lunes, 24 de febrero de 2014

1971 (XV)



Llegados a los agrestes dominios del rock contundente, las dos bandas más recientes que lo representan en este local son Deep Purple y Uriah Heep. Ambas, junto a Black Sabbath, se dieron a conocer el año pasado aquí, aunque recordarán que la primera ya llevaba unos años de trabajo antes de llegar en 1969 a la formación conocida como Mark II -la formación de gala, digamos; hasta entonces su estilo inicial, un batiburrillo en el que se mezclaba el rock con el progresivo e incluso un leve tono pop, había conseguido un resultado poco más que discreto a pesar de que algunas canciones sueltas eran realmente buenas. ¿Y los sabáticos?, dirán ustedes... pues, sintiéndolo mucho, tras reseñar sus dos primeros discos del 70 ya no volverán a estar con nosotros: el resto de su obra me aburre, me parece estar oyendo los mismos ritmos machacones una y otra vez. Defecto mío, por supuesto. Si tienen tantos millones de seguidores por algo será.

Los Purple presentan “Fireball”, su tercer disco de la época Mark II. Tras el éxito del anterior este los asienta definitivamente como los jefazos del “metal”, una etiqueta que parece haber sido creada para ellos aunque muchos incluyen ahí a los zepelines: las fronteras hard/heavy/metal eran muy borrosas por entonces, y seguramente aún lo siguen siendo. Las canciones están firmadas por todos los miembros del grupo, y como mandan los cánones del género la que abre el disco ha de ser un cañonazo que en este caso además le da título: ahí tenemos a la banda en su estado puro, haciendo un rock acelerado, anfetamínico, que por supuesto pasa a ser una clásica inmediata. Pero salvo esa, el tono general del disco es un poco más apaciguado e incluso a veces encontramos resabios casi progresivos de su época anterior, como en algunas fases de “Fools” o “The mule”, además de una curiosa “Anyone’s daughter”, que por momentos recuerda el folk rock que a veces desarrollan los zepelines aderezada con escalas de piano y algunos dibujos de guitarra. En conjunto el disco tal vez sea el menos brillante de la época Mark II (dicen los comentaristas que es su disco más "progresivo"), pero aun así resulta agradable. Y por otra parte no descuidan el mercado del single: “Strange kind of woman”, que no está incluida en el LP y viene siendo una especie de variación sobre su predecesora “Black night”, es otro éxito tremendo, otra histórica de la banda. 

En aquella época, cuando éramos muy jóvenes, considerábamos a Uriah Heep como una variante menor de los Purple. Sin embargo, con el paso del tiempo a algunos se nos ha modificado la perspectiva: hoy en día prefiero a los Heep porque, sin descuidar las piezas rockeras, su carga melódica está mucho más trabajada y su amplitud de registros es mayor. Esto se debe a un cambio importante en la dirección del grupo: mientras en el primer disco la mayor parte de sus canciones son de Mick Box y David Byron -guitarra y cantante-, muy cercanos a los planteamientos metaleros de Blackmore y sus amigos, en “Salisbury”, el segundo, comienza a notarse una mayor influencia de Ken Hensley, el teclista. Y la diferencia se hace evidente comparando “Bird of prey”, la canción que lo abre, compuesta por todos los miembros y que pertenece a las sesiones del primero, con el resto del material: esa denota claramente su época, mucho más simplificada y marchosa que las siguientes. Lo cual, ya digo, no significa que hayan abandonado el tono rockero ni mucho menos, y la prueba la tenemos en “High Priestess”, de Hensley, o “Time to live”, compuesta por los tres; sin embargo, también esas tienen un tono más trabajado, más denso. Pero además también hay algunas que mezclan el folk con los arreglos progresivos, como “The park”o “Lady in black”. El disco remata con una pieza larga, que da título al disco y aun siendo claramente progresiva no llega al aburrimiento que nos causan otros. Así que la cosa promete. 

