Este blog comenzó a funcionar en Septiembre de 2009 con el título de “Mis muertos preferidos”. La idea era escribir unas cuantas alabanzas sobre los personajes que más me habían marcado en mi juventud; o, como en el caso de Brian Epstein, por los que más respeto siento aún hoy. Hice trece hagiografías, que tienen ustedes a su disposición en el apartado correspondiente, y luego lo dejé. Tras unos meses de inactividad, cambié el título y decidí ponerme a contar los rollos que están ustedes soportando desde entonces: muchas gracias por su paciencia. Supongo que dejé lo otro porque los demás muertos que ha habido en este azaroso mundo musical no me afectaron del mismo modo, casi familiar, que esos trece: serán mejores o peores, pero el cariño y la calidad no tienen nada que ver. Y quedan algunos vivos de los que, si no me voy yo antes, tendré que hablar más tarde o más temprano, porque ya tienen una edad. Este es el caso de Kevin Ayers, otro de esos personajes innegociables en mi lista de cariños y que nos dejó hace unos días. Así que, con gran dolor por mi parte, he aquí una nueva hagiografía más de tres años después de la última.
Kevin Ayers (1944-2013)
Kevin Ayers ha sido encontrado muerto en su casa, sita en el pueblecito medieval de Montolieu (suroeste de Francia). Vivía solo y fue descubierto por un vecino el martes, día 19. Aparentemente murió mientras dormía, en la noche del 18. Bernard MacMahon, representante de su sello discográfico, dice que ”Kevin no estaba enfermo, pero siempre llevó el estilo de vida rockero”. Aunque no tenga relación con su muerte, cerca de su cama, la botella de vodka y la cajetilla de Gauloises se ha encontrado una nota que dice: “No puedes brillar si no ardes”.
Morir solo… bueno, en “Mystic river” ya decía Sean Penn que “morir, mueres siempre solo”. Y la verdad, mi amado Kevin, es que muchos héroes han muerto así: ahora que tienes tiempo, échale un vistazo a los que te preceden en mi lista y verás que es cierto. Ah, y bienvenido a mi panteón particular, aunque hubiera deseado no verte en él hasta mucho más tarde. Pero teniendo en cuenta la vida que has llevado, no creo que puedas quejarte: has vivido intensamente, y es posible que tú mismo estés sorprendido por la bondad de tu muerte. Debe de ser cierto eso que dicen sobre una vida de excesos: que te mata antes que a otros pero no suele llegar a torturarte. Esa notita que han encontrado sobre lo de brillar y arder recuerda mucho a tu amigo Syd Barrett, pero hay una diferencia radical entre él y tú: es cierto que sois las dos caras de una misma moneda; pero mientras él, más oscuro, buscaba permanentemente el brillo -y se quemó- tú, siempre luminoso, preferiste seguir a tu aire. Todos los que te conocieron han dicho lo mismo, que nunca buscaste ser una estrella.
Los excesos y los cambios han sido las dos características más notables en ti. Nacer en el condado de Kent y luego echarse media infancia en Malasia debe de ser una experiencia curiosa; gracias a tu madre, que tras divorciarse del afable poeta y productor de la BBC Rowan Ayers (uno de los precursores de los programas musicales televisivos), se marcha con su nuevo amor, un empleado de la corona británica, a ese exótico país. Y luego, allá por el 65, vas a parar a Canterbury justo cuando un puñado de seres patafísicos acaba de crear aquella gloriosa locura llamada Las Flores de Wilde. Claro, ante ese panorama no me extraña que salieses un poquito hippie: decías que Daevid Allen fue el primero que viste en tu vida, pero tú debiste de ser el segundo. Y con él descubres la exuberancia de las islas Baleares, que en aquella época eran un paraíso sin colonizar: Mallorca, Ibiza, Formentera… aún recuerdo un dibujo tuyo en la Fonda de Pepe, donde también quedó huella de tus queridos Kerouac y Burroughs. A los peregrinos que fuimos allí mucho más tarde y veíamos aquellas paredes con tantos recuerdos (Hendrix, Dylan, los Floyd…) nos saltaban las lágrimas.
Y a la vuelta, Daevid y tú montáis Soft Machine junto a Robert y Mike: si los otros compañeros de Canterbury habían homenajeado a don Oscar Wilde, vosotros decidisteis hacer lo propio con don Guillermo Burroughs (“La máquina blanda”. Ya. Tardamos un rato en darnos cuenta de qué máquina era esa, hasta que vimos el libro). Desde entonces, en este bar hemos estado hablando de ti con frecuencia, ya lo sabes. Y seguiremos haciéndolo, por lo menos hasta que tu época dorada vaya declinando. Aunque, en tu caso, siempre fuiste dorado: tanto en los años 80 como luego, tus discos han sido minoritarios y a veces irregulares; pero siempre te hemos tenido ley, Kevin. Tú no envejeciste de un modo vergonzoso, como les pasó a otros muchos. No, tú simplemente te fuiste retirando poco a poco del mundanal ruido: varios años en Deyá, otros cuantos en ese pueblecito francés, y de vez en cuando un nuevo disco tuyo nos hacía recordar que seguías ahí. Aunque no fuesen necesarios: solo con los que hiciste en tu época clásica y que no han pasado de moda por eso mismo, porque eres un clásico, ya nos bastaría.
Dije una vez aquí que lo tuyo venía siendo una especie de Alicia en el País de las Maravillas, y lo mantengo: tú creaste tu propio reino de elfos y ardillas, y muchos jovenzuelos de por entonces nos quedábamos extasiados ante cada conejo que salía de la chistera, con esa delicadeza no exenta de malévola ironía, esa pose tuya de dandy decadente, de bohemio, porque decir hippy ya no era ajustado a lo que tú fuiste. Con razón te llamaban “El príncipe blanco”. Que por cierto, si nos metemos en esas categorías, Bowie no pasó de duque. Y Bryan Ferry, con esa pinta de chulo para señoras de la tercera edad, no te llegaba ni a la suela de tus zapatos: un quiero y no puedo, a tu lado. Porque con el señorío se nace, y así naciste tú. Y así te has ido: solo, recluido en tu pueblecito medieval, esperando a la Parca dignamente con tu botella y tus cigarrillos. No podría imaginarme un lugar mejor para alguien como tú.
Suerte, Kevin. Y como ya supongo que andarás con la troupe de Alicia y sus amigos, dales recuerdos de mi parte. A muchos nos hubiera gustado vivir en ese mundo, pero no pudo ser.