatrales especialmente, pero ya llevaba un tiempo recorriendo medio país como cantante folk y había estado también en algunas agrupaciones más o menos conocidas. Incluso había llegado a hacer algunas pruebas con el sello Warner como cantante solista, interpretando piezas propias y ajenas: tuvo esa oportunidad gracias a Jim Dickson, que le acompaña. Dickson es un mánager y productor que tiene muchos contactos, y también está convencido de que hay que vitaminar los juegos vocales y las melodías del folk con el rock. Parece que la llegada de los Beatles a Estados Unidos está causando una revolución de similar calibre a la que ha causado en la Isla.   

Ese trío de músicos ya veteranos, que actúa bajo el nombre de Jet Set, tiene por lo tanto una base muy sólida, tanto en lo referente a técnica vocal e instrumental como de creatividad, puesto que los tres son compositores (aunque hay distancia entre Clark y los otros dos). Dickson trata de que ensayen todo lo posible, y además les graba prácticamente cualquier cosa que hagan (eso explica que años después vayan apareciendo cintas “perdidas” de los Jet Set con cierta frecuencia). Y cuando cree que ya están listos para intentar una grabación en serio, consigue que el sello Elektra los contrate para al menos un single, que se publica en verano bajo el nombre transitorio de Beefeaters, ayudados por músicos de estudio. La influencia de los Beatles en ambas es innegable, e incluso se cita también a los Searchers; sin embargo ya hay un tono melódico que comienza a tener espíritu propio, especialmente “Please let me love you”, la cara A. Y “Don’t be long”, la B, reaparecerá en el segundo disco grande de los Byrds, muy mejorada y bajo el título de “It won’t be wrong”. Ambas están compuestas por McGuinn y Clark con la ayuda de Harvey Gerst, un amigo de McGuinn que entre otras cosas es ingeniero de sonido y trabajará luego como productor. El single no fue muy allá, tal vez porque el trío necesitaba más rodaje y Elektra tampoco lo apoyó con verdadera convicción.



Pero además de esa falta de rodaje, Dickson les convence de que si quieren desarrollar sus posibilidades necesitan la base rítmica de un grupo, es decir, bajo y batería. Michael Clarke, un amigo de Crosby, tiene solamente dieciocho años y nunca ha tocado la batería, pero se le dan muy bien las percusiones en general: admitido. Para salir del paso, el propio Crosby deja su guitarra acústica y trata de hacerse con el bajo, pero al cabo de un tiempo abandona y Dickson recurre a Chris Hillman, otro de sus patrocinados, que se ha curtido en el circuito del bluegrass. Lo curioso es que, al igual que Clarke, nunca ha tocado profesionalmente el instrumento para el que se le contrata, ya que su especialidad son la guitarra y la mandolina. El siguiente paso es electrificar la sección de cuerdas: McGuinn, iluminado por la Rickenbacker de Geoge Harrison, se compra una; Crosby consigue hacerse con el puesto más o menos fijo de rítmica y elige una Gretsh. Clark, además de ser una de las voces principales, manejará la guitarra acústica, pandereta y armónica, aunque ya había usado eléctricas antes que ellos. No parece muy conforme con la decisión, pero ya por entonces comprende que pelear con Crosby todo el día no tiene sentido. 

Terminaba el verano de ese año 64 cuando Dickson presenta a los Jet Set su último descubrimiento: un acetato que contiene "Mr. Tambourine Man", una canción de Dylan todavía sin publicar. Ni Dylan ni Tom Wilson, su productor, habían quedado contentos con esa grabación, unos meses antes, y en consecuencia la postergaron por un tiempo; de ese modo, “Another side of Bob Dylan” se publicó sin ella. Por lo tanto, con el valor añadido de ser una pieza inédita, si la trabajaban bien tenían posibilidades de interesar a algún sello. Y poco después dio la casualidad de que el mismo Dylan, que andaba por Los Angeles, oyó el runrún de “un grupo nuevo que se parece a los Beatles y hace algunas versiones de Dylan”, por lo que, como es lógico, fue a verlos. Y se quedó asombrado; no solo porque, efectivamente, sonaban a los Beatles, sino porque además, cuando oyó “Mr. Tambourine Man”, casi se cae de espaldas (“¡Coño, pero si hasta se puede bailar!”). Ese fue el plácet que necesitaban para convencerse de que allí había potencial… mientras que don Roberto, a su vez, recibía el aviso de que ya tenía competencia en casa. Y aquí transcribo literalmente un fragmento de la revista Pop Thing donde se describe el mágico proceso que llevó a este grupo a la CBS:

“Dickson les presentó a Ben Shapiro, un empresario amigo suyo que podía conseguirles actuaciones. McGuinn, Clark y Crosby cantaron en directo delante de Shapiro, con una de las cintas grabadas como acompañamiento. La hija de Ben, una adolescente, estaba en su cuarto; cuando escuchó aquello creyó que los Beatles estaban tocando en el salón de su casa, y bajó como una centella a ver qué pasaba. Cuando al día siguiente Shapiro contó la historia al genial Miles Davis, éste telefoneó a Irving Townshend (un jefazo de Columbia Records) y le contó que había unos Beatles californianos rondando por ahí... sin contrato. Irving comunicó la noticia a Allen Stanton, el jefe de fichajes de la compañía en la Costa Oeste y Stanton acudió raudo, habló con Dickson y fichó a los Jet Set para la todopoderosa Columbia (CBS) el 10 de noviembre de 1964. El 26 de noviembre, Los Jet Set cambiaron su nombre por el de Byrds (influidos por el célebre almirante Byrd) después de considerar otros (como el de Birdses) La preparación había terminado. Ahora había que volar.”