Y la confirmación de esa promesa llega a finales de año con la publicación de “Look at yourself”, que muchos comentaristas citan como el mejor de su carrera aunque, como suele suceder, la cosa no está tan clara para los fans irredentos, que dudan entre este y el que aparecerá el año que viene. Se confirma también la predominancia de Hensley como compositor, ayudado en algunas piezas por Box y Byron: la tendencia metalera de la que hablaba antes se matiza incluso en las piezas más marchosas, como la que abre y da título al disco -una de esas clásicas imprescindibles de los Heep- o “Tears in my eyes”, que inaugura la cara B y es otra exhibición. Pero también David Byron, que a veces es una cabra loca, se contagia de la tendencia progresiva de Hensley componiendo a medias con él “July morning”, una pieza de diez minutos que se hace muy variada con sus frecuentes cambios de ritmo, o “Shadows of grief”. En resumen estamos ante su obra más brillante hasta ese momento, una obra en la que se precibe claramente lo bien que funciona la interacción entre sus compositores ya que aun siendo Hensley el motor principal resulta muy difícil averiguar de quién es cada pieza, y esa dificultad es la mejor señal de la salud de un grupo porque indica una línea definida: también en eso se parecen a los Purple. 

Estas son las dos bandas más puramente rockeras de nuestro catálogo personal: músicos que, cada uno a su modo, son verdaderos solistas, con desarrollos ajustados a su virtuosismo y una voz potente (tanto monta Ian Gillan como David Byron) que redondea el conjunto. El próximo día nos visitarán otras dos un poco más sosegadas -y por supuesto menos populares- pero muy interesantes al menos para un servidor. 


lunes, 17 de febrero de 2014

1971 (XIV)



Nuestra plantilla de solistas se completa hoy con la presencia de Rod Stewart. Un personaje que corresponde a la escuela de los cantantes puros, es decir, aquellos cuya voz y figura tienen un carisma particular que destaca incluso sobre la mayor o menor calidad de sus canciones. Lo mismo pasa con Joe Cocker, otro crooner rockero y asiduo de este tugurio, pero 1971 es un año casi de convalecencia para él: ya vimos que las giras americanas del año pasado lo dejaron maltrecho, y de momento se limita a preparar grabaciones en el estudio para el lanzamiento de un nuevo disco el año que viene (en este año solo se publica un single como adelanto). De todos modos con Rod ya hay materia suficiente, puesto que sigue compaginando su trabajo en solitario con su presencia al frente de los Faces. En total, tenemos tres discos para disfrutar. 

La carrera de Rod, después de casi diez años en los que ha pasado por el pop, el blues, el soul (la época en la que se ganó su apodo de “Rod el mod”) y su consagración en la banda de Jeff Beck, llega a su momento más brillante con la publicación de su tercer disco en solitario, “Every picture tells a story”, en pleno verano del 71. Y aunque “brillante” no siempre es lo mismo que “popular”, en este disco se aúnan ambos conceptos; la cosa llegó a tal extremo que cuando apareció en España, con muy poco retraso, su portada ya lucía las etiquetas “Nº 1 USA” y “Nº 1 GB”. También aquí vendió a montones, y con razón: estamos ante un disco perfecto, con una gran variedad de estilos y unas canciones que, originales o versionadas, lentas o rápidas, alcanzan la exquisitez. Obras con este nivel hay pocas, muy pocas. Resulta descorazonador que, como en el caso de Elton, Rod fuese a caer tan bajo pocos años después. 

El disco arranca con la canción que le da título, compuesta a medias entre Rod y su compinche Ron Wood. Dura seis minutos, pero podría durar diez y aún se quedaría corta: esa sucesión entre las fases de tiempo medio con las cuerdas y la marcha que coge luego, creciente, te arrastra. Un comienzo soberbio. El resto de la cara A son versiones de medio tiempo, y es muy difícil destacar una o dos porque Rod las hace suyas: oigan sino esa “Seems like a long time” o su recreación de la inmemorial “Amazing graze”. Pero si la cara A es fantástica, la B es mejor aún: ahí viene “Maggie May”, y con eso ya estaría dicho todo. Aunque podemos añadir que esa canción salió también en single, con la cara B ocupada por la versión que hace Rod de “Reason to believe”, de Tim Hardin (lo siento Tim, no hay color): otro número uno en medio planeta. Recuerdo aquellos momentos de recogimiento en el bar, ante la máquina de discos, cuando entre los Creedence, Deep Purple y lo que fuere, alguien seleccionaba ese single -las dos caras- y todos nos quedábamos absortos; la reacción más frecuente era gastarse otro duro y que volviese la ensoñación a posarse sobre nosotros. Podríamos seguir y hablar de más canciones, de ese piano, la mandolina… pero para qué. Por favor, si no lo conocen denle una oportunidad: no saben ustedes lo que se están perdiendo. 

