lunes, 28 de mayo de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (XV)

Resulta evidente que la gran mayoría de la oferta actual está constituida por esa nebulosa de músicos que se agrupan bajo la etiqueta "new wave", siendo el punk una de sus tendencias más populares cuanto más jóvenes son los aficionados. Asi que, salvo excepciones “neoclásicas” como Tom Petty, vemos que el mercado se reorganiza siguiendo una pauta casi binaria: o vanguardia o el pop de consumo masivo. Pero no es Petty el único que va contra corriente, ya que los aficionados que se acercan a la madurez pueden tener un criterio en el que caben otras alternativas: dejando aparte su mayor o menor interés por los sonidos más actuales, ese tipo de clientela suele buscar también una oferta más elaborada, de más densidad. Esa oferta solo puede venir de músicos con una formación muy amplia, como la que hemos visto en Petty precisamente; y otro gran ejemplo es Rickie Lee Jones, la dama que nos visita hoy. Aunque su escuela es radicalmente distinta, ya que para muchos aficionados Rickie es la más meritoria sucesora de Joni Mitchell: si en lo personal hay algunas similitudes tormentosas, las dos parten de una base en la que se cruzan el folk y la canción de autor. Esa base se enriquece luego con efluvios jazzísticos envueltos frecuentemente por un acompañamiento orquestal, coincidiendo además en su gusto por cuidar mucho los arreglos: cada disco suyo será más o menos brillante, pero tiene siempre el encanto añadido de una excelente producción; y las letras de Rickie, sin llegar a la altura poética de la Mitchell, son también muy “humanas”. Ella es de Chicago y tiene una juventud también accidentada hasta que, tras unas cuantas idas y vueltas, se establece en California y desarrolla la mayor parte de su carrera allí; como Mitchell, como Petty, como la mayor parte de esos músicos que se pueden permitir el lujo de ir por libre. Y claro, también ella es muy americana. 

Rickie Lee Jones viene de una familia con antecedentes artísticos; su padre en concreto, aunque se ganaba la vida oficialmente como camarero, componía canciones (algunas las interpretó ella luego) y le enseñó las bases del canto. Sin embargo la inseguridad económica fragmentó a los Jones casi desde que era niña, con cambios de residencia por medio mapa, y finalmente el padre desapareció cuando ella tenía quince años. Consiguió mantenerse hasta los 18 y justo a esa edad se establece en la zona de Los Angeles con la misma estrategia de su padre: camarera y cantante compositora que actúa generalmente en las calles a las horas libres. Estamos en 1972, y el tiempo pasará muy lentamente hasta que consiga hacerse un nombre en el circuito de la zona. Rickie emplea una táctica vocal parecida a la de Fred Schneider, el cantante de los B-52’s, un canto con ritmo muy cercano al fraseo, que en los primeros años va apoyado únicamente sobre su guitarra acústica. En 1977 se asocia con Alfred Johnson, pianista y compositor; es un salto de categoría que le permite acceder al rango de locales como el Troubadour, donde se encuentra con un alma casi gemela: Tom Waits, otro personaje atormentado. Su noviazgo no duró mucho, pero desde entonces han mantenido una relación amistosa y en algunos momentos artística. Y en 1978 consigue que “Easy Money”, una canción suya, sea interpretada por Lowell George; el señor George no está muy contento con la tendencia jazzística que siguen sus socios en Little Feat y piensa publicar un disco a su nombre, en la que figura esa canción. 