CBS les asigna como productor a Terry Melcher, otro futuro clásico del negocio, que proviene del mundillo de la música surf. Melcher los pone a grabar a finales de enero del 65, pero de momento no confía mucho en sus habilidades técnicas y decide que solo intervengan las tres voces y la guitarra de McGuinn: el resto corre a cargo de músicos de estudio de mucho nivel, integrantes de la que en un futuro será etiquetada como Brigada de Demolición (la Wrecking Crew, para los anglófilos). Entre ellos figura el batería Hal Blaine, una verdadera autoridad… a quien Clarke no vio con buenos ojos (“Es el primer batería joven que veo que, en vez de intentar aprender, se cabrea porque lo sustituyen por un profesional para conseguir un éxito”, dijo luego). Tampoco Clark queda muy conforme con la decisión de Melcher de que las versiones de Dylan las cante McGuinnn como primera voz, pero se resigna. Y en primavera se publica el primer single de los Byrds con “Mr Tambourine Man” en la cara A y “I knew I’d want you”, una brillante pieza de Clark, en la B (se ha sugerido que tal vez esta fuese la primera influencia “de vuelta” que ejercen los Byrds sobre los Beatles). Los ejecutivos de la CBS se inclinaban por ella como cara A, pero Melcher decidió lo contrario. Y acertó, porque, al margen de llegar al número uno incontestable en medio mundo, con el tiempo ha quedado como una de esas piezas mágicas, señeras en la historia de la música popular. Luego don Roberto nos largará una pieza de más de cinco minutos, con una línea musical monótona que en realidad no es más que un vehículo para su poema, pero los Byrds demuestran que saben hacer canciones pop: dos minutos y medio. Y como en el pop la letra no es lo crucial, la acortan, la modifican incluso. Lo que cuenta es la línea melódica y el ritmo, y eso lo tiene de sobra su versión. No me extraña la sorpresa, el susto de don Roberto…


Como era de esperar ante tal convulsión mediática, a los señores de la CBS les entra la prisa: hay que sacar un disco grande ya. Bien, pues dentro de unos días veremos eso. Tranquilos, que ya no hará falta meter tanta brasa como la que he metido hoy.

 
 

lunes, 27 de mayo de 2024

Estados Unidos: los primeros años 60 (XII)

A principios de agosto de 1962, poco después de cumplir los veintiún años, Bob Dylan formaliza legalmente su nuevo apellido. El ambiente social que se vivía en gran parte de Estados Unidos por entonces era turbulento, con una fuerte carga política en las ciudades más industrializadas: no era frecuente llegar a extremos tales como las delirantes peleas callejeras que hubo en el Village entre trotskistas y estalinistas, pero la juventud urbana estaba muy al tanto de la actualidad y se movilizaba en gran número por unas causas u otras. Las revueltas estudiantiles eran constantes; la guerra del Vietnam, más el temor a una confrontación nuclear con los soviéticos, movilizaban manifestaciones con frecuencia; la lucha por la igualdad racial estaba en plena ebullición, y todo esto ocurría en un trasfondo de crisis económica todavía no resuelta. Es decir, había un caldo de cultivo favorable para los sucesores de Guthrie como Pete Seeger, Phil Ochs y demás cantautores vecinos del barrio, a los que se acababa de unir Dylan; quien por otra parte al poco de llegar había entrado en amores con Suze Rotolo, una activista que trabajaba en el Congreso de la Igualdad Racial y cuyos padres pertenecían al Partido Comunista. En conjunto hay una base amplia para que, con el añadido de la febril lectura de obras poéticas que este recién llegado está consumiendo a buena marcha, las consecuencias se muestren en poco tiempo. Y vaya si se mostraron.

“The freewheelin’ Bob Dylan”, publicado en mayo de 1963, es el resultado de toda esa suma de influencias. El material es propio, salvo dos versiones. Dylan presenta aquí verdaderos estereotipos para el futuro como la extensa “A hard rain’s a-gonna fall”, la descripción apocalíptica del infierno nuclear que hizo llorar a Allen Ginsberg cuando la escuchó en la radio por primera vez: esa belleza poética nacida en el horror le cautivó, porque de algún modo conseguía el objetivo que la generación beat buscaba. No es menor la carga “antisistema” que poseen otras como “Masters of war” o la hermosa y reivindicativa “Blowin’ in the wind”, que se convirtió en una de sus primeras canciones fetiche y que muchos afroamericanos consideraron como propia (¿Cómo consigue un chico blanco expresar esos sentimientos?, se pregunta Mavis Staples, una de las tres hermanas que formaban parte de los Staple Singers y activista por los derechos civiles). De todos modos, ese término de “canción protesta” con el que algunos la definen solo se puede usar si no está él delante: ya por entonces trata de huir de esa o cualquier otra etiqueta, y afirma que “Blowin’ in the wind” no lo es de ningún modo, que la ha escrito “como algo para ser dicho por alguien para alguien". Lo malo es que este tipo de frases, que no significan nada, va dando pie a algunos mal pensados del Village que insinúan que todo en él es fachada. Y las acusaciones suben de tono a partir del éxito planetario y los cientos de versiones que tiene esa canción: ahí ya es, directamente, un vendido al sistema. En cuanto a las canciones de asunto amoroso alguna de las grandes ya está aquí, como “Don’t think twice, it’s all right”, aunque da la impresión de que ya se sugiere un distanciamiento (de todos modos, en esa fotografía vemos a Suze aparentemente feliz aún). Hay por último retazos de folk blues, a veces en tono surrealista, y por lo general se nota creatividad también en el aspecto melódico. La producción va a medias entre Hammond y Tom Wilson, otro clásico; el disco anduvo cerca del top 20, y en la Isla llegó al primer puesto. La voz de Dylan ya no era un obstáculo para triunfar.