Otra cosa son los Faces, la banda por horas en la que Rod y Ronnie se divierten acompañados por los ex-Small Faces Lane, McLagan y Jones. Un grupo favorecido por el revisionismo histórico: aunque ahora se leen algunos artículos y entradas de blogs en los que parece que hayan sido la octava maravilla del mundo al mismo tiempo que, sospechosamente, olvidan los primeros discos de Rod en solitario, lamento reiterar que la cosa fue exactamente al revés, que las mejores canciones se las reservaba para él y que la capacidad de los otros como compositores no estaba a su altura (¿se lo imaginan publicando “Maggie May” o “Every picture tells a story” junto a ellos?). Faces era una banda muy buena en directo pero previsible en estudio, cercana al sonido de los Stones más “industriales”, que deben gran parte de su fama a ser el grupo de apoyo para el jefe: en aquella época se les solía llamar “la banda de Rod”. Y precisamente por ese hecho surgen los mosqueos que comienzan a reinar en el grupo: creo que ya dije alguna vez que Lane -un buen compositor, pero desubicado- se merecía una banda a su estilo, y no aguantar la tiranía de Rod.

Pero no adelantemos acontecimientos. A principios de este año llega su segundo disco, “Long player”, mejor que el primero; “Bad’n’ruin”, la que lo abre, está escrita a medias entre Rod e Ian McLagan, el teclista (que no suele prodigarse en las tareas de composición) y es un rock muy representativo tanto de Rod como del grupo. Otra buena muestra del estilo es “Had me a real good time” -Rod, Wood y Lane-, y las lentas se defienden con la voz de Rod: solo hay que oir “Seeet lady Mary” o “Tell everyone” -que la canta él aunque la compone Lane. De todos modos y en cuanto a producción 1971 resulta ser el mejor año del grupo, ya que antes de que acabe se publica el tercero; su título, uno de los más largos en la historia del rock, es “A nod is as good as a wink… to a blind horse”. Pues muy bien. Suele considerarse la mejor obra de los Faces, y creo que en este caso estamos todos de acuerdo ya que solo con “Too bad” (mi preferida de toda su carrera), “Stay with me”, “Miss Judy’s farm” y “That’s all you need” ya valdría la pena comprar el disco: se trata de cuatro piezas rockeras que, aun manteniendo algunas deudas con los Stones, suenan muy frescas; y muy propias del estilo de Rod y Ronnie, que son sus compositores. También es muy agradable “You’re so rude”, de Lane y McLagan, aunque no lo puedo evitar: echo de menos la voz de Rod; que deja su impronta en la magnífica versión de “Memphis, Tennessee” del maestro Berry. Una gran versión. En conjunto, es un disco realmente bueno. Y ya sé que soy un pesado, pero añado que refleja perfectamente el estado de gracia del señor Stewart en estos momentos. 

Bueno, pues ya que estamos metidos en el rock, por ahí seguiremos el próximo día; hemos terminado con los grandes solistas, pero nos quedan unos cuantos grupos que ya son familiares a este local. 


lunes, 10 de febrero de 2014

1971 (XIII)


Hoy nos visitan otros dos señores muy respetados aquí: Kevin Ayers y Cat Stevens. Kevin, orgullo de la escuela de Canterbury, es asiduo casi desde que se abrió este local, allá por la época de Wilde Flowers y luego con Soft Machine; su trayectoria en solitario, que comenzó en 1969, sigue llenándonos de alegría. El Gato en cambio es un “fichaje” del año pasado, ya que su carrera estelar, su madurez, es la consecuencia directa de la tuberculosis que lo tuvo postrado durante el tránsito de una década a la siguiente: antes de esa enfermedad, cuando era un cantautor folk-pop, solo destacan algunas canciones sueltas. Pero está claro que últimamente anda fuerte, muy fuerte. 