Más o menos por esa misma época envía una demo a varios sellos y la respuesta es tan positiva que incluso puede elegir. Siendo así, ficha por quien más interés muestra en ella: Larry Waronker, nada menos que el presidente de Warner, se ofrece además a ser su productor; y le ayudará Russ Titelman, un monstruo que ha producido a medio censo americano y a unos cuantos isleños. Es evidente que Rickie ha debido de aprender mucho en esos años de sacrificio, y la prueba no tarda en llegar: su primer disco, de título homónimo, se publica a principios de 1979 y alcanza el top 5 con una hermosa variedad de tonos que se sintetizan ya en la canción que lo abre, “Chuck E.’s in love”, un gran éxito en single y donde escuchamos una especie de folk jazz cercano al pop pero con magníficos arreglos (recuerden a esos dos señores que están a la mesa de mezclas) y un acompañamiento orquestal de más de veinte músicos. Tanto las piezas más intimistas o las baladas (“On Saturday afternoon in 1963”, “After hours”, “Last chance Texaco” o “Coolsville”) como los momentos de relajación y alegría (“Danny’s all-star joint”) tienen un carácter clásico: las más suaves se acercan a ese punto orquestal, mientras que las otras bordean los límites del jazz. Como era de esperar, hay un gran sector de público adulto que cae rendido ante este disco porque además hay una diferencia crucial entre ella y otros músicos de sectores parecidos como el mismo Waits o Randy Newman, por citar dos: Rickie tiene un magnífico sentido de la melodía, es mucho más “musical”, y en ese sentido ya comienza a establecerse un paralelismo con la gran Joni Mitchell. Ah, y esa adorable voz nasal, que a veces suena como a niña acatarrada… 

Antes de que termine 1979 ya ha sido vista en varios programas de televisión y ha hecho unas cuantas giras incluso en Europa, especialmente Francia; al igual que había pasado en los primeros tiempos de Petty, alcanza el reconocimiento inmediato a este lado del océano. El año 80 será de mucho ajetreo, con giras y premios, y su nuevo disco no llegará hasta 1981. Por cierto, a Rickie la llegaron a definir como “la Tom Waits femenina”, aunque, dejando aparte circunstancias personales, me parece que ella tiene mucha más versatilidad (lamento admitir que Waits, demasiado pagado de su voz, me aburre). Pero a lo que íbamos: esta señorita, aun siendo relativamente minoritaria, tiene una carrera muy amplia y variada, con cambios de estilo y una evolución notable que incluso llega a ser vanguardista en algunos momentos. Como Joni Mitchell, sin ir más lejos. 




lunes, 21 de mayo de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (XIV)


Sí señor, hoy tenemos al gran Tom Petty con nosotros. Estamos en Gainesville, la ciudad de Florida en la que nació y vivió hasta bien entrada su juventud, aunque luego se fue a vivir a California, que tiene mucha más lógica en un personaje como él. El caso es que su naturaleza de músico con un variado contenido melódico y poético lo eleva a la categoría de los grandes: su discografía está muy influenciada por unas vivencias de frecuentes contrastes que le proporcionan un rango muy amplio. Petty es muy americano, un Springsteen en otro tono, y esa vocación de país hizo que sus actuaciones en Europa fuesen poco frecuentes; nunca llegó a España, por ejemplo. También es cierto que su elevado caché podía resultar un tanto prohibitivo aquí, ya que a una afición fiel pero no muy numerosa se añadía la característica de que no le gustaban los grandes recintos (con lo cual la inversión solo puede recuperarse con altos precios en taquilla). En cualquier caso Petty, que murió el año pasado, está por encima de un tiempo o una moda concreta: gustará más o menos, pero pronto se convierte en uno de los puntales clásicos del rock estadounidense, y aunque el lógico interés de las nuevas generaciones por lo contemporáneo hace que con frecuencia tarden en dar con él, una vez que lo descubren suelen quedar atrapados. 

Petty nunca intentó ser vanguardista, ni mucho menos. Sus principales referencias vienen ya de la infancia y se modifican muy poco con el paso del tiempo, tal vez porque esa infancia y la adolescencia tienen ingredientes muy densos, casi literarios: nacido en 1950, es un niño bastante reconcentrado por el acoso existencial de tener un padre de rígidas costumbres que lo maltrataba con frecuencia; ese carácter oscuro y depresivo lo acompañará para siempre. A cambio, un tío suyo que trabaja en montajes cinematográficos lo invita a asistir al rodaje de una película de Elvis en 1960, y esa experiencia le cambia la vida: en poco tiempo se convierte en un aficionado al rock and roll que consigue gracias a esa afición aislarse de una realidad que le hace daño. Cinco años después, al ver a los Beatles en televisión, se reafirma en su proyecto de dedicarse en cuerpo y alma a esa música aunque la relación con su padre sea peor cada día, y comienza a foguearse en pequeños grupos hasta que en 1970 crea Mudcrutch, su primera banda de cierta categoría, que se va haciendo popular en la ciudad aunque muy lentamente: tras una primera grabación en un sello local allá por el 71, aún han de pasar otros cuatro años enviando cintas a medio país hasta que consigan grabar en Los Angeles un single con la Shelter. Y aunque solo publicaron ese single, en un tono cercano al reggae blanco y sin la menor repercusión, eso fue lo de menos: lo verdaderamente importante es que Petty supo que esa era la tierra en la que quería vivir, “Vas por Sunset Boulevard y ves en lo alto de los edificios esos nombres de sellos discográficos con los que siempre soñaste, con la cercanía de Hollywood, la ciudad del cine y la televisión…”. 