Pero no todo son alegrías, ni mucho menos. Dylan tiene ya un catálogo de canciones más que suficiente cuando llega a grabar, y puede permitirse el lujo de elegir unas u otras; de hecho, en la fugaz primera edición de ese disco hay cuatro que son rápidamente sustituidas por otras de mayor enjundia. Pero una en concreto lo es por orden directa del sello, ya que le está causando más de un disgusto: “Talkin’ John Birch paranoid blues”, un sarcasmo sobre, precisamente, la paranoia anticomunista que se vive en algunos sectores sociales del país (la John Birch Society es un grupo de presión fascista que se había creado tres o cuatro años antes). Y él echa más leña al fuego intentando actuar en televisión justo con esa canción, lo cual hace que la emisora lo vete. Mientras tanto el sello recibe presiones e incluso amenazas: de nuevo se sugiere que lo mejor sería rescindir el contrato, etc etc., y de nuevo Hammond consigue parar el golpe. Por otra parte los sectores progres del Village, que ya consideran a Dylan como algo propio, tratan de influir en él, de manejarlo, lo cual le causa un hartazgo creciente. Y por último está Suze. En esencia, fue ella quien lo había llevado de la mano para introducirlo en ese mundillo, fue ella quien le enseñó las mejores galerías de arte de la ciudad, fue ella quien lo “civilizó”, por decirlo así. Pero él estaba cambiando, comenzaba a tener otros intereses. Por entonces ella quedó embarazada y abortó, lo cual le hizo deprimirse; sumado a eso estaba el hecho de que a él se le veía cada vez más tiempo junto a Joan Baez, tanto en actuaciones como en acciones callejeras de protesta, y pronto comenzaron a mantener otro tipo de reuniones. Suze irá desapareciendo de la escena poco a poco, con algunos episodios de dramática dureza por medio.

Con un trasfondo tan complejo, Dylan publica a principios de 1964 “The times they are a-changin’”, donde ya no hay una sola versión. Por otra parte demuestra claramente que una cosa es alejarse del ambiente del Village y otra muy distinta renunciar a sus principios: en ese momento ya casi es completamente autónomo, independiente de partidarios o detractores, pero el mensaje político y social se refuerza. De hecho sorprende un poco que la evolución o el creciente enriquecimiento musical y melódico que había emprendido con el anterior aquí parece ralentizarse: no tengo muy claro si la intención viene directamente del mismo Dylan o de Tom Wilson, o ambos coinciden en ese objetivo, pero todo suena como más “reconcentrado”, y de ese modo las letras resultan más contundentes, con más intensidad. Siguiendo la táctica de abrir con una clásica instantánea, ese papel lo cumple a la perfección la que da título al disco, una especie de manifiesto para el futuro que se convirtió en otro tótem de su carrera, ayudado por una melodía con gancho. Siento una personal debilidad por el contenido de “With God on our side”: dejando aparte que, como en casos anteriores, tal vez hubiese quedado mejor condensándola en tres o cuatro minutos (este será un lastre que aqueja a unas cuantas canciones de Dylan), la letra de esa canción debería enseñarse en las escuelas, como tratamiento contundente contra las idioteces peligrosas como el nacionalismo iluminado o el fanatismo religioso. Hay también una inmensa tristeza social, familiar incluso, en piezas como “North country blues”, una de las que llevan los arreglos musicales justos, buscando ese ambiente reconcentrado que decía antes. De hecho, la tristeza es una de las grandes protagonistas de este disco (no hay un solo rasgo humorístico en él). Pero sin ser una obra “fácil”, las ventas andan muy cerca de las que tuvo el anterior: Dylan comienza a hacerse incuestionable, por encima de las dudas que puedan manifestar los jefes de la CBS, cuyas quejas ya se van mitigando a pesar del mote de "comunista" que algunos murmuran por lo bajo.

Poco después de la publicación de ese disco Dylan se embarca en su primera gira de ámbito nacional, que usa además para buscar alternativas a su visión de las estructuras musicales e incluso del tipo de letras. En otras palabras, comienza a mostrar su intención de ir más allá de los cánones de la estricta música folk "con mensaje". Justo en esas fechas llegaron los Beatles a Estados Unidos, y también ese hecho es un nuevo acicate para él: ya los había escuchado, y mostraba su sorpresa ante algunos conocidos por ese estilo tan vivo, tan “agresivo” que mostraban en sus primeras canciones (al igual que Harrison y Lennon estaban escuchando ya a Dylan, admirando sus letras). La primera consecuencia tangible de esa sorpresa es que, nada más volver a Nueva York, decide comprarse una guitarra eléctrica para ir acostumbrándose a ella: mala señal, sugieren algunos conocidos del barrio. Y aunque la secuencia no está muy clara, más o menos por entonces ocurre su primera experiencia con el LSD, seguida de su primer viaje a Europa (placer y trabajo). A la vuelta tiene prácticamente terminado el material para su nuevo disco, y su intención es la de resolver su grabación cuanto antes. Ya en ese momento parece que está planeando su siguiente paso.