Kevin es un bohemio que prefiere tener tiempo para vivir antes que acumular dinero en giras muy prolongadas, que lo cansan. Por otra parte su estilo musical es mucho más ajustado al estudio, con una gran cantidad de arreglos que en directo pierden encanto o son imposibles de transcribir: teniendo en cuenta que sus canciones andan entre la psicodelia y el ensueño, su circuito de actuaciones cuadraría más en teatros, con la gente correctamente sentada y silenciosa, que en el bullicioso ambiente rockero. Como consecuencia, The Whole World, el grupo que le acompañó el año pasado, se disuelve: la mayor parte de ellos ya están trabajando en otros proyectos, aunque colaboran en su nuevo disco, el tercero de su carrera. Se llama “Whatevershebringswesing” y llega a las tiendas a finales de este año. Los comentaristas suelen considerarlo como su mejor obra, pero los fans opinamos que tanto los dos anteriores como los dos siguientes están a su altura. Para nosotros la cosa es más simple, no necesitamos destacar uno: Kevin sigue en estado de gracia desde que abandonó a los Machine. Porque su estilo es muy personal, y de nuevo estamos ante una colección de canciones, más o menos extrañas pero siempre exquisitas en su rareza, con las que empatizamos inmediatamente. Nosotros, digo. Sus fans. Los demás, allá ellos. 

Solo con el comienzo de “There is loving/Among us” ya nos sentimos transportados de nuevo al mundo de Alicia y sus amigos: la entrada podría ser la banda sonora de una tira clásica de dibujos animados, con ese juego de cuerdas y por el medio algunas escalas de viento que nos recuerdan a Pink Floyd en “Atom heart mother”. Siempre hay espacios reservados para la melancolía, tan clásica en Kevin, como sucede con “Margaret” o la que da título al disco, y por supuesto las piezas deconstruidas al estilo de las que había creado en los antiguos Soft Machine: “Song from the bottom of a well” es un buen ejemplo, mientras que “Lullaby” tiene un aire a los King Crimson de esta misma época. Por tener, tenemos incluso una canción para la discordia: “Champagne cowboy blues”, compuesta a trozos -que no a medias- entre Kevin y Mike Oldfield, su guitarrista y bajo. La melodía suena a Kevin, pero muchos sonidos de cuerda anticipan lo que hará Oldfield luego. Y los fans de este último la reivindican como suya, apoyados en una declaración del interesado afirmando que Kevin se había limitado a componer la letra. Nunca lo sabremos, pero nuestro amigo insiste en que acabó harto de Oldfield porque tanto en estudio como en directo solía ir a su bola, tocando escalas que no estaban en el menú, y que luego descubrió la razón: a lo tonto, había ido organizando las líneas maestras de “Tubular bells”, el disco con el que comenzará su carrera en solitario. Pero el paso del tiempo suaviza los mosqueos, ya que no será este el último disco de Kevin en el que participe Mike. Y he dejado para el final una clásica entre las clásicas: “Stranger in blue suede shoes” (“ah, bueno”: me sé de más de uno que, aliviado, estará pensado esto ahora). Sí, claro, cómo no. La estrella del disco, al menos a efectos de popularidad: fue uno de sus singles más vendidos, junto con “May I”. Es un ejemplo de la particular idea que mister Ayers tiene sobre el rock and roll, con su tono medio derrengado, las cuerdas rasgueando, ese teclado en plan honky tonk, esa voz burlona… una delicia, vamos. Una de esas canciones que solo se le pueden ocurrir a él. 

Cat Stevens tiene puntos de similitud con Kevin: tampoco le cuadran mucho las grandes giras ni los ambientes populosos, porque su música es un manjar digno de ser paladeado con delectación, tranquilidad y silencio. La tuberculosis cambió su carácter, que ahora es introvertido pero mucho más enérgico: sus canciones pueden ser muy populares, masivas incluso, sin necesidad de doblegarse ante las exigencias de la industria. Es la pura belleza la que consigue abrirse paso en las listas de ventas, aunque el mercado esté supuestamente en manos de los rockeros. En este principio de década, tan oscuro y al parecer dominado por ese género, es curioso que personajes como él, Kevin, Elton o Bowie se mantengan a flote… ¿la venganza del pop, que se ha hecho adulto y ahora busca la exquisitez? Podría ser. Lo que está claro es que no todo el mundo comulga con el nuevo disco de los jevis de turno, y eso es un alivio. 