A principios de 1976 Mudcrutch dejan de existir, aunque Petty convence al guitarra Mike Campbell y al teclista Benmont Tench para que sigan a su lado y buscan una nueva base rítmica: el bajista Ron Blair y el batería Stan Lynch, un viejo conocido de Gainesville al que se encontraron de nuevo en Los Angeles. Esa será la primera formación de Tom Petty and The Heartbreakers, y también la más duradera; para entonces Petty ya está lo suficientemente asentado como para dirigirla y ser el creador casi absoluto de su repertorio, salvo pequeñas y esporádicas aportaciones de Campbell. A veces se les define como una banda de rock de raíz sureña; es una buena aproximación, pero en su repertorio también hay influencias que van desde el country o el rock and roll tradicional hasta la escuela de los Byrds, y algunas piezas tienen un corte pop evidente. Todo ese cúmulo de estilos les da una solvencia que ya había impresionado al veterano Denny Cordell en la época de Mudcrutch y que ahora decide producir el primer Lp de la nueva banda, publicado a finales del 76 con título homónimo. 

El disco sorprende por su amplitud de registros desde el arranque, con “Rockin’ around with you”, esa mezcla de estilos entre country rock y un curioso juego de voces que recuerda al beat; luego llega “Breakdown”, que cambia completamente la perspectiva con un desarrollo de tiempo medio casi en la estela de un Van Morrison, y una perfecta conjunción de instrumentos. Es una de sus primeras clásicas, pero no la única: el gancho de “Anything that’s rock’n’roll” o “American girl” nos va amigando con la difícil voz de Petty, que cubre sus carencias con un tono alto pero muy sentido, mientras que las baladas como “The will one, forever” o “Luna” demuestran su categoría como compositor al mismo tiempo que su gusto por los arreglos y el trabajo en estudio. No se puede negar la maestría de Cordell, pero también queda claro que la banda está perfectamente conjuntada y tiene ya una notable madurez. No fue un gran éxito de ventas por no poder encuadrarse claramente en un estilo concreto, pero la mayoría de sus compradores estaban en la franja entre veinticinco y treinta años, que suele ser la más fiel a los discos con un alto grado de elaboración tanto en Estados Unidos como en Europa (en la Isla llegó al top 30, aunque en su país no pasó del 60). 

En verano del 78 llega “You’re gonna get it”, el segundo disco, que mantiene las pautas del primero (incluyendo la producción de Cordell) y que por supuesto aporta nuevas clásicas como “When the time comes”, “Magnolia”, “Too much ain’t enough”, ”I need to know”… en fin, media docena por lo menos. Es la confirmación de una carrera que ya está solidificándose también en las listas yanquis, donde llega a rozar el top 20 aunque bajó un poco en la Isla. Pero no todo son alegrías: el sello ABC, que distribuía a Shelter, pasa a MCA, y Petty se enfrenta a sus nuevos “dueños” exigiendo la cancelación de su contrato. Después de un complicado proceso judicial que casi acaba con la banda, se llega a una solución más o menos razonable: un nuevo sello llamado Backstreet será el que publique sus próximos tres discos… aunque ese sello también es propiedad de MCA. En todo caso lo importante es que consigue recuperar todos sus derechos de autor y su contrato se mejora sustancialmente. Esa victoria parece dar nuevos bríos a Petty, porque en otoño del 79 se publica uno de los discos más populares de su carrera: “Damn the torpedoes”, que alcanza el segundo puesto en Estados Unidos aunque en la Isla no llega al top 50. La razón parece clara: este es uno de sus discos más americanos. 