“Another side of Bob Dylan”, publicado a mediados del verano de ese año, resulta ser por lo tanto el último disco que graba “a palo seco”. Aquí comienza su cambio de perspectiva tanto en lo musical como en lo literario. No hay más que escuchar “Black crow blues”: evidentemente es un blues con todas las de la ley, incluyendo la letra, pero además nos muestra a Dylan atacando un piano y ampliando su repertorio de gestualización vocal. Hay verdaderas perlas que sugieren fusiones de varios estilos, como en “To Ramona”, que podría recordar incluso las escalas de un vals (y que Dylan remató en un viaje a Grecia) y cuya letra, como tratando de reconfortar a una mujer doliente, podría sugerir la reciente ruptura con Suze. ¿Y esa parodia de “Psicosis” que es, en resumen, la letra de “Motorpsycho nitemare”, con ese blues medio arrastrado que podría figurar perfectamente en alguno de sus discos posteriores? Pero por si alguien echaba de menos la temática social, comprometida, del “antiguo” Dylan, no cabe duda de que “My back pages” tuvo que sentar como un tiro en los ambientes progres del Village o de cualquier otro sitio: ese resumen que hace diciendo “Era mucho más viejo antes, soy más joven ahora” tiene la contundencia de una lápida sobre una tumba. Dylan es a partir de ahora un compositor sin ataduras ideológicas, completamente libre, aunque no se atreverá a cantar esta canción en directo hasta mucho más adelante. Algo parecido, aunque más abstracto y surrealista, puede sugerir “I shall be free no. 10”: “Probablemente te estés preguntando de qué va esta canción. Lo que probablemente te tiene más desconcertado es para qué sirve. Para nada. Es algo que aprendí en Inglaterra”. Como era de esperar, la prensa folkie atacó el disco sin miramientos: “Sus nuevas canciones son de tipo interior, como buscándose a sí mismo (eso, al parecer, es malo). Resulta evidente que ha sucumbido a la fama”. Y las ventas bajaron significativamente, lo cual demuestra que aquí se pierde un público y habrá que ir buscando otro.

Pero Dylan ya anda en otra onda. Se está dejando crecer su pelo ensortijado y ahora viste de negro, mientras se deja ver por algunos locales modernos portando esas gafas Ray-Ban modelo Wayfarer -un nuevo icono pop- sea de día o de noche. Sabe que los Beatles han sido los primeros, pero no serán los únicos: como no se actualice, esa tropa de ingleses yeyés lo van a dejar fuera de juego, por muy buenas letras que haga. Por lo tanto, para que la Invasión Británica no acabe con él, necesita apoyarse en un formato de grupo. Bien, pues démosle tiempo: aquí lo dejamos hasta nuestra próxima visita a este país. Suerte, Bob.

lunes, 20 de mayo de 2024

Estados Unidos: los primeros años 60 (XI)

“De pequeño solo quería oír discos y aprender canciones. Cuando cogía la guitarra era feliz”
Bob Dylan
 
El folk moderno, que en Estados Unidos a finales de los años 50 estaba restringido a poco más que las élites urbanas, o las zonas industriales por su carga social (nada que ver con el country), consigue llegar a los circuitos mainstream gracias a Bob Dylan. Como buen bardo, sus antecedentes biográficos son un tanto difusos, a menudo contradictorios; por expresa voluntad suya, como es lógico. Hasta ese “Dylan” que adopta tiene un origen u otro según la época en la que lo estemos viendo: alguien de la prensa sugirió que era en honor del poeta Dylan Thomas, y todo el mundo se lo creyó porque don Roberto ni negaba ni asentía, hasta que ya en la década siguiente nos informará de que no es en absoluto un seguidor de Thomas (“Ni siquiera había leído nada de él por entonces”), sino que eligió ese apellido -como antes había usado otros- simplemente porque le sonaba bien, ajustado a su personalidad. También tuvieron que pasar unos años hasta ir conociendo detalles sobre sus padres, su infancia o su adolescencia: no le gustaba hablar sobre eso, nada tenía importancia salvo el presente. Por tanto, con pequeñas pinceladas como el comentario que adorna la cabecera de esta entrada, era suficiente. Como es lógico, esa bruma sobre el pasado alimentó muchos rumores; los rumores ayudan a crear un mito, y eso es bueno para el negocio. Así que en sus primeros años, la escueta historia que se nos permitía conocer comenzaba con dicho comentario. 

Su nacimiento, a mediados de 1941, tiene lugar en Duluth, Minnesota, en una familia de origen judío (aunque estos datos los conoceremos mucho más tarde). El pequeño Bob se enamoró pronto del rock and roll y el blues (con un afectuoso recuerdo también para Hank Williams, la más respetada leyenda del country); pero con diecinueve años un amigo le cuenta maravillas de Woody Guthrie, el señor del revival folk estadounidense, el primer gran cantautor y maestro para todos los que vinieron luego. La curiosidad le lleva a leer “Bound for glory”, la autobiografía de Guthrie, que lo deslumbra. Y ahí comienza a surgir un “segundo” Dylan, solapado con el primero: hasta ese momento, su principal empeño era el de hacerse valer como músico, y a tal fin nos contaba esas bonitas frases sobre su amor por las canciones y sus creadores; ahora, tras el descubrimiento de la enorme entidad literaria –no solamente política- de Guthrie, llega a la conclusión de que sus letras han de tener también peso, han de ser recordadas. Por cierto, que también es Guthrie, con su particular forma de cantar, la mayor inspiración para el tono de Dylan: entre una y otra cosa, “solo con oír a Guthrie podías aprender a vivir”, resumió él más adelante. 

Iluminado por esa epifanía, Bob llega a Nueva York en enero de 1961 habiendo construido ya una biografía mítica a su medida: además de alguna gira acompañando a Little Richard, había participado en ensayos de grabación con Elvis, era amigo de varios bluesmen y, resumiendo, “he viajado por todo el país, siguiendo las huellas de Woody Guthrie”. En cuanto a sus padres o su lugar de nacimiento, había nacido en Oklahoma y pronto escapó de casa; luego la policía lo había devuelto allí, pero hace ya un tiempo que es huérfano. Esa sería, en esencia y sin muchos detalles, la filiación que iba a mostrar a sus nuevos amigos. Pero antes de nada, lo primero era presentar sus respetos al maestro: pocos días después de llegar a la ciudad, Dylan va a Nueva Jersey a visitar a Guthrie, que ya llevaba unos años afectado por una enfermedad nerviosa degenerativa y pasa la mayor parte del tiempo como residente del hospital psiquiátrico Greystone. Y dice la leyenda que el maestro, aunque ya muy perjudicado, escucha con emoción algunas de sus propias canciones interpretadas por este joven recién llegado, que al parecer se las sabe todas; y que recibe su bendición poco menos que como si fuese su sucesor en el apostolado (aunque por entonces ya estaba un Pete Seeger, por ejemplo, que aspiraba a lo mismo). 

Dylan comienza a hacerse amigos en Greenwich Village. La primera canción que dice haber escrito es “Song to Woody” (“Porque no hay muchos hombres que hayan hecho las cosas que tú has hecho”), que interpreta en los locales de ese barrio abrigado por las miradas aprobadoras del público folkie, en su mayoría de izquierdas y por supuesto devoto de Guthrie (quien en su guitarra llevaba escrita la leyenda “Esta máquina mata fascistas”). De momento la mayor parte del repertorio son versiones, por lo general clásicas del folk tradicional y una clara querencia hacia el blues -él mismo reconoce su admiración por los viejos santones como Lead Belly- que por lo general es compartida por ese público. Aunque, también por lo general, tal tipo de oyentes suele prestar más atención a las letras que a la música, y las escasas letras que van escuchando del recién llegado son muy atractivas: ha nacido, o eso creen ellos, un nuevo profeta. Dylan, como es lógico, se deja querer. En lo musical, su pasable dominio de la guitarra acústica, pero sobre todo de la armónica, le proporciona pequeños trabajillos adicionales e incluso algunas grabaciones como acompañante; también participa en festivales folkies radiados, lo cual aumenta su popularidad (“Un nuevo estilista de la canción folk”, dice el New York Times ya antes de que Dylan llegue a grabar). 

Finalmente, en el otoño de ese largo 1961, es detectado por John Hammond, el mayor de todos los cazatalentos de la época: además de que ya ha leido esa reseña del Times, su hijo lo ha visto cantar en el Village y ha llegado a casa contando maravillas. Justo por entonces debuta en CBS Carolyn Hester, amiga de Dylan, que lo llama para acompañarle con la armónica en las grabaciones. Hester se lo presenta a Hammond, este le escucha algunas canciones, decide que ese muchacho tiene madera y lo ficha: a partir de ahí, CBS/Columbia será su sello para toda la vida, salvo en algunas excepciones temporales muy aisladas.

- ¿Cuántos años tienes? 
- Veinte. 
- Entonces tus padres tienen que firmar el contrato. 
- No tengo padres, murieron hace tiempo. 
- ¿Y algún tío? 
- Bueno, tengo uno, que es traficante. Está en Las Vegas. 
- O sea, me estás diciendo que no hay nadie que pueda firmar por ti.
- Exactamente. Pero no te preocupes, John: puedes confiar en mí. 

Tiempo después Dylan podrá reclamar a Hammond las cintas originales de sus primeras grabaciones, aduciendo precisamente la invalidez de ese contrato por haberlo firmado siendo menor de edad. Y ahora entra en escena Albert Grossman, el manager que controlará la carrera de esta nueva estrella. Grossman era también otra leyenda viviente: una de sus últimas hazañas había sido la creación del festival folk de Newport, solo dos años antes. Y fue también él quien pronunció por entonces la frase premonitoria: “El público americano es como la Bella Durmiente, esperando a que el príncipe de la música folk la despierte con un beso”. 

Sin embargo los ejecutivos de la CBS, al escuchar las cintas que les presenta Hammond, tuercen el gesto: esa es la voz más horrible que han oído nunca. Algunos llegan a tildar aquello de “estafa”, y no entienden qué encanto oculto puede ver un veterano como él en una mamarrachada de tal calibre. Vamos, que estuvieron a punto de hacer el mismo ridículo que Dick Rowe con los Beatles al otro lado del océano. Pero estos finalmente transigen, porque Hammond tiene mucho poder de convicción y, sobre todo, lo avalan unos cuantos fichajes ya históricos (a ver si va a tener razón, otra vez: eso se llama prudencia), además de que les promete que el disco de debut va a salir muy barato. Y cumple: los gastos de grabación no llegan a quinientos dólares, lo produce él mismo y se graba en dos o tres días a finales de noviembre. 

“Bob Dylan”, ese debut, llegará a las tiendas a principios de la primavera del 62, y como era costumbre tanto por la época como por el estilo, la mayor parte del repertorio son versiones salvo dos originales. También como es costumbre en el folk más tradicional, solo escucharemos elementos acústicos: voz, guitarra y armónica. Y aunque no se puede negar que esa voz tan “desagradable” es el elemento sobresaliente, tal vez por inesperado, con su personalidad da carácter a cualquier pieza que cante: se nota que ha sabido entender y asumir el espíritu de las canciones que versiona. De todos modos es evidente que su parroquia del Village, deseosa de nuevo repertorio, se ensimisma en el homenaje a Guthrie y en “Talking about New York”, donde Dylan nos cuenta lo que, según él, le ha costado llegar hasta aquí desde su lugar de origen (¿Minnesota está en el salvaje oeste? ¡Ah, no, que era Oklahoma!), el frío que hacía cuando llegó, el desprecio inicial de las gentes que lo recibieron… En fin, una epopeya personal que hace las delicias de ese público. El disco tuvo inicialmente unas ventas muy reducidas, y algunos enemigos de Hammond en CBS (todo gran personaje tiene enemigos envidiosos) habían bautizado a Dylan como “el capricho de Hammond”. Entre una cosa y la otra, los directivos del sello comenzaron a ponerse nerviosos y sugirieron que tal vez sería mejor rescindir el contrato. Ahí es cuando Hammond, ayudado por el mismísimo Johnny Cash, se empeña en su defensa y poco menos que viene a decirles que no se están enterando de nada, que este solo ha sido un inicio, hay que tener paciencia. 


Por su parte, Dylan ya ha comprendido que necesita ir liquidando el repertorio de versiones y dedicarse a crear su propia obra, porque al menos en el mundillo en el que se está moviendo esa es la diferencia entre un músico respetado y un simple intérprete de café. Si quieres vender discos, tienes que ofrecer algo nuevo. Está asimilando las lecturas de poesía que hace a marchas forzadas, al mismo tiempo que se sumerge en el enormemente denso y complejo ambiente social y político de la época. Se está volviendo contestatario, próximo al activismo: otra alegría para su parroquia, otro dolor de cabeza para la CBS. Pero ya iremos viendo eso dentro de unos días, porque me he pasado varios pueblos con tanta charla.

lunes, 13 de mayo de 2024

Estados Unidos: los primeros años 60 (X)

Últimamente parece estar de moda el patriotismo, esa pasión que tantas desgracias ha causado a lo largo de la Historia. Pero ni siquiera los apátridas como yo podemos evitar un ligero estremecimiento irracional de orgullo, nostalgia o lo que fuere cuando descubrimos que tal artista o persona notable en general es de nuestro pueblo: alguna hilacha de la bandera queda alojada en el subconsciente, queramos o no. En la historia de la música popular tanto isleña como de Estados Unidos no suelen verse apellidos españoles, o al menos no con la frecuencia con la que vemos, por ejemplo, los de origen italiano o de países centroeuropeos; lo cual es lógico, por la menor incidencia de la emigración española allí (en este momento solo me vienen a la memoria Esteban Martin, de Left Banke, y Jerry García, cuyo padre era de Orense). Pero sí vemos unos cuantos oriundos de México. Y aunque, como los demás naturales de otros lugares, se integran en el sonido gringo en su práctica totalidad (salvo algunas excepciones tex/mex que nunca fueron de consumo mayoritario en ese país), espero que les haga gracia una breve semblanza de estos dos grupos que les traigo hoy.
Siguiendo el orden de aparición, comenzaremos con los Premiers: se trata de un grupo perteneciente a la época del pre-garaje, por decirlo así. Las familias de estos muchachos se habían establecido en el condado de Los Angeles, donde a principios de la década hay una clara diferencia entre los gustos de la juventud blanca moderna (el surf, sobre todo) y el rock and roll que siguen oyendo los afroamericanos. Por lo general, los chicanos -tal vez por un sentimiento de iguales oprimidos- comparten las preferencias de estos últimos, aunque también allí están llegando ecos de los Wailers, esa banda del Noroeste que está abriendo un camino intermedio. A finales del 62, tras algunos flirteos con otras bandas del barrio, los hermanos Pérez (Lawrence, guitarra; John, batería) se unen con otros jovenzuelos de su misma edad y procedencia para, bajo el nombre de Premiers, dedicarse a ello en serio. Y la madre de dichos hermanos, impresionada por la tremenda habilidad de sus niños, que eran capaces de versionar en media hora toda cuanta canción oían en la radio, los llevó ante Billy Cárdenas, uno de los jefazos chicanos de la producción musical angelina. 

Estamos a principios de 1964. Cárdenas también ha oído a los Wailers, y justo en ese momento los Kingsmen están arrasando con “Louie, Louie”. Así que busca en el catálogo del r’n’b alguna pieza parecida y encuentra “Farmer John”, que Don and Dewey habían escrito y grabado a finales de los 50: ese será el primer single de los Premiers, grabado en falso directo y que se convierte en un hit inmediato en California; lo cual llama la atención de la Warner, que compra los derechos de distribución del grupo, publica el single a escala nacional y consigue un top-20. En vista del éxito, el sello urge a Cárdenas para que prepare un LP inmediatamente y este les entrega “Farmer John live”, que aparece poco después con el mismo truco del falso directo (aunque la contraportada nos cuente una bonita historia sobre su actuación grabada en un famoso local, y el técnico de mezclas se haya pasado con el volumen de ambiente). Aparte de la pieza principal, el resto son versiones de r’n’b e incluso duduá en las que se nota destreza instrumental pero poca imaginación. Y ya nunca volverán a igualar el nivel de su primer single: fueron teloneros de Kinks y Stones, recorrieron medio país (durmiendo en las habitaciones reservadas para los negros), pero los singles posteriores -casi todos sacados de ese LP- se hundieron uno tras otro. Eso sí: gracias a ellos, “Farmer John” fue luego rescatada por personajes como Neil Young o los White Stripes.


Vamos ahora con la transición entre un mundo y otro, tanto “racial” como temporal; una transición que simboliza como nadie el señor Domingo Samudio, un todoterreno del negocio. Su familia mexicana se estableció en Dallas, y su curiosa “mala” voz ya lo había hecho destacar en el colegio; sin embargo, su primera opción en la carrera por la subsistencia fue enrolarse en la Marina, donde se echó seis años antes de recapacitar, tomárselo en serio y como él mismo dice “estudiar piano clásico por el día y tocar rock and roll por la noche”. Curiosa mezcla. Pero el caso es que para 1961 ya se cree preparado y organiza un grupo llamado “Los Faraones”, un nombre que ya se le había ocurrido a Richard Berry, y que Domingo (que ahora se llamará Sam The Sham) afirma haber tomado de una película de Yul Brynner. Pero aún han de pasar cuatro años, entre idas y venidas de músicos, hasta que por fin en Junio de 1965 tocará la gloria con “Wooly Bully”. 

Para entonces, Sam The Sham & The Pharaohs son un verdadero espectáculo visual: Sam, que suele cantar chapurreos a medio camino entre el spanglish y el no se sabe qué, aparece con un vistoso turbante en la cabeza mientras el resto del grupo suele vestir ropas árabes. Y a lo tonto la canción llega al puesto 2 nacional, a pesar de que algunas emisoras miedosas se niegan a radiarla por no entender qué dice en algunos pasajes, consiguiendo varias cosas: vendió tres millones de copias; solo con vender el primer millón ya se convirtió en la primera banda americana en alcanzar esa cifra durante la British Invasion, y Billboard lo declaró “disco del año” (hemos de dar un emocionado saludo al inolvidable Neil Bogart -de apellido original Bogatz: no es familiar mío-, que fue el primer productor y manager de radio en promocionar este disco cuando nadie creía aún en él). Se trataba de un desarrollo sobre una escala básica de blues, pero partiendo de ahí el bueno de Sam creó un ritmo a medio camino entre tex/mex y rock and roll que la hizo imbatible. 

Y poco después comenzaron los problemas: el desigual reparto del dinero creaba disputas en el grupo, pero además los singles y los tres LP’s (cuyo material era bastante previsible) que publicaron luego ya no alcanzaron ni de lejos el éxito de “Wooly Bully”. Solo “Li’l Red Riding Hood” llegó al puesto 2 brevemente, pero ya estábamos en 1967 y con una formación casi totalmente nueva. Por esa época comienza la guerra entre Israel y Egipto, por lo que Sam decide cambiar su denominación comercial, que ahora será “Sam The Sham Revue”: a pesar de la brevedad de esta denominación, tuvo tiempo para grabar un LP entre rock and roll y country muy decente (casi lo prefiero a su obra anterior). Y por fin se presenta como solista a partir de 1968, grabando algunos discos en los que, apoyado por músicos de renombre, da un buen repaso al blues, country e incluso soul. Hoy en día reparte aún su tiempo entre la composición de canciones (dice tener cientos de ellas), la poesía –escrita y recitada- y la enseñanza de la Biblia bilingüe en un programa federal. Como ven, este hombre es polifacético.



lunes, 6 de mayo de 2024

Estados Unidos: los primeros años 60 (IX)

Ya se han citado aquí unos cuantos grupos a los que sus casas discográficas consideraron como la alternativa americana a los Beatles. Ese tipo de comparaciones no suele hacerle ningún bien a nadie, pero es un truco muy usado desde siempre. Lógicamente, lo mismo tenía que pasar con los Stones, y pasó: dos buenos ejemplos de esta alternativa publicitaria son los Seeds y la Chocolate Watchband, ambos de Los Angeles. Comenzaron casi al mismo tiempo, su vida fue igual de corta y, como sus ídolos, del r’n’b del 65 pasaron por medio del pop a la psicodelia en el 67 con parecidos resultados. Son por tanto dos bandas de transición entre épocas radicalmente distintas. 

Conviene recordar que el trienio 65-67 es probablemente la secuencia más convulsa de toda la década, tanto en los States como en la Isla, y a veces obliga a los músicos a moverse demasiado rápido. Eso le ocurrió a la mayoría de los que hemos visto hasta ahora, y lo mismo le ocurre a los de hoy: la influencia primaria del british r’n’b frecuentemente se abandona muy pronto, tal vez demasiado para sus capacidades; y sin esa referencia, lanzados a una vorágine psicodélica donde no hay término medio –o te encumbras o te hundes- pocos sobreviven más allá de un año o dos. Si los Beatles abandonaron el género en el 67 y los Stones (de los que parten nuestros dos protagonistas de hoy) nunca llegaron a su altura, es evidente que la cosa está muy cruda. Por mucho que los fanáticos opinen lo contrario, la psicodelia es un género de singles salvo muy pocas y honrosas excepciones: los discos grandes realmente buenos no llegan a la docena. Y con el rock ácido americano pasará lo mismo.
Los Seeds se basan en dos personajes fundamentales: Richard Marsh, un músico de Utah que se traslada a Los Angeles en su adolescencia y que bajo el nombre de guerra de Sky Saxon deja atrás sus orígenes en el duduá para reinventarse, y el teclista Daryl Hooper. Saxon es el frontman y compositor principal, mientras que Hooper es técnicamente la base musical del grupo y además del órgano ejecuta también el bajo de teclados (siendo precursor  e inspiración para otros músicos, como Ray Manzarek en los Doors). La influencia del r’n’b al estilo británico es patente (sobre todo en este "nuevo” Saxon, admirador de Mick Jagger), hasta tal punto que el mismísimo Muddy Waters llegó a decir de ellos que eran “los Rolling Stones americanos”. Y con ese aval consiguen grabar su primer single en verano del 65: “Can’t seem to make you mine”, una especie de balada que con el gemido estilo nasal de Saxon fue un éxito regular en el área de Los Angeles y les permitió publicar el segundo a finales de ese año, “Pushing too hard”, un poco más rápida y con una obsesiva línea melódica mecida por el teclado de Hooper. Ese disco anduvo cerca del top-30 nacional, y ahora es la típica pieza que aparece una y otra vez en la mayor parte de los recopilatorios garajeros: si hemos de considerar, como suele hacerse con tanta frecuencia, que los Seeds son otra de esas bandas de un solo éxito, ya saben cuál es.


Su primer LP, de título homónimo, se publica en la primavera del 66 incluyendo esas dos caras A; todo el material está compuesto por Saxon salvo dos canciones, que van a medias con todos sus colegas. Se trata de un hecho inusual para la época pero también engañoso, ya que aun siendo un buen disco se nota que hay dos o tres patrones de composición y no se sale de ahí. De todos modos, una vez más se demuestra que el público medio estadounidense no está aún preparado para este tipo de sonidos, y el disco no llega al top 100. Lo mismo pasará con el siguiente, “A web of sound”, que aparece en otoño y donde una vez más todas las piezas son propias, mientras el sonido y la composición maduran un poco; yo diría que aquí tenemos una de las esencias de los futuros Doors (sobre todo en el cierre con la extensa “Up in her room”, casi quince minutos), aunque evidentemente sin su calidad. Y en 1967, influenciados por la psicodelia imperante, publican su tercer disco grande, que resulta un nuevo fracaso: aunque hay alguna pieza notable (rescoldos de su estilo anterior), la mayoría de los temas andan entre el flower power y los alucines místicos –una debilidad de Saxon- que no los lleva a ningún sitio. Y de pronto dan un salto al blues presentándose como The Sky Saxon Blues Band: con ese nombre publican en 1967 un disco bastante decente bajo el título “A full spoon of seedy blues”. Mereció mucha mejor suerte, pero de nuevo pasó sin pena ni gloria, a pesar de que la presentación del disco corre a cargo de mr. Waters. Un directo del 68 es su despedida, aunque Saxon siguió explotando la leyenda hasta su muerte. Para mí los Seeds son uno de los grupos más infravalorados de aquella época, y una buena prueba de que el éxito momentáneo puede hacer más daño que bien.


Chocolate Watchband son otros Stones; o eso pretendía en un principio su productor, Ed Cobb, a quien ya conocemos por su trabajo con los Standells. Cobb, que los descubre actuando en la ciudad bajo el nombre de The Hogs, admira su querencia british y se hace cargo de ellos. De momento, para foguearlos en estudio, decide que debuten a finales de 1966 con una pieza instrumental que por otra parte demostrará su calidad técnica, y les asigna “Blues theme”, una versión de la que había hecho poco antes Davie Allan & The Arrows para la película motera “The wild angels”. Pero el single se hunde (entre otras cosas porque es casi un calco de la original), y Cobb pasa a mayores: primero les cambia el nombre y luego les entrega “Sweet young thing”, una pieza de tono Stones, como ya había hecho con “Dirty water”, la canción fetiche de los Standells. Se publica a principios del 67, y aunque las ventas no fueron muy allá Cobb no pierde la ilusión. Su nuevo single, titulado “Misty Lane”, se publica a mediados de ese año; suena un poco más melódico y ligeramente aromatizado por la psicodelia que ya se aproxima.


Y poco después llega “No way out”, su primer LP, uno de los mejores de la época y en el cual demuestran que, además de su dominio de la escuela Stones (oyendo la versión de “Come on”, e incluso “It’s all over now, baby blue” de Dylan, un neófito podría pensar que se trata de Jagger y sus muchachos), ya están probando otros caminos: su dominio de las instrumentales queda reflejada en las magníficas “Expo 2000” o “Dark side of the mushroom”, una especie de psicodelia surf encantadora, aunque no quedaron muy conformes con la elección de las piezas ni con la intervención de los ingenieros de Cobb. Pero también se atreven con un gigante del soul como Wilson Pickett y versionan “In the midnight hour” con una solvencia admirable. Sin embargo los problemas se amontonaron: las crecientes diferencias con Cobb -siempre hay diferencias con este hombre-, el exceso de substancias ilegales y los enfrentamientos internos hicieron que cuando el disco salió a la luz la banda original ya no existiese. Cobb (que ya se lo estaba oliendo) había encargado una bonita funda para ese disco, pero sin fotos de los músicos y muy pocos datos sobre ellos. Y lo mismo pasará con el siguiente: una formación casi de compromiso consigue completar ”Inner mystique”, formado básicamente por piezas sobrantes del primero y publicado en 1968. El resultado ya se lo pueden imaginar. Y así se nos fue una de las bandas que para mí podía haber tenido un futuro de lo más interesante. Eso sí: su primer LP, como los dos primeros de Seeds, son hoy en día muy alabados. Por desgracia, con el paso del tiempo esas alabanzas son ya lo único que cuenta.