Parecía muy difícil superar el nivel que el Gato demostró en sus dos primeros discos, publicados el año pasado, pero ya ven: de pronto, en otoño -como debe ser- nos encontramos con “Teaser and the firecat”, el tercero. Y aquí vale lo mismo que dije con Kevin, ya que “el mejor disco de Cat Stevens” no existe. ¿Qué criterio podemos usar para destacar uno u otro? Porque si es el más vendido, yo creo que se debe a la inercia provocada por los dos anteriores: el próximo venderá más aún, y no es mejor ni peor. Así que olvidémonos de las listas y oigamos “The wind”, la primera, cortita, simple, solo voz y cuerdas. A continuación “Rubylove”, con esos rasgueos, esos coros, cantando en inglés y en griego; y luego la vuelta a la simplicidad con “If I laugh”, y luego… bah, no tiene ningún sentido comentar canciones como estas: hay que oirlas y dejarse llevar por la emoción. Por decir algo, diré que su versión de la gaélica “Bunessan”, que él convierte en “Morning has broken”, fue uno de sus mayores éxitos en single; y no menos lo fue “Moonshadow”, inspirada por una noche de vacaciones españolas en la que vio la luna con ese imponente tamaño que luce a veces en Andalucía. Snif… gracias, Cat, por la parte que nos toca. 

En fin, habrá que bajar de la ensoñación y volver a la realidad. Pero que el hechizo dure otro poco más: prisa no hay.

lunes, 3 de febrero de 2014

1971 (XII)



A finales de la década pasada asistimos a la resurrección del artista individual, es decir, del músico, cantante o ambas cosas que se anuncia a título propio. Se trata de una opción que había estado oscurecida desde el nacimiento de los Beatles, puesto que con ellos se inauguró una época de dominio mayoritario de los grupos salvo personajes aislados como Hendrix o Mayall y su escuela (y aun esos casos son discutibles). Esta nueva generación viene muy reforzada, ya que a diferencia de los que les precedieron, por lo general intérpretes que trabajaban sobre material de otros aportando su mayor o menor originalidad, los actuales suelen componer su propio repertorio; eso les da una mayor confianza en sí mismos, ya que lógicamente las piezas están ajustadas al estilo de cada uno y potencian su proyección. De los habituales en este tugurio, a los dos que hoy nos visitan les falta poco para adquirir la categoría de estrellas: David Bowie y Elton John. 

David Bowie, tras largos años de indefinición en los que ha pasado por el pop, el folk, la psicodelia e incluso el cabaret, se asienta con “The man who sold the world”, el disco con el que comienza su época dorada. Ya hemos hablado de ese disco, porque se publicó en los States a finales de 1970; sin embargo no aparece en las tiendas de la Isla hasta la primavera de este año, y nuestro amigo sospecha que es más querido al otro lado del océano (donde Mercury le organiza un gran tour publicitario) que en su propia casa, regida por una caduca Philips que parece no tener las ideas claras. Es entonces cuando decide buscar un nuevo sello (recordarán ustedes el famoso patinazo del que les hablé hace poco a cargo de la naciente Chrysalis), una búsqueda que resulta ser breve gracias precisamente a los yankis: la potente RCA se fija en él y compra los derechos de Mercury/Philips, iniciando una relación con David que durará toda la década. Pero aquel tour organizado por Mercury, a principios de 1971, fue decisivo en su carrera: visita la Factory de Andy Warhol y se encuentra con Lou Reed e Iggy Pop, dos perfectos exponentes del rock underground; dos personajes que por la leyenda ganada en la Velvet y los Stooges -bandas que, cada una a su modo, son la expresión más cruda y actualizada del sonido garajero- se han convertido en verdaderos mitos “contraculturales”. Y Bowie, como siempre, toma nota y aprende. 

Pero el resultado de ese aprendizaje no se verá en todo su esplendor hasta el año que viene, porque ahora ya tiene preparado el material para su nuevo disco: “Hunky dory”, que en teoría viene siendo una continuación del anterior… o quizá solo en teoría: no vemos piezas afiladas salvo “Queen bitch”, un rock que puede tener influencias de los Velvet y que Bowie lleva a su estilo, con mucho rasgueo tanto de acústicas como eléctricas (Ronson debió de aburrirse en este disco); pero el resto es una formidable sucesión en tiempo medio de melodías inolvidables, como las legendarias “Changes” -que abre el disco de un modo soberbio- o “Life on Mars?”, que a través de su canto apoyado por el piano se va desarrollando hasta adquirir un tono épico. Hay un reconocimiento hacia uno de sus maestros, “Song for Bob Dylan”, y pasa lo mismo que en el caso de “Queen bitch”, ya que podría recordar al estilo del viejo cascarrabias… pero no: es Bowie (y ahora me viene a la cabeza Ian Hunter: esta canción es buena muestra de la diferencia entre un músico corriente y uno de primera línea). También rinde homenaje a Andy Warhol, uno de sus nuevos y valiosos hallazgos, con la acústica en tono folk pero con ese punto nervioso tan típico en David. Y piezas apoyadas al piano que se convierten casi en himnos, como “Oh! You pretty things”, y una deliciosa cancioncilla pop que dedica a su hijo Zowie con el título de “Kooks”, y… uf… qué bonito es este disco. Ya se distinguen algunos signos de lo que vendrá el año que viene, pero “Hunky dory” es una perla que, me parece, ha quedado un poco olvidada en su larga carrera: por favor, denle un repaso. Y sí, crece la provocación con esa portada tan Marlene Dietrich, con sus poses y sus ropas femeninas, con declaraciones escandalosas de las que luego renegará; pero lo que cuenta, como siempre, es la obra. 

Y otra perla es la que nos presenta Elton John este año: “Madman across the water”, su cuarto disco. En él queda muy equilibrada la herencia mélodica europea -especialmente en la cara A- con las influencias americanas, más notables en la otra pero sin llegar al tono de “Tumbleweed connection”, su obra anterior, lo cual significa que Elton ya tiene un carácter propio. Como siempre, hay un buen lote de músicos participantes, aunque ya habíamos visto el año pasado que Nigel Olsson quedaba fijo como batería oficial para las giras, y a ese nombre añadimos ahora al guitarrista Davey Johnstone (dentro de poco tendremos un cuarteto fijo para mucho tiempo). Pero a lo que íbamos: ya con “Tiny dancer”, la canción que abre el disco, hay que quitarse el sombrero. Es una de esas canciones que solo pueden crearse en estado de gracia, con su exquisita línea de piano inicial, su desarrollo orquestal, los inesperados cambios de escalas vocales… hasta esa guitarra steel queda bien, aunque parezca extraño un sonido tan americano en una pieza tan europea. Y a continuación nos encontramos con “Levon”, que no tiene nada que envidiarle (esta y la anterior fueron las dos caras A de los singles extraidos del disco): corre la leyenda de que fue dedicada a Levon Helm, batería y uno de los miembros fundadores de The Band, aunque la letra no lo sugiere (algunas letras de Bernie resultan casi incomprensibles); y la música podría recordar vagamente a ese grupo, pero de nuevo tenemos una estructura similar a la de “Tiny dancer”: otra delicia llevada en este caso por los compases arrebatadores de los violines y un tono casi airado de la voz en algunos pasajes. Estas dos canciones ya serían suficientes para reivindicar el disco, pero también sobresalen piezas como “Razor face”, la más americana de la cara A (sí, recuerda a The Band). Esa sensación se mantiene en “Holiday Inn”, con unos coros magníficos y deliciosos arreglos de cuerdas; y en general toda la cara B, que de todos modos sigue manteniendo las diferencias gracias a unos arreglos orquestales soberbios. 

En resumen estamos ante un disco exquisito, aunque no haya sido de los más populares de Elton porque, como suele suceder con las obras muy trabajadas, exige dedicación por parte del oyente: aquí no hay éxitos inmediatos, y su densidad puede resultar excesiva para el cliente poppie o el rockero machote. Sin embargo, y aunque en su época tuvo unas ventas poco más que regulares, el paso del tiempo lo ha reivindicado (como a toda su obra de los primeros años, por otra parte). Hay algunas similitudes de carácter con el “Hunky dory”de Bowie: son dos discos casi intimistas, de tono medio, poéticos, y resulta curioso que dos personajes tan relacionados con el naciente glam presenten unas obras tan distantes de aquel sonido. Nos hacen dudar de si había algo más que una pose en ellos, si no sería que aprovecharon únicamente la estética del momento para consolidarse: con todo el cariño que le tengo a ese “subgénero”, he de reconocer que tanto David como Elton están muy por encima de la media. 

Bueno, pues el próximo día seguiremos con otros dos personajes no tan glamurosos -aunque el criterio sobre lo que pueda ser el glamour es muy discutible- pero igual de respetados en este local: a su modo, también son estrellas.