Tal vez MCA decidió aceptar la mejora económica de su díscolo artista porque pensaron que Petty podía ser una alternativa a Bruce Springsteen. En este disco hay momentos en los que se nota su sombra, como en la carga épica de “Even the losers”, e incluso melodías de tiempo medio que nos lo recuerdan: “Don’t do me like that” es un buen ejemplo. Parece evidente que se ha buscado ese tipo de sonido, y no hay más que recordar que Jimmy Iovine, el nuevo productor, había trabajado con el Boss en “Born to run”. Pero también hay piezas memorables que son claramente propias de Petty, como “You tell me”, “Louisiana rain” o ese rock and roll envenenado de “Century City”, así que todos contentos. Y aunque en Europa su puesto medio en las listas quedará fijado entre el top 30 y el 50 salvo contadas excepciones, en Estados Unidos no bajará del top 10 durante casi toda la década que comienza. Pero nosotros lo dejamos aquí de momento, deseando que sepa combatir esas rachas melancólicas que le afectan a veces sin demasiadas ayudas químicas. No es buena solución, y él mismo es el primero que lo reconoce. 



lunes, 14 de mayo de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (XIII)


Seguimos nuestro viaje por el este del país, la zona más activa en el final de la década de los 70 y buena parte de los 80. Lo cual tiene su lógica, ya que esa interacción que vemos entre Estados Unidos y la Isla suele comenzar por Nueva York (la ciudad más “europea” del nuevo continente) y se va extendiendo a continuación: salvo California, que lleva su propio ritmo y hace contrapeso artístico y geográfico con la otra punta de la Unión, la mayor parte de las grandes novedades procederán de la zona atlántica hasta que el Noroeste vuelva a despertar. Hoy hemos bajado a Georgia, donde parece que la rigidez moral que hizo huir al bueno de Wayne County en la década anterior se ha ido relajando; por otra parte la ciudad que vamos a visitar es Athens, zona universitaria, así que no se asusten ustedes porque aquí estamos seguros. La mejor demostración de que esta es una ciudad muy apacible es la especial naturaleza de una de las bandas más entrañables en la historia de la new wave americana: los B-52’s, que toman su nombre de un aparatoso peinado-colmena femenino muy popular en los años 60 e inspirado en el morro de los tristemente famosos bombarderos. Sí, es ese peinado que lucen las dos encantadoras señoritas de la fotografía. Y por el aura que irradian tanto ellas como sus compañeros, parece evidente que estamos ante otro de esos grupos con mucho sentido del humor. El humor, ese bendito rasgo del espíritu que nos salva tantas veces en la vida pero que tan mal visto está entre algunos exquisitos del gremio que confunden el vinagre con la categoría, que si no pones cara de mosqueo no te consideran un artista completo (un Lou Reed, digamos). En las artes, el gesto torvo parece ser un elemento primordial. 

Empecemos pues por las señoritas: Kate Pierson es una multinstrumentista cuya preferencia son los teclados, y también canta; Cindy Wilson, la voz femenina principal, a veces toca percusiones y cuerdas. En cuanto a los chicos, Ricky (hermano de Cindy) es el guitarrista; Keith Strickland es el batería, aunque también domina las cuerdas, y la voz masculina es la de Fred Schneider, que además hace percusiones variadas. Llama la atención que, siendo prácticamente novatos, su nivel técnico es alto e incluso con características muy personales: la magnífica digitación de Ricky recuerda a los guitarristas de surf, mientras que el fraseo que usa Keith lo lleva a un curioso campo intermedio entre la canción y el tono recitado. Todos ellos componen y no conceden mucha importancia a las letras, aunque tienen su gracia porque andan entre el puro kitsch y las aventuras de tebeo. Sumando unos detalles y otros podríamos considerar a los B-52’s como una banda que lleva el revival de los años 60 tanto a lo musical como a lo visual, aunque saben retorcer el género dándole un tono extraño pero chispeante; su pop tiene un claro trasfondo rockero con momentos muy rítmicos, mientras que otras veces suenan sincopados o envueltos en una atmósfera vagamente demencial. Esa mezcla medio marciana pero cautivadora encandila a un colega suyo para crear un pequeño sello local (DB Records) en el que graban un single con dos de sus canciones más legendarias: “Rock lobster” y “52 girls”. Ese single se publica a finales del 77, vende toda la tirada (casi dos mil copias), se reedita en la primavera del 78 y llega a Nueva York; y allí, claro está, los espera el CBGB y el Max’s Kansas City. 

Es de suponer que en un ambiente como aquel, tan “protopunk”, los B-52’s vendrían a representar el papel del pulpo en el garaje (algo parecido, en otro estilo, a lo que le pasaba a Willy DeVille), pero precisamente esa lejanía es la que los hace más visibles: Island Records anda de cacería por Estados Unidos, y el mismísimo Chris Blackwell se encargará de ellos (concediendo los derechos de publicación en América a la Warner). Poco después produce su primer Lp, lo cual significa que esa banda va a sonar prácticamente igual en el disco que en directo: si ustedes se fijan en cómo produjo a un Bob Marley por ejemplo, verán que Blackwell es un productor muy poco "invasivo" al que le gustan los músicos con carácter propio y el suficiente dominio de los instrumentos como para no tener que hacer “cosmética” en el estudio. El disco se publica en verano del 79 con título homónimo y, además de la regrabación de las dos piezas de aquel single primerizo, la fiesta se prolonga con otras maravillas anfetamínicas como “6060-842” o más reposadas como “Planet Claire”, “Lava” o “Dance this mess around”, además de una deliciosa -por naif- versión del “Downtown” de toda la vida (y que los B-52’s rindan homenaje a doña Petula Clark con un sonido en aparente directo es uno de esos rasgos que acaba por derretir a los poppies como yo). En resumen: el mundo se hizo más agradable gracias a ese disco, que aún encima tuvo muy buenas ventas en casi todas partes. Sí, hasta en España.

El grupo y Blackwell repiten la jugada justo un año después con “Wild planet”, su segundo disco. La mayoría del material ya estaba compuesto en la misma época y el sonido varía muy poco, aunque se nota más profundidad de matices en graves y medios; por lo tanto estamos ante la misma brillantez, y piezas como “Private Idaho”, “Give me back my man” o “Devil in my car” se convierten inmediatamente en clásicas. Pensándolo bien tal vez este disco sea incluso más completo que el primero, lo cual evidencia una buena estrategia: mantenerse es más difícil que llegar. Así que los B-52’s entran en la nueva década por todo lo alto; y esa primera época de esplendor se culmina en 1981 con “Party mix!”, un recopilatorio que no se limita a presentarnos algunas de sus canciones más populares simplemente para hacer caja, sino que están regrabadas e incluso superan a las originales. Estamos ante otro éxito de ventas, ya que ese disco es igual de interesante para sus primeros seguidores como para los nuevos aficionados, que se encuentran con una especie de “grandes éxitos” vitaminado y con las piezas casi fundidas para escuchar -o bailar- de un tirón aunque falten hitos como “Rock lobster”. Y a partir de ahí comienza su segunda época, pero esa ya es otra historia. Ni que decir tiene que los B-52’s serán de nuevo invitados en este tugurio cuando volvamos en los 80 a visitar su país: es una década convulsa para ellos, aunque con momentos tan brillantes como en sus principios. 

Y ahora nos toca saltar al vecino estado de Florida. Esperemos que no haya huracanes… 



lunes, 7 de mayo de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (XII)

Hoy hemos llegado a Cleveland, la ciudad que alberga el Rock and Roll Hall of Fame. Aunque ese hecho puede resultar engañoso: allí fue donde Alan Freed, que había comenzado su carrera radiofónica en Akron, popularizó el término “rock and roll” a través de sus legendarios programas y sus sesiones de baile (las “Moondog matinee”, precursoras del espíritu de las discotecas), pero en los años 60/70 aquella zona pareció vivir en un letargo del que solo algunos grupos esporádicos como James Gang conseguían librarse. “Los guais, los fans de Detroit por ejemplo, decían que Cleveland era un coñazo, tan seria, tan cultureta. Y a mí me parecía una ciudad cojonuda, así que escribí “Cleveland rocks” en su honor”, nos cuenta Ian Hunter, personaje de lo más respetuoso con las tradiciones rockeras. De todos modos Hunter tardó bastante en llevar esa idea al pentagrama, puesto que en 1977, cuando la canción se publicó por primera vez, Cleveland ya había despertado. Y aunque la cercanía de Nueva York y Michigan (o sea, Detroit) ejercen una influencia innegable, esta ciudad tiene su propia esencia -su propio microclima, como Akron- porque el rock incendiario en combinación con ese poso “cultureta” suele dar como resultado una mezcla un tanto desquiciada, pero a veces muy interesante: no olvidemos que algunas etiquetas tan raritas como “punk dadá” o “avant garage” se inventaron allí. 

Hay un grupo de personajes que suelen asociarse para actuar en algunos locales pero que no se estructuran en una formación estable hasta mediados de la década, cuando David Thomas (voz), Eugene O’Connor (guitarrista, más conocido como Cheetah Chrome), Peter Laughner (guitarra rítmica) y el batería John Madanski (a.k.a. Johnny Blitz), entre otros, crean Rocket From The Tombs, una de esas bandas que ahora se definen como “protopunk” y que en realidad son el cruce entre las dos tendencias principales que los distinguen tanto a ellos como a la propia ciudad: el poso cultureta desquiciado lo pone el canto enfermizo de Thomas -que compone a medias con Laughner-, mientras que la querencia por el rock incendiario corre a cargo de Cheetah Chrome y Johnny Blitz . El grupo no duró mucho (entre 1974 y 75), y no llegaron a publicar discos oficiales; aunque hay varias demos y directos en los que llega a percibirse, a través del caos, una cierta lucidez y una clara diferenciación entre las dos tendencias. Cuando la banda desaparece, por pura lógica esas dos tendencias se solidifican en dos grupos distintos: los Dead Boys son el sector salvaje, mientras que Pere Ubu representa la facción más experimental. Tanto unos como otros recuperarán algunas canciones de su primera época, e incluso se han reunido más de una vez para grabar de nuevo bajo aquel nombre: la publicación en 2015 de “Black record” es un buen modo de acercarse a ellos, con las matizaciones temporales que se quiera. 


Los Dead Boys son, por decirlo de algún modo, la respuesta de Cleveland al rock de Detroit y de Nueva York fusionando ambas escuelas. Cheetah Chrome y Johnny Blitz reclutan como cantante a Stiv Bators, un amigo común que también es fan de los Stooges; la segunda guitarra corre a cargo de Jimmy Zero y el bajo es Jeff Magnum. La mayor parte de su carrera estuvo oscilando entre Cleveland y Nueva York, ya que también ellos acabaron siendo otra de esas bandas inevitables en el CBGB; de hecho, si no hubiese sido por esa alternancia, habrían durado muy poco (el salto se debe a Bators, que es amigo de Johnny Thunders; este les busca acomodo en su ciudad). Antes de que termine 1976 ya son un grupo muy popular, y protegidos de los Ramones (Joey sobre todo). Bators se confirma como una de las figuras escénicas del punk yanki de la primera hornada, como lo puede ser un Richard Hell, por ejemplo; uno y otro son alternativa a los isleños Pistols, pero su formación es más completa. Sire los ficha y publica su primer LP, “Young, loud and snotty”, en otoño del 77: además de piezas legendarias como “Sonic reducer”, un verdadero canon del género que ya formaba parte del repertorio de Rocket from the Tombs (compuesta por Cheeta Chrome y Thomas), hay unas cuantas como “What love is”, “Ain’t nothin’ to do” y otras tres o cuatro más que no tienen nada que envidiarle. Es otro de esos discos que hacía mucho que escuchaba, y que aún hoy sorprenden tanto por su frescura como por su vigencia. 

De todos modos, ni el single ni el disco grande tienen mucha venta y Sire los aprieta tratando de que se domestiquen un poco. Aunque por el título de su segundo disco no parece que se hayan rendido: “We have come for your children”, que así se llama, aparece en verano del 78 y en apariencia no hay un cambio significativo. Pero no se sienten los “zarpazos” que sentíamos con el primero, hay una mayor uniformidad tanto en los temas como en el sonido, y aunque sigue siendo un buen disco parece que han perdido parte de su personalidad: podrían parecer una banda de rock callejero neoyorkina. Ellos le echan la culpa a Felix Pappalardi, que es su productor, y tal vez tengan razón en parte porque tanto en Cream como en Mountain buscó siempre el sonido compacto pero con esencia clásica, y eso no va con el espíritu de los Dead Boys. Sin embargo recordamos que el primer disco lo produjo Genya Ravan, la ex cantante de Ten Wheel Drive, y eso resultaría mucho más difícil de explicar... así que a lo mejor resulta que el problema está en el material. De todos modos, la cosa no duró mucho más: sin apoyo real por parte del sello, ventas escasas y un público fiel pero minoritario, los Dead Boys se dieron de baja en 1979. La mayor parte de sus miembros siguieron en el negocio, en solitario o bajo otras marcas (Bators fue el más popular, al frente de los Lords of The New Church), y algunos de ellos se han reagrupado más de una vez. 



David Thomas y Peter Laughner son la esencia de Pere Ubu hasta la muerte de este último en 1977; a partir de entonces hay una formación más o menos estable hasta principios de los 80, cuando Thomas disuelve la banda por un período de seis o siete años. Con un frecuente trasiego de músicos, y aunque por lo general la composición corre a cargo de casi todo el grupo, resulta evidente que él es el “director espiritual”, por decirlo así. Thomas, que dice detestar el punk, es fan del dadaísmo (el nombre del grupo ya lo dice todo), y en las primeras entrevistas se saca de la manga también esa idea del “avant garage” que por lo visto es su perspectiva musical. No sé hasta qué punto semejante etiqueta puede ser viable o no, pero la publicación entre 1975 y 76 de sus primeros singles, en su propio sello y compuestos en parte por regrabaciones de material que había creado en la época de Rocket from the Tombs despeja bastante la duda: odas apocalípticas o sarcásticas como “30 seconds over Tokyo”, “Heart of darkness” y especialmente la magistral “Final solution” muestran un origen casi “artesano” que podrían hermanarlos con las bandas de garaje o el rock callejero, pero cuya estructura es cualquier cosa menos sencilla. Las bases rítmicas suelen marcar una vida propia con respecto a las guitarras y los sonidos electrónicos, pero todo acaba combinándose con una rara perfección; y por encima va la voz atormentada, chillona, histérica, antiestética incluso, de Thomas, dando un contrapunto que al mismo tiempo lo explica todo. Sí, tal vez tenga razón con eso del “avant garage”. 

Su primer Lp llega en 1978, bajo el título de “The modern dance”. Hay una considerable mejora tanto en el sonido como en los arreglos, pero el espíritu sigue inmutable: desde el arranque con “Non-alignment pact” hasta la despedida con “Humor me” somos pasajeros en un viaje que nos lleva por instantes cercanos a una especie de punk intelectual muy bien estructurado, fases de inquieto sopor, chispazos cercanos al rock de vanguardia (magnífica “Street waves” o la que da título al disco), y en resumen un trayecto insospechado de piezas que no se parecen a nada de lo que hubiésemos conocido antes: solo por esa razón ya valdría la pena comprar el disco. Y como es lógico sus ventas fueron diminutas en Estados Unidos mientras que en la Isla nació casi inmediatamente una cofradía de adoradores, de Joy Division en adelante, que proclaman a Pere Ubu como la luz que dio sentido a sus vidas, o poco menos (y muchos músicos yanquis posteriores también caen en su embrujo: los Pixies, por ejemplo). A partir de ahí, algunos discos como “Dub housing” (el siguiente) amplían la perspectiva y otros se pasan de vanguardia resultando francamente aburridos, pero tanto en esa época como luego, a finales de los 80, con un estilo más cercano al estándar, son una banda de referencia para los aficionados a las aventuras sónicas: si alguno de ustedes es fan de los Residents, también lo será de los primeros años de Pere Ubu. Una banda a la que Thomas, que es muy bueno haciendo frases, define como “el fracaso más duradero en la historia del rock”. Y añade: “Agradezco que algunas estrellas hayan dicho que somos muy influyentes, pero creo que eso es una leyenda urbana; de ser cierto, nos habría ido de otra manera